Lo Hice Sin Querer 3q5g6q

Índice Portada Sinopsis Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 8 Capítulo 9 Capítulo 10 Capítulo 11 Capítulo 12 Capítulo 13 Capítulo 14 Capítulo 15 Capítulo 16 Créditos

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SINOPSIS

Mauri Hamilton es una joven responsable y trabajadora. Su vida puede parecer a simple vista monótona y demasiado aburrida para una chica de su edad, sin embargo, unas llamadas telefónicas y un escarceo amoroso secreto aliñan su rutina. ¿Con quién se ve habitualmente Mauri a espaldas de todos?

CAPÍTULO 1

—Dichoso teléfono —le oí decir a mamá. Corrí hacia él. Me temblaban las piernas. Todo en mí era como una ingravidez. Pero uno de los gemelos se adelantó. Quedé envarada. Firme, como clavada en el suelo. Como siempre, no era nadie. Desde la cama le oí decir a mamá: —¿Cómo que nadie? El teléfono sonó. —Pues te digo, mamá, que no contestó nadie. —Qué manía —seguía diciendo mamá desde su lecho. Yo andaba por la casa como una sombra. Esperaba que mamá no me dijera nada. Pero al rato, cuando Max volvió a su habitación a estudiar con su gemela Yuli, oí la voz de mamá llamándome. —Di, mamá. —Ven un momento, Mauri. Fui. La alcoba de mamá no era grande. Mamá fue en su juventud una niña distinguida. Luego se casó con papá que no era más que un escritor mal pagado. El padre de mi madre nunca estuvo conforme con aquella boda. Papá era más bien un bohemio, un soñador, un ser humano que vivía de ilusiones

y jamás pudo dar a su esposa más que eso: ilusiones, sueños, anhelos que nunca se satisfacían. Después falleció papá y mamá se quedó sola con nosotros tres. Yo, que tengo dieciocho años, Max y Yuli que tienen doce... Tenían ellos dos años cuando papá falleció. No vino nadie a su entierro. Ni mi abuelo, ni mis tíos... Después se olvidaron de nosotros. Mientras nosotros vivíamos en Londres, ellos, la familia de mi madre, vivía en Escocia y jamás se les ocurrió hacernos una visita. —Mauri... —Estoy aquí, mamá. Dejé de pensar. —Esas llamadas, Mauri... —Alguien que se equivocó. —¿Se equivocan todos los días, Mauri? —Puede ser, mamá. —Es bien molesto. Ven, Mauri, acércate a mi lecho. ¿Qué estás haciendo? —La comida para los gemelos. ¿Te gustó la que te he traído antes, mamá? —Sí, mucho. Pero me da pena que trabajes así... Tanto como yo soñé para ti, Mauri... Además trabajas mucho fuera de casa. Entiende, hijita. Yo me pondré buena. ¿Qué te ha dicho el médico? ¿Has ido a verlo? —No... —Tampoco ha venido hoy.

—Tal vez venga aún... —Este corazón mío, Mauri, tengo que decirle al doctor Gil que me dé permiso para levantarme. —Mañana mismo se lo diré yo. Pero... es mejor que obedezcas, mamá. Verás como luego puedes levantarte. La besé en el pelo. La adoraba. Tan fina, tan delicada y no dudó en ponerse a trabajar para mantenernos. Yo estuve tentada mil veces de escribir a mis tíos, pero al enterarme de que había muerto mi abuelo arruinado, desistí de ello. —Mauri —entró gritando Max. Pero al verme junto a mamá apagó un poco la voz—. Si pudieras echarme una mano... Estas matemáticas no se me dan. Son muy difíciles. —Voy, Max. —Max —dijo mamá—, acabaréis con Mauri. ¿Por qué no le preguntas a tu profesor? —Si no dan explicaciones, mamá. Uno suspende si no pregunta en casa... Y como en casa no tengo profesor... Sonaba el teléfono. —Otra vez ese maldito teléfono —dijo mamá—. Ve, ve, Max. Yo sentí que mi voz se quebraba. Pero tenía que decirlo. Y lo dije: —Deja, Max. Iré yo. Seguramente es Mag, mi amiga. —Antes no contestó nadie —dijo Max enojado. Salió del cuarto.

Me adentré en el pasillo y me metí en aquel rincón, donde se hallaba colgado el teléfono. Vi pasar a Max corriendo. Me decía sin detenerse. —Si no enciendes la luz, no ves nada. No necesitaba ver. Me era suficiente con oír... —Diga. —Al fin. Era su voz. Su voz inconfundible. —No debes... —balbucí. Él me cortó. —Tengo que verte. Te estuve esperando. ¿Por qué? Se me ahogaba la voz. No había nadie por allí. Pero a mí me daba la sensación de que las paredes escuchaban. —Te llamaré mañana desde la oficina. —Mauri... Mauri, escucha... —Pero... —Voy a cortar. Y corté.

* * *

Sabía que David no volvería a llamar. Lo conocía bien. O, al menos, creía conocerlo. Detrás de mí sentí los pasos de Max. —¿Me enseñas esto, Mauri? —Sí... sí. —¿Te ocurre algo? Claro que me ocurría. Siempre me ocurría. Desde hacía por lo menos seis meses me ocurría todo lo que podía ocurrirle a una mujer. Pero en cambio dije: —Era Mag. Siempre tiene... problemas. —Ya sé como es Mag —y sin transición, egoísta como todo niño de su edad, añadió—. ¿Me enseñas a resolver estos problemas? Tampoco ando bien con el latín. —Yo no tuve profesores, Max —le dije reponiéndome— y sin embargo, saqué perfectamente el grado superior y luego mi carrera mercantil. —Pero tú eres lista. Yo no era lista. Era blanda, sentimental, absurda. Soñadora.

—Mauri... pareces en las nubes. Pisé el suelo. Lo pisé con fuerza para cerciorarme de que estaba viva y de que era real y de que tenía algo duro bajo mis pies. —Mauri —llamaba mamá desde su cuarto. Seguramente que deseaba saber quién llamaba por teléfono. —Ve —le dije a Max—. Ve a tu cuarto. Iré en seguida. Trataré de ayudarte. Pero luego Yuli y tú vendréis a ayudarme a recoger la cocina. —Claro que sí. —En seguida estoy contigo. No sé de dónde sacaba yo aquella voz normal. Porque yo no me sentía normal. Cada vez que llamaba David... —Mamá... —Pasa, Mauri. —¿Quién llamaba? —Era Mag. —Vaya, menos mal que era alguien. Oye, Mauri, ¿qué tal le va a Mag? Hace más de seis semanas que no viene por aquí. —Tiene novio. Mamá se quedó pensativa. —¿Y tú… Mauri? —¿Yo?

—Sí, tú. Ya tienes dieciocho años y eres preciosa. Inteligente, culta... —Calla, mamá, por favor. —Me gustaría que te saliera un novio, Mauri. Que le quisieras mucho... Yuli ya va creciendo y yo me pondré pronto buena. Y no vamos a estar pesando sobre ti toda la vida. Lo comprendes, ¿verdad, hija mía? —Sí, mamá. Pero no tengo ninguna prisa. En cambio la tenía en aquel momento. No soportaba que mamá ahondara en mí. Que me viera por dentro. Que llegara siquiera a sospechar que yo... yo... —Mauri… no te marches aún. —Es que tengo la cocina tirada al alto, mamá. La estoy limpiando. Ya sabes que no todas las noches tengo tiempo. —Trabajas demasiado. Primero la agencia, después la casa... llenos mal que los chicos tienen beca y no vienen en todo el día, y que la vecina se ocupa algo de mí... Pero tú trabajas demasiado, Mauri. No puedes salir nunca. Salía demasiado. Mamá añadía: —Solo los jueves... Y por dos horas nada más. Eso me pesa mucho, Mauri. Me pesa en la conciencia. —Calla, mamá —la besé mucho—. Vengo luego a darte las buenas noches. —Sí, hijita. Me fui. ¡Los jueves!

Aquel día era jueves y no había podido ir... Por eso llamaba David

CAPÍTULO 2

Mag me dio en el codo. —Ahí tienes al señor ese... Apenas si levanté los ojos. Había visto su auto estacionado allí cerca. Le había visto bajar. Le había visto atravesar la acera. —Seguramente que esta vez se quiere ir de viaje a España. Dale toda clase de detalles de un viaje a la Costa del Sol. —Sí —dije apenas. David avanzaba. Era vulgar. Ni alto ni bajo. Una estatura corriente. Pero yo le conocía bien. Es decir, conocía de él, todo lo que se puede conocer de un hombre, pero aparte de saber que se llamaba David... nada más. Solo que era bueno. Que me amaba... —Buenos días... Su voz peculiar. Algo ronca. Algo distinta. Algo, no, muy distinta a la generalidad masculina. Mag contestó por mí.

¡Qué sabía Mag! —Buenos, señor. David sonrió apenas. Se dirigió a mí y muy amable me dijo: —Señorita, ¿podría informarme para realizar un viaje? Yo no contesté en seguiría. Sabía que David no haría viaje alguno. Que solo estaba allí para saber por qué no había ido el día anterior. —Aquí tiene folletos, señor... Los extendí sobre el mostrador. Él hizo que los ojeaba, pero cuando vio a Mag desaparecer, se apresuró a decir entre dientes, sin mirarme: —Debiste ir. —No pude. Mi voz fallaba. Me miró. —Me dejaste desolado. Lo sabes. Asentí. —No puedo esperar hasta el jueves próximo. No sé de dónde saqué fuerzas para decirle: —Ni yo.

Vi como se le iluminaba el rostro. —Ve hoy. Miré en torno. Mag volvía. Cargaba con un montón de folletos. —Aquí tiene toda la Costa del Sol español, señor. Si quiere más detalles... —Gracias, me los llevaré. Pero no se iba. Empezó a hablar con Mag, entretanto, yo intentaba hacer algo. Tomaba notas. Pero no tomaba nada. Amontonaba folletos. Contesté a dos llamadas telefónicas. —Tengo que irme —nos dijo. Me miró a mí. Sentí su mirada en lo más profundo de mi ser—. ¿A qué hora es buena para llamar aquí por teléfono? Seguía mirándome. Yo sabía que pretendía decirme. —A las cinco —dije. Gracias. Se fue. Mag silbó cuando arrancó el Mercedes color marrón. —Vaya tipo. Oye, ¿no andará por ti o por mí? —No digas bobadas. —Viene un día sí y otro no. No lo entiendo. Se lleva los folletos... y está. Tanto

viaje y no hace ninguno —Mag hablaba y al mismo tiempo curioseaba unos documentos—. Parece rico. Yo no sabía si lo era. Pensé de nuevo en mi padre muerto. Era igual que él. Soñadora, sentimental, romántica..., tonta. —Vaya auto que tiene. Y qué modales. Seguramente que es un diplomático, un marqués o algo así. Me puse a trabajar para no oírla. Pero Mag se fue a mi lado. —Oye, ¿te importa quedarte una hora más por mí? A las cuatro viene a buscarme Jim... Esperaba que me lo dijese. Jim quedaba libre en la gasolinera todos los viernes y de ese modo yo podía hablar con David cuando llamase a las cinco. —Me quedo, claro —le dije. —Gracias. Sentí el correr de las horas de una forma agotadora. Como si todo se partiera en mí... A las cuatro se fue Mag y a las cuatro y media nuestro jefe me dejó sola. —Cierre a las cinco y media, Mauri. Puede irse cuando guste después de esa hora. Yo tengo una reunión con mis socios. —Sí, señor. Me quedé sola. Entraron dos o tres clientes, pero a las cinco menos cinco tuve la osadía de cerrar la puerta como si la agencia se cerrase.

Necesitaba hablar con David. Pensé mientras esperaba su llamada, en el día que le conocí, seis meses antes. Fue allí. Allí mismo. Detrás del mostrador. Mag había tenido una boda. Me quedé sola en la oficina y cuando lo sentí llegar salí. Me miró profundamente. No sé qué sentí al mirarme aquel hombre. Fue como si me entregase de una vez y para siempre. —Busco un folleto de Italia —me dijo. Se lo di. Habló no sé qué más. Después dijo que le gustaría invitarme a tomar café. Me excusé como pude. Hablamos aún algo más. No sé de qué. Pero sí sé que cuando salí, me esperaba en la calle. —Le parecerá raro verme aquí. Me lo parecía. Pero de todos modos presentí que estaría allí, allí esperándome. —Ahora que no trabajas —me tuteaba— podrás aceptar un café. Pensé en mi madre enferma que me esperaba y en los gemelos que estarían a punto de regresar del colegio. Pero acepté. Tuve que hacerlo. Una fuerza superior me empujaba a ello. Mi pensamiento se detuvo. El timbre del teléfono sonaba insistentemente.

Corrí hacia él...

* * *

—Mauri. ¡Su voz! —Di —susurré. —¿Estás sola? —Sí. —Dios santo, Mauri. ¿Por qué no has venido? —No pude. Nunca le hablé de los míos. Como tampoco él me habló de los suyos. Ni siquiera sabía si era casado o divorciado o es taba solo en el mundo. —Habría una razón poderosa. —Lo bastante. —Vendrás hoy. Lo afirmaba. —No voy... a poder. —Pero... —David, comprende.

—Si es que no puedo. Tampoco yo. Pero aquella situación inequívoca... me deshacía. —Iré a buscarte. —¿Eres tonta? —No... no. —Pero tú sabes que no puedo pasar sin ti. Como yo no podía pasar sin él. —No puedo esperar hasta el jueves —y de pronto—: ¿Salimos juntos esta noche? ¿Estaba loco? Era la primera vez que me invitaba a salir con él, así, delante de todo el mundo. Y eso no. No sabía yo por qué, pero lo cierto es que jamás me habló ni siquiera de casarnos algún día. —Mauri. —Di. —No contestas. Es que no tenía qué contestar. No sabía qué contestar. —Yo no puedo salir esta noche —le dije. —¿Por qué?

—Mi familia. Era un momento apropiado para hablar de la familia de los dos. Pues no. Él soslayó el comentario. Dijo en cambio: —Ven ahora. —Me es imposible. —Media hora nada más. —Pero... —Te lo suplico. —David, escucha... —Es que no puedo. —Pero... —Ven. Te necesito. Te espero. Media hora nada más. Te prometo no retenerte. Toma el Metro. Ven. Colgó. Me quedé tensa. Era la hora de cierre. Pero aún atendí a un cliente y después cerré. Me fui al interior de la oficina y me miré al espejo. Era rubia, frágil. Más bien alta y delgada. Tenía los ojos azules. Evoqué a mamá.

Le estaba haciendo daño a mamá y a mí misma y a mis hermanos. Pero no podía remediarlo. Era algo superior a mí. Marqué el número de mi casa. Se puso Yuli. Intenté una mentira. —Yuli, ¿cómo está mamá? —Bien. Muy bien. Vino el doctor Gil. Ha dicho que dentro de un mes puede empezar a levantarse. —Bien, bien. Oye, Yuli, ¿te importará atenderlo todo durante una hora? —¿Tienes que quedarte en la oficina? Inventé la mentira. No podía decirle que me quedaba allí, por si me hallaban y contestaba el guardián. —Es que me pidió una amiga que saliera con ella a comprar unas cosas. Lo haré en seguida. Estaré en casa a las seis y media. —Si, Mauri. Ve tranquila. —No te olvides del café de mamá. —No. —Y dale la merienda a Max. —Ya hemos merendado los dos. —Hasta luego, Yuli. Colgué.

Puse el abrigo de corte sport sobre mi modelo de tarde, de un tono verdoso, y salí a la calle. Llovía. Abrí el paraguas y me fui directa a la boca del subterráneo. Un día tenía que cesar todo aquello. Tenía que decirle a David que no podía ser. Pero no sabía qué día ocurriría. ¿Por qué empezó todo? Yo no lo sé. Empezó. Así como he dicho antes. A lo tonto. Sin darme cuenta. El hombre se fue metiendo más y más en mí. ¿Y qué sabía de él? Que tenía un apartamento precioso en una de las mejores avenidas de la ciudad. Que estaba puesto con exquisito gusto. Que era un hombre muy fascinador. Hábil, de vuelta de todo. Pero que yo no sabía nada de él, excepto que se llamaba David. Ni siquiera conocía su apellido. Ni me interesaba. Lo nuestro era... era... superior a todo lo razonable, lo humano, lo lógico. Me metí en una esquina del tren subterráneo y cuando salí casi anochecía. Abrí de nuevo el paraguas. Sentía frío. No sé si por dentro o por fuera. Pero sí que me estremecía.

¿Qué diría mamá si supiese aquello? ¿Y Mag y los estirados tíos míos? Ojalá pudiera yo dar marcha atrás, pero no era sincera conmigo misma. No concebía la vida sin David. Es más, me parecía que no había existido hasta que le conocí a él. «Tienes que casarte.» Lo decía mamá. ¡Casarme! Yo no podía casarme jamás. Yo tendría que ser siempre de David. Me perdí en el lujoso portal y luego en el ascensor. Sentía en mis dedos el frío de aquella llave, cuando se detuvo el ascensor y la metí en la cerradura, la puerta se abrió como si David estuviera al otro lado. —Al fin... Su voz era cálida. Era por lo que no podía prescindir de él. Jamás me ofendió. Era como si yo para él fuera una joya de incalculable valor. Me ayudó a quitarme el abrigo, me recogió el paraguas, y después cerró la puerta con el pie. Luego me metió en sus brazos. Me buscó la boca. Sé que abrí la mía bajo la suya.

Sé que nos besamos. Después casi siempre lo olvidaba todo. En la mente, sí. En mis sentidos quedaba él. Como si yo me complaciera en arder con él. —Pequeña —decía—. Pequeña. Me arrebujaba contra él. Me daba gusto. Nunca nada me dio tanto gusto...

CAPÍTULO 3

No sé qué hora era cuando volví a casa. Estaba llena de él, completa, absoluta. Era como si dentro de mí, la existencia de David lo significara todo, y de hecho todo lo significaba. Mamá preguntaba cosas. Yo le oía. —¿Es que tu amiga se va a casar? ¿Qué decía mamá? Ah, sí. Su amiga. Aquella con la cual había «ido» de compras. —Supongo que sí. Jamás mentí. Siempre odié la mentira y, sin embargo, vivía en ella, hundida, inmersa en ella como si fuera un lema de mi vida. Era lo que detestaba de mí. Me hubiera gustado ser valiente y decirle a mamá... Decirle: «Amo a un hombre y él me ama a mí. Nos amamos ambos por igual y de una forma absoluta. Nos necesitamos, nos complementamos. A su lado he aprendido a vivir. Ahora ya sé por qué y para qué soy mujer. Pero no sé quién es. Ni me interesa saberlo porque a él tampoco le interesa saber quién soy yo».

Mamá se moriría de dolor y yo, la verdad, no podía, no era tan valiente. A veces pienso que solo soy una pobre muchachita indefensa, absurda, soñadora, ilusoria. Pero cuando estoy en los brazos de David, cuando siento sus besos cálidos, hondos, desgarrantes y voluptuosos, sé quien soy y porqué vivo y para que vivo. —¿Pronto? Miré a mamá. Ella debió notar mi desconcierto. —Mauri, me da la sensación de que no sabes lo que te pregunto. No lo sabía. Estaba tan inmersa en mis pensamientos en David, que todo lo demás me resbalaba. Pero mamá volvió a insistir. —Te pregunto si se casa pronto. ¿Casarse? Ah, sí. Se refería a mi amiga imaginaria, a aquella con la cual yo había ido de compras. —No... me lo ha dicho. —Pareces distraída. —Cansada, mamá. —Claro. Claro. Trabajas demasiado. ¿Sabes que ha venido el doctor Gil? Me ha dicho que dentro de un mes podré hacer vida normal. La semana próxima, el jueves concretamente, dijo que me llevaras a su consulta pues me hará un electro. ¿El jueves?

Fui tan egoísta que solo pensé en eso. Mamá no penetró del todo en mi cerebro, pero en cierto modo casi lo rozó, porque dijo a renglón seguido, sin que yo respondiera. —Lo siento porque el jueves es tu día libre por la tarde. Mi día más ocupado. Libre, no. Se lo dedicaba a David... —No importa —acerté a decir. En la alcoba entró Yuli diciendo: —Mauri, si me echaras una mano... Por eso me volví con presteza. —¿Qué problema es el tuyo, Yuli? —La lengua. No soy capaz de hilvanar esto. —Ayúdame a preparar la comida y luego te ayudaré yo a ti —le dije. Después me volví hacia mamá que estaba recostada en el lecho entre almohadones. —En seguida te traigo la comida, mamá. —Deja la puerta abierta. Me gusta hablar contigo mientras la preparas. —Sí, mamá. Me fui con Yuli y entretanto, yo disponía la cocina, Yuli, que habla mucho, empezó a contarme cosas. —¿Sabes? El doctor Gil preguntó por ti.

Yo pensaba en David. —Me da la impresión de que Thomas Gil te ira. ¿Dónde estaría David en aquel instante? ¿Seguiría en aquel apartamento? ¿Tendría familia? Esposa, hijos... —Es joven y guapo. Me volví. —¿Quieres ayudarme aquí, Yuli? —Te estoy hablando de Thomas Gil, el médico de mamá. —Ya. —Es guapo. —Yuli, que tienes doce años. —¿No son bastantes para opinar? —Corta esa carne, Yuli. —Nunca puedo hablar contigo tranquilamente. Siempre parece que estás en las nubes. Cuando yo era más joven, el año pasado sin ir más lejos, teníamos más problemas y tú eres más animada. —Calla, anda. Prepara la bandeja para llevarle la comida a mamá. Después te ayudaré con la lengua esa.

* * *

Ayudé a Yuli en la gramática. Después le eché una mano a Max en su latín.

Al fin pude recoger la cocina, me quité los guantes y me disponía a ver a mamá y darle las buenas noches cuando sonó el teléfono. Me estremecí. También podía ser Mag o cualquier amiga de Yuli y Max. Los vi a los dos salir disparados de sus respectivos cuartos. Mi voz era hueca. Me miraron asombrados. —¿No oyes el teléfono? —Yo lo contestaré. Los dos se quedaron envarados. —Igual es Mike que me pregunta algo de latín. Sabe que tu lo has empollado bien y que me ayudas. —Pues contesta. No podía parecer sospechosa. Sentí mil cosas raras en mi ser en un segundo. Max descolgó el teléfono y dijo: «¿Diga?» Después volvió a preguntar. Tres veces seguidas. Era él. Jamás contestaba cuando se ponían los gemelos. «No puedo preguntar por ti cuando se ponen otros. Tendrías que dar explicaciones.»

Claro. Pero... ¿por qué no era todo más sencillo? ¿Por qué no podía serlo? —No contestan —dijo Max colgando el auricular—. Qué fastidio. Yo no sé quién nos toma el pelo. Como siempre, mamá, desde su cuarto, siempre quería saberlo todo. —¿Quién era, Mauri? No tuve necesidad de responder. Max se recostó en el umbral de la puerta de la alcoba de mamá y le dio toda serie de explicaciones. —Él o la de siempre. —¿Qué quieres decir, Max? —Que no contesta nadie, mamá. Se oye una respiración, pero ni una voz. Yo no lo entiendo. Tenía que decirle que no llamase más. ¿Por qué no podía ser aquello mío más normal? ¿Por qué tenía yo que ocultarme de amar a un hombre? —Alguien que os toma el pelo, Max. Anda ve a la cama. Apágame la luz que voy a dormir. Yo retiré a Max y entré en el cuarto. Me acerqué a la cama y arropé a mamá. —El jueves iré contigo a la consulta del doctor Gil, mamá —le dije. —Gracias, hijita. —Ahora duerme. —Y tú. Estarás muy cansada. No leas hasta tan tarde. No leía.

Abría el libro, pero la verdad es que no leía. Pensaba. Como pensando estaba en aquel instante en que ella me hablaba. Pensaba que cuando todos durmiesen le llamaría yo. Le pediría que no me llamase más. Que yo le llamaría a él. —Te prometo no leer, mamá. —El doctor Gil me preguntó varias veces por ti... —Ah. —Me da la sensación... Guardó silencio. Yo me mordí los labios. No quería saber la sensación que sentía mamá con respecto a lo que el doctor Gil sentía por mí. Yo lo sabía. Pero el doctor Gil llegaba tarde a mi vida. ¡Demasiado tarde! —Me parece que te ira, Mauri. —Es posible, mamá. —Tú... No le dejé terminar. —Yo no, mamá. —Es un chico estupendo. Tiene su clínica aquí al lado. Es joven, apuesto, rico...

No me interesaba el dinero, ni la posición social. O era demasiado tonta o demasiado indiferente o tal vez demasiado pura en mis sentimientos. —Duerme, mamá. Buenas noches. La besé de nuevo. Luego apagué la luz y también apagué la del pasillo y me acerqué a la alcoba de Max y le vi durmiendo y luego a la de Yuli. Fue cuando metí el auricular en mi cuarto y tiré cuanto pude del cordón, y cerré la puerta lo bastante para no ser oída desde las alcobas o el pasillo.

CAPÍTULO 4

Tal se diría que estaba esperando mi llamada. Una sola vez sonó aquel timbre en la casa de David. Oía en seguida su voz. ¡Su voz! Para mí la voz de David tenía no sé qué electrizante. Era como si todo mi ser vibrara al oír su voz. —David... —Oh, eres tú. ¿Por qué se ponen otras personas? Podía preguntarme quiénes eran. Pero no. Jamás lo hizo. Como yo tampoco le preguntaba a él. Mil veces estuve tentada de hacerlo. Pero tal parecía que se me ponía un nudo en la garganta. Por eso los dos éramos tan iguales. Tanto nos respetábamos pese a todo. Lo nuestro era puro. Sí, puro. Pese a todo lo feo que entrañaba. ¿Feo? Era sincero.

—No pude alcanzarlo primero. —Me sentí como desolado —dijo David con aquella voz suya sofocada, ardiente —. Tengo que verte mañana. No soporto esto. ¿Y yo? ¿No soportaba yo más? —No puedo hablar muy alto —le dije—. ¿Me oyes? Podía preguntarme por qué hablaba alto. Qué temía. Pero como siempre, no lo hizo. Dijo en cambio: —Mauri... te echo de menos. También yo podía gritarle: «Nada ni nadie impide que me lleves contigo. Que nos casemos». Pero tampoco yo dije eso jamás. Lo nuestro estaba muy por encima de todo egoísmo. Existía porque sí, porque tenía que existir. De eso tengo la plena certidumbre. Hasta me daba la sensación que las preguntas, suyas o mías, con respecto a nosotros dos, restarían encanto, sinceridad a la pasión que a ambos nos encendía. A la pureza de nuestros íntegros sentimientos. Porque, repito, pese a todo, yo siempre me dije que aquello era más puro que nada. Más verdadero, incluso, que la propia existencia. —Podemos comer juntos mañana por la noche. Te llevaré a las afueras. Hay

sitios preciosos. Siempre igual. Y yo no sentía fuerzas, ni deseos, no, ni deseos de preguntarle por qué se escondía para amarme. —Pide permiso en tu casa. —No puedo. —Pero, Mauri, me has dejado destrozada ¿Y yo? ¿Cómo estaba yo? —Mauri... —Sí. —¿Vas a venir mañana? —No puedo. —Pero... ¿Cómo puedes pasar sin venir? —Es que me cuesta, David. —Mauri. —Pero tengo que hacerlo. —Dios mío, Mauri... ¿Qué hacemos? ¿Se lo preguntaba a ella? ¿No era él el que tenía que plantear aquella cuestión? —Te esperaré a la salida de la agencia. ¿Hace? —No.

—Pero... —¿Estás tú dispuesto a que se sepa... lo nuestro? Era la primera vez que yo abocaba algo parecido. Siguió un silencio. —Te amo. Mañana te llamaré. —A la oficina, no. —Pues ponte en casa cuando suene el teléfono. —¿Y si no puedo? —Por Dios puede. Pasado mañana me marcho de viaje por unos días. —Te... ¿marchas? —Sí. ¿No era lógico que yo le preguntara adónde iba? Tal vez lo más hermoso de nuestro amor era aquel silencio respecto a ambos. A no preguntarle a él, ni él preguntarme a mí. Era como si en un mundo inmenso, nos sumergiéramos los dos tan solo y todo lo demás dejara de existir. —¿Cuántos días...? —No lo sé. Te tendré al corriente. Después aún me dijo cosas. De los dos. De nuestra intimidad. De cómo me necesitaba. Cuando colgó me fui como borracha a mi lecho.

Me relajé en él y pensé. Pensé de nuevo en cómo le había conocido. Como si me recreara en aquella evocación. Como si evocar cada minuto de mi vida junto a él, fuese... fuese... lo más importante, lo único, lo absoluto de mi existencia. No tenía la luz encendida. Aquella oscuridad parecía que avivaba mis pensamientos. Que los hacía más lúcidos. Que mi cerebro se desbocaba. ¿Era todo tan humano? ¿O era una atrocidad? Era humano. Pero iba más allá de lo físico. Lo físico era esencial, pero no fundamental. David y yo igual nos pasábamos una hora entera sin decir nada. En un absoluto silencio. Sin tocarnos. Sabiendo que estábamos uno junto al otro. Eso tan solo. Como si el sabernos allí, juntos, fuera como una plenitud completa, absoluta. Sí, lo nuestro iba más allá de lo físico y lo carnal. Era la verdad misma. La verdad humana. La verdad pura. La verdad absoluta.

* * *

Tendida en la cama, a oscuras, con la mente fija en el recuerdo, evoqué cómo y cuándo nos conocimos. Fue algo electrizante. Algo que sobrepasaba lo normal, casi lo humano. Fue en la agencia. Yo hacía, en aquella agencia, de intérprete, de mecanógrafa, de relaciones públicas. Después del jefe absoluto iba yo. Ganaba un buen sueldo. Por eso pude quitar a mamá de trabajar cuando le dio aquel conato de infarto. Pese a mis pocos años poseía la experiencia de lo difícil, de lo árido, de la lucha de cada día. No me causó sorpresa dejar de estudiar y colocarme. Y di mil gracias a mi padre, que pese a su mediocre talento como pintor, como padre fue lo bastante talentudo para trabajar y poder cultivarme a mí. No es que en mi hogar y debido a mi trabajo, rodara el dinero. En modo alguno. Como cualquier familia de la clase media, con ascendencia aristocrática, pero nunca pegada a sus idos blasones, se hacían mil equilibrios para que llegara mi sueldo. Mis hermanos habían ganado beca y contra todo estaban obligados a sostenerla, como yo a trabajar. A finales de mes pasábamos los apuros propios de un hogar de la clase media sin recursos. Pero cuando eso ocurría, yo tenía opción a quedarme dos o tres horas más en la oficina, con lo cual aumentaban mis ingresos. Ocurría pocas veces. No teníamos muchacha, ni siquiera asistenta, por lo cual yo me veía obligada a trabajar fuera de casa y en casa, pues mamá no estaba para nada y Yuli debía estudiar para no perder la beca. Eso era mi vida. O eso es, porque todo esto lo dejo en el papel según pasan los días. A veces siento como vivo en trauma. No el de mi familia y mi hogar, pues, cuando se tiene propio y personalmente, lo otro pasa a segundo término.

Adoro a mi madre. La considero inteligente, capacitada y capaz de todo por sacarnos adelante sin ayuda de sus parientes, los cuales, dicho de paso, además de vivir en Irlanda, buen día ven el que mamá tenga su dignidad y sus hijos la secunden. Nos ignoran, con lo cual yo me siento mucho mejor que supeditada a un favor que nunca me hicieron. Así, cuando vivía así, conocí a David. Es curioso. Lo lógico es que yo supiera cómo se apellidaba David. Pero no lo sabía. Ni él sabía cómo me apellidaba yo. Mi apellido, aun cuando David lo llegara a conocer, nada iba a decirle. No sé si el apellido de David podría decirme algo a mí. De todos modos prefería ignorarlo. Yo no amaba a David por su apellido, ni por el caudal económico que pudiera tener. Para mí amar a David era una necesidad y necesidad seguía siendo. Podía decirse, sin lugar a dudas, que David y yo éramos dos cuerpos y un alma. Nunca discutimos. Siempre estuvimos de acuerdo, y si en alguna ocasión algún desacuerdo hubo, fue y es debido a que yo, no siempre podía acudir a sus citas. Pero avanzó dejando atrás lo más importante. Se presentó en la oficina reclamando no sé qué boletín para un largo viaje por la China de Mao. Me miró. Sentí sus ojos negros como si me traspasaran las carnes, como si me aunaran cada prenda de mi ropa, como si hurgara poderoso, imperioso y posesivo, en todo mi ser, y en cada uno de mis pensamientos. Apenas si cambiamos unas palabras. Sé que se fue con unos folletos y que después, al anochecer me esperaba afuera. No sé de qué hablamos. Sé también que, en no sé qué momento, me asió los dedos. Sentí la sensación de que me poseía.

De que era suya para siempre. De que él me pertenecía absolutamente. No fue un día. Sin decirnos nada, sin ponernos de acuerdo, nos vimos todos los días al salir. Noté eso sí, que me llevaba en su auto, que su conversación me llenaba, que me sentía como ligada a algo invisible que emanaba de él. Pero jamás fuimos juntos a una cafetería del centro. Ni a un lugar de baile donde se reúne la gente joven. Un día, tal vez considerando que debía darme una explicación, me dijo riendo: —Eres tan niña... Yo soy un viejo. Los próximos años que cumpla serán treinta y tres. Para mis dieciocho... sí que me parecieron muchos, pero después me vi como inmersa en su madurez. Así empezó todo. No sé qué día, asida de su mano, me llevó allí. Ni cuándo volví. Sé que lloré y que él me consoló, y que su dulzura, su consideración, su ternura, me desarmaron, me encarcelaron. Debí preguntarle entonces qué era, qué hacía. No lo hice en el momento propicio, después jamás me atreví. Pero después, también, me di cuenta que no es que no me atreviese, es que no tenía tiempo, es que el pasado de David no me interesaba, ni el futuro tampoco. Solo el presente. Era como si pasado y futuro se compendiaran en el presente. Y aquel presente fuese suyo y mío.

Así empecé a conocer a David. El David hombre, el David amante. Me sentí llena de vergüenza. De culpabilidad. Jamás pensé que mi destino fuese aquel. Unos nacemos para dar, otros para recibir. Algunos para morir jóvenes, otros para llegar a ancianos. Yo no sé para lo que había nacido. Pero sí sé que para amar a David sobre todo y ante todo, sí. Jamás me envileció. Para él era... como una reliquia. Para adorarme, para contemplarme, para derramar sobre mí todo el caudal de ternura, consideración y iración. Yo era esa mujer. No digo esa muchacha, esa jovencita. Yo era la mujer. La mujer que se formó junto a David. Y que nadie venga a decirme por qué lo hice o cómo lo hice. Estaba hecho. Es como si mi destino estuviera cifrado, inmerso en David. Como si yo fuese él, y él yo. Nada más que eso.

No me atrevo a preguntarle por qué no me habla de su vida, de su familia, si la tiene, de su esposa, si es casado, de sus amarguras. A veces me parece un hombre lleno de plenitud, otras, de pesares. Pero tampoco yo hablo de mí. Jamás me hizo un regalo. No, nunca me rebajó hasta ese extremo. Nunca me humilló en ningún sentido, y si un día lo hace, creo que me moriré de dolor.

CAPÍTULO 5

Me la dio Mag. No conocía la letra de David, por eso la abrí delante de ella. Pero al ver la firma, la metí en un puño. Y me quedé mirando a Mag con expresión ausente, vacía, ¿absurda? —¿De quién es? Dije lo primero que me saltó a la lengua: —Un cliente. Cancela su viaje. Mag se lo creyó. Eso sí que me dolió mucho. Que Mag no me creyese capaz de una mentira y yo le estaba mintiendo. Metí la nota en el bolsillo y con mi careta seguí trabajando. Pero ya sabía la breve nota de memoria y mientras despachaba a un cliente francés a quien tenía que hablarle en su idioma, sentía que con la mente releía la carta.

Tengo que salir de viaje ahora mismo. Estaré de vuelta el jueves. Te espero a la hora de siempre. Te amo. David.

Se iba. ¿Adónde?

Tampoco podía hacerme esa pregunta. Se fue el cliente francés y Mag, que no tenía gran cosa que hacer en aquel momento, se acercó a mí. —¿Qué tal tu madre? —Va mejor. —Mira que te cayó china. Le miré censora. —¿China? —Tú con todo... Me dolió. Tanto o más que mis propias mentiras. —Yo me siento satisfecha de ayudarles a los tres. Son mi propia vida. Llegué adonde llegué por mi madre y mi padre. Lo lógico es que pague con la misma moneda. Por nada abandonaría a mis hermanos. Sin querer me había apasionado. Mag me miró un tanto asombrada. —No te pongas así —me pidió Mag—. Lo digo porque eres joven y tienes derecho a vivir. ¿Qué vives? Vejetas. Ni novios, ni amigos, ni fiestas. Eso aún me dolió más. Tuve que ocultar mi rubor. Por mucho que viviese Mag en el resto de su vida, no podría vivir... lo que yo llevaba vivido, y eso me produjo como un complejo de culpabilidad. Mag, ajena a mis pensamientos, seguía diciendo:

—Eres guapísima y da pena cómo pasas la vida. Menos mal que entró un cliente húngaro y empezó a hablar en alemán. El contraste era notorio, pero yo le salí al quite y pude defenderme perfectamente con él. Empleó mucho tiempo. Lo quise emplear yo con el fin de evitar que Mag no hurgara en mi herida siempre abierta. Cuando se fue era hora de cerrar. Mag volvió a la carga. —¿Por qué no vienes con mi pandilla? Hay un chico que está por ti. Quiere ligar. Mi pretexto. Siempre el pretexto de mi madre enferma, de mis hermanos gemelos adolescentes. —Tengo demasiadas cosas que hacer. —¿Cuándo pensarás en ti misma? Que bajo mi careta, no dejaba de pensar. Que yo no abandonaba a mi madre y mis hermanos, era obvio, pero nadie podía evitar que yo me recreara voluptuosamente en mis propios placeres personales, en los cuales iba asociado David... —Alguna vez pienso, no creas —dije al tiempo de ponerme el abrigo. —No sé cuándo. Yo no lo veo. Tal vez no vea las cosas de otra manera. No tengo madre y mi padre se las arregla divinamente con su segunda esposa. A mí me dan un cuarto, y como por ahí... Total que vivo independiente. —No tienes tanta suerte como crees —dije con ironía. Mag se echó a reír.

Era una buena chica, pero simple. —Tienes cada cosa... —Adiós, Mag. —¿Y si te recogemos por la noche? —¿Para qué? —Para salir. Mark quiere hacerte la corte. También el doctor Gil. Esto me hizo recordar que el jueves tenía que llevar a mamá a su consulta y que a la vez... no podía faltar a la cita con... David. Tal vez si pospusiera la cita con el doctor Gil. ¿Por qué no hablarle por teléfono? Decidiéndolo así, entre tanto salía junto a Mag a la calle, me despedí de aquella. —Hasta mañana. —O sea, que piensas quedarte soltera. —No. Pero mentía. De no casarme con David, y jamás de tal cosa habló David, nunca me casaría con nadie. Yo sabía que era mujer de un solo hombre. Los ligues de Mag no los concebía. Pero no se lo dije. Cada uno es dueño de su vida. Mag era tan dueña de la suya como yo de la mía.

* * *

Se lo dije a mamá al día siguiente. Otra mentira más. —Mañana me gustaría trabajar dos o tres horas más, mamá. ¿No podría hablar con el doctor Gil para que nos recibiera esta tarde? Mamá no puso inconveniente. —Si es así, ¿por qué no? —Le voy a llamar por teléfono. —Mejor. Llamé. Se puso su enfermera. —Un segundo, por favor. En seguida oí su voz. Era un hombre joven. —Dígame, señorita Hamilton. Siempre me llamaba así. Yo no tenía nada contra ese hombre. Es más, si David no surgiera en mi vida, si no me hiciera conocer el verdadero amor, estoy segura que me dejaría llevar por la corriente humana y tal vez un día me casara con este hombre, que sin duda alguna me amaba. —Mi madre me dijo que pensaba usted recibirnos el jueves —dije amablemente.

—Así es. La tengo anotada en mi libro de citas profesionales, señorita Hamilton. —¿No podría ser el miércoles, doctor? —Perdone un segundo. Voy a ver cómo ando. Colgó. Al rato sentí su voz cálida y amable: —Lo siento, señorita Hamilton. Tendrá que ser el jueves a las seis y media en punto. No sabe cuánto siento no poderla complacer. Si me hubiera llamado ayer... —Es que ayer no sabía que tenía horas extras en la oficina. Una mentira más. Él volvió a decir: —No sabe cuánto me agradaría complacerla. Lo decidí. Se lo explicaría a David cuando me llamase. Inventaría cualquier cosa para ir a verle después de la consulta con el doctor. —De acuerdo —dije— estaré ahí a las seis y media en punto. —Procuraré recibirlas tan pronto como lleguen. —Gracias, doctor. —Mauri... Era la primera vez que me llamaba por mi nombre a secas. Sentí pena. Me hubiera gustado que no lo hiciera.

Y antes de que yo pudiera responderle, añadió con voz algo ronca: —Me gustaría hablarle. —¿De mamá? Fui estúpida. Ya sabía lo que tenía mamá. Una lesión de corazón que podía descompensarse en cualquier momento. Sabía, pues, que era de él y de mí, de quien deseaba hablar el doctor Gil. —No, Mauri. De usted y de mí. No sé cómo me evadí. O, por lo menos, traté de evadirme. Porque él me cortó cuando yo inicié el: «No creo que tengamos nada que...». —Tenemos. Fue breve, conciso. Tal vez pensaba que dada mi situación económica y moral (me refiero a mi madre enferma y mis hermanos gemelos) estaba dispuesta e incluso agradecida de que él me ofreciese matrimonio. —Tengo mucho que decirle, Mauri. ¿Puede merendar conmigo esta tarde? Claro que no. No me lo perdonaría David jamás. —Lo siento, doctor, pero... —Iré a buscarla al cierre de mi consulta. —No.

Me salió como un disparo. Hubo un silencio. Intuí su asombro, su desconcierto, su... ¿decepción? —Pero, Mauri. Traté de dulcificar el acento de mi voz: —Hasta el jueves a las seis y media, doctor. —Aguarde. —Me es imposible. Le estoy llamando desde mi oficina y me reclaman en recepción. —Pero... —Hasta el jueves. Corté. Respiré muy hondo.

CAPÍTULO 6

Sabía que iba a llamar. Por eso envié a Mag a un recado. La verdad es que la envié por seis veces en la tarde, siempre temiendo que él llamara y yo me viera obligada a decirle a David que no podía acudir a la cita hasta después de las ocho. Tampoco podía faltar. Lo necesitaba tanto como él, por lo cual inventaría algo ante mi madre después de dejar al doctor y llevarle a casa. A la sexta vez que envié a Mag por un recado a nuestra sucursal del otro extremo de la ciudad, sonó el teléfono. Sonaba mil veces en el día, pero yo tenía el presentimiento de que aquella vez era él. Por eso me apresuré a levantar el auricular antes de que acudiera una de las muchachas que teníamos en la oficina. —Diga. —Ya estoy, aquí. Era su voz. Su cálida voz acariciante. —Oye —nunca pronunciaba su nombre cuando llamaba—, no puedo. Casi sentí su vibración. Y si no la sentí, porque no podía sentirla, era absurdo, la presentí. —¿Qué dices?

—Hasta las ocho. —Pero... —Debo ir al médico con... Guardé silencio. Nunca había mencionado a mi madre. —¿Estás enferma? —No. —Pero tienes que ir. —Sí. Me dolió. En lo más hondo, pero le disculpé. No podía ocurrir de otro modo. Porque me dolió que no me preguntara con quién iba, ni a qué iba. Para él, el saber que yo no era la enferma, era suficiente. —Las ocho —dijo tan solo—. Es demasiado. —Te prometo estar ahí tal vez antes. —Mauri, tú sabes... Fui yo la que le corte. —Sé. —Lo sabes por ti. —Sí.

—¿No estás sola? —Sí pero... —¿Te oyen? —Sí. —De acuerdo. Procura que sea antes de las ocho ¿Dónde puedo recogerte? —Llegaré yo sola. —Te puedo recoger. —No. —De acuerdo. No tardes más de lo indispensable. —No. —Te amo. Lo sabía. Pese a todo, a no preguntar con quién iba al médico, a no hablarme jamás de su vida, yo sabía que me quería. Y no solo físicamente. Me quería compendiando todas las necesidades, las morales, las físicas, las espirituales. ¡Todo! De eso no tenía la menor duda. Tal vez a él le ocurriese lo que me ocurría a mí. Que me conocía. Que sabía que le amaba por encima de todo. Y si éramos nosotros dos, ¿para qué mezclar a la familia, la mía que existía, la de él si es que también existía? Trabajé como un autómata.

Mag llegó casi a la hora de salida. —No tendrás adonde enviarme nuevamente, ¿eh, Mauri? Estoy rendida. —No. —Aquí tienes la documentación de ese cliente, pero resulta que esta no es la original. Es la fotocopia. La original, dice míster Miller, que la tienes tú. Claro. La tenía en mi poder desde hacía dos días, pero yo tenía que enviar a Mag fuera, para que no oyese aquella conversación. —Hoy cierra el jefe —le dije—. Tengo que llevar a mamá al médico. Ya hablé con él. —Te compadezco. Que no lo hiciese. Por encima de todo, yo me consideraba más feliz que ella. Jamás Mag podía sentir algo tan completo como lo que yo sentía. Lo mío era muy superior. Sin embargo, casi podía decirse que me moriría. La dejé con sus pequeños y vulgares problemas y yo llegué a casa al tiempo justo de pedir un taxi, ayudar a mamá a meterse en él y darle la cercana dirección del doctor Gil. Nos recibió inmediatamente. Tal se diría que toda la tarde estuvo pendiente de nuestra llegada. Sentó a mamá y después la tendió. Era un hombre rubio, de grandes ojos azules. Muy atractivo. Joven, apuesto. Pensé en David.

Un hombre vulgar y corriente. Solo por fuera. Por dentro era... distinto a todo el mundo masculino. Al menos para mí, sí. Y de eso estaba plenamente segura.

* * *

Hecho el electro a mamá y entretanto la enfermera se preocupaba de ella, el doctor Gil con su bata blanca, imponente, grave, me condujo a su despacho. —Mauri, perdone que la llame así. Asentí con un movimiento de cabeza. —Tengo que decirle algo. Ya sabía que no podía escapar. Me lo iba a decir. Y yo tendría que responderle. —Mauri... estoy enamorado de usted. Por lo visto él también era hombre que no se andaba con rodeos. —Me caso con usted cuando diga, Mauri. Respiré profundamente. Sé que me costó lastimarlo. Era bueno para mamá. Pero eso no era suficiente para mí.

—Le amo, Mauri. ¿No me ha oído? —Lo siento, doctor. Mi voz era amable, pero breve, ausente. Se notaba, y él era inteligente, que no tenía nada que hacer. Que a través de mi voz todo quedaba dicho. —Mauri, ¿me ha entendido bien? —Creo que sí, doctor —dije—. Me está usted solicitando en matrimonio. —Eso es. —Pues no. —¿No? —No le amo. —¿Es tan necesario el amor? —¿Usted no me ama? —Yo sí. —Pues imagínese que yo necesito sentirlo como usted lo siente. ¿O es que supone que por agradecimiento a la concesión que me hace, debo amarlo. —Perdón. No. —Entonces, doctor. —Mauri —me miraba fijamente—. A veces me parece usted una niña ingenua y otras una mujer muy madura. Era lo que yo no quería que él dilucidara. Que se quedara con mi ingenuidad.

Pero yo, afortunada o desgraciadamente ya no volvería a ser jamás una muchachita ingenua. Un hombre me había despertado y yo amaba locamente a aquel hombre. —Mauri... ¿No me ha oído? —Sí, doctor. —¿Y qué dice? —Lo he dicho ya. —Me refiero a su madurez... —La vida me azotó. Se aprende mucho cuando el azote da de frente. —Yo puedo evitarle esos azotes. —Es que quiero seguir aprendiendo, doctor. Se puso grave. Le vi dolido. —Me rechaza, Mauri. Asentí sin voz. —Mauri... ¿no lo pensará un poco? —No. Así, rotundo.

CAPÍTULO 7

Según pude ver después, el electro indicaba que mamá iba mejor. El doctor, como perdido en sabe Dios qué pensamientos, fue diciendo a mamá como la encontraba en cuanto a su salud. Que podía levantarse dos horas cada día durante una semana, que al cabo de aquella, él la visitaría y que tal vez un mes después podría empezar a hacer vida normal. Sé que me fui de allí llevando a mamá asida del brazo. Pagué la consulta a la enfermera y ya en el taxi de regreso a casa conversé con mamá a media voz, como si mi mente se hallara inmersa en no sé qué cosas y en qué sitios. —Pareces nerviosa —me dijo mamá. Mamá me conocía mucho. Pero no todo lo que debiera conocerme. En los momentos más críticos de mi vida, mamá se hallaba enferma, y yo, podía decirse, escapé a su penetración psicológica. Fue el momento en que la intuición de mi madre pudo verme por dentro. Pero en aquel entonces mamá tenía por fuerza que verse a sí misma dada su enfermedad. —Las consultas de los médicos —le dije a modo de explicación— me ponen fuera de mí. No me agradan en absoluto. Pero voy contenta. Estás casi bien. —No sabes cuánto lo deseo, Mauri. Me necesitáis mucho. No tengo derecho a sacrificarte así. Necesito ayudarte. Tú no tienes tiempo ni siquiera para cultivar amistades. Entorné los párpados. —Hemos llegado, mamá —miré mi reloj de pulsera—. Son las siete y media.

—Oh, sí, es tarde. —Yo... iré hasta la oficina. Me miró desconcertada al tiempo de bajar del taxi. —¿Ahora? —He dejado algunas cosas pendientes. —Pero... —Volveré en seguida, mamá. Ya previendo esto, le dejé todo dispuesto a Yuli. Ella te ayudará a desvestirte y meterte en la cama y te servirá la comida. —Mauri... trabajas demasiado. De nuevo oculté el rubor de mi rostro. —Me agrada —dije. Y pensé que tal vez, por cualquier cosa, mamá tuviera que comunicarse conmigo y podía ocurrir que el guardián de la oficina le dijera que aquellas habían cerrado a las seis y no se abrían hasta el día siguiente a las nueve, y que no había nadie del personal trabajando. Por eso decidí acompañarla hasta el piso y una vez en él, le diría que me iba a trabajar con el jefe. —Te acompaño —le dije. —Mauri... me da la sensación de que estás muy inquieta. ¡Madre mía tenía que ser! ¿Qué cosa en su totalidad, pasa inadvertida para una madre amante como la mía? Me sentí culpable y mezquina, y pensé, como si cruzara un relámpago por mi mente, por qué tenía yo que ocultar mis amores con David. —Mauri, ¿lo estás?

—Estar... ¿qué, mamá? —Inquieta. —No. Ni por ti —mentí—. Ya estás casi bien. —Antes eras más alegre. —¿Antes? Y estuve a punto de añadir gritando: «¿Cuándo?» Pero apreté los labios. Mamá se perdió en el ascensor y yo detrás, apreté el botón. —Cuando yo estaba buena —añadía mamá dolida—. Sin duda alguna mi enfermedad te hizo reconcentrada y recelosa. —No, mamá. ¡Qué disparate! El ascensor se detuvo y yo ayudé a mamá a meterse en casa. —Iré a trabajar, mamá. Una o dos horas tan solo. ¡Yuli! —llamé. Los dos gemelos aparecieron en el pasillo. —¿Qué hay? —gritó Yuli. —¿Cómo te encontró el médico, mamá? —preguntó Max. Ambos abrazaban y besaban a mamá entre tanto esperaban mi respuesta. —Mamá se encuentra mucho mejor —les expliqué y mirando a Yuli con mal disimulada ansiedad—. Yuli, ya tienes todo dispuesto en la cocina. Yo tengo que salir. He dejado algo a medias y el jefe me pidió que fuese a ayudarle. No sé si lo haré en la oficina de la agencia de viajes, o en su casa. De todos modos ya os lo diré al regreso. —Vete tranquila —le decía Yuli como si fuese una mujercita responsable—. Yo me ocuparé de todo.

—¿Tardarás mucho en volver? —me preguntó mamá. Le ayudaba a acostarse. No podía irme dejándola levantada porque era muy capaz de meterse en la cocina a ayudar a Yuli. —Tú tranquila, mamá. Vendré tan pronto pueda. Pero no te preocupes por mí. —Es que me preocupas, Mauri. —¿Te... preocupo? —Sí. No sales con amigos. No te diviertes. No tienes novio... Yo quisiera que pudieras hacer una vida como las demás chicas de tu edad. —Calla, calla —le dije entre sofocada y culpable—. Calla, anda. Tengo tiempo. Soy demasiado joven.

* * *

No sé cuándo me fui de allí. Ni cómo recorrí el trecho que me separaba del subterráneo. Ni en la esquina que me metí. Hacía frío. Me arrebujé en mi abrigo oscuro. Me lo crucé en el pecho como si así ocultara todas mis palpitaciones, que no eran pocas. Un día, no sé cuándo, tendría que hablarle a David de mi familia. De que no podía seguir ocultándome. Sé que salí del subterráneo tiritando y que me metí en aquel lujoso portal y

apreté el frío hierro de la pequeña llave. Nunca sentí una sensación tal. Me parecía que todo Londres me perseguía. Que un día cualquiera, tal vez en aquel momento, Yuli aparecería ante mí y me miraría como si yo fuese una condenada. Que mi pequeño hermano Max, con sus doce años, digno, firme, ya como un hombrecito, me apuntaría con el dedo, y que mamá se postraría a mis pies aullando de dolor y humillación. Y también creí ver al doctor Gil, censor, duro, frío... Pero pese a todo cuanto pensaba no se me ocurrió dar la vuelta. No podía. Pensé en la primera vez que había ido allí. Y sentí la sensación de que el suelo se iba de mis pies y que me derrumbaba en el ascensor. Pero no me había derrumbado. El pequeño espejo del ascensor me devolvió mi propio rostro. «Eres muy bella.» Me lo había dicho el doctor Gil... Imaginé mi vida junto al doctor Gil. Una vida apacible, una vida segura. Un amor tranquilo... Un hogar lleno de hijos. Me cubrí la cara con las manos. Lo humano, lo razonable, sería que yo me casara con el doctor Gil.

Pero jamás podría hacerlo. ¡Jamás! Pasara lo que pasara, yo tenía que ir en aquel ascensor y llegar al sexto piso y entrar. Entonces, sí. Entonces lo olvidaba todo. Metí la llave en la cerradura. Di la vuelta y entré. Una luz tenue partía de alguna parte. De la salita sin duda. Iluminaba apenas el hall y al pasillo. Un hall y un pasillo moquetado en rojo. La luz era verdosa. Los cuadros buenos. La lámpara de puro cristal... —Mauri... Era su voz. Una voz que hacía vibrar cuanto de sensible había en mi ser. Me quité el abrigo. Sé que lo vi en seguida. Estaba en mangas de camisa. Vestía un pantalón de tonos grisáceos. Le vi avanzar hacia mí erguido y firme. No era hermoso, pero sí lleno de masculinidad. Yo sentía en mí aquella masculinidad aun sin que me tocase. —Al fin —me dijo. Su voz era una caricia. En un segundo pensé cuándo y cómo me había ofendido David. Nunca. Jamás. Me respetaba siempre. Me adoraba. No había en el mundo otro ser llamado

mujer que tuviera para él mayor valor que yo misma. —Estás aquí —me susurró. Me tomó en sus brazos. Sentí sus besos en mi boca. ¡Sus largos besos! Sé que levanté los brazos y le rodeé el cuello. Debí contarle, así, pegada a él, por qué había tardado. Lo de mi madre, lo de mis hermanos. Pero no lo hice. Tampoco él me preguntó. Empezó a decirme cosas. Aquellas cosas que me enajenaban. Me llevó con él y me quedé allí quieta como si fuese una cosa. —Te eché de menos —decía en mis labios—. Mucho. Hasta rabiar. Hasta morir... Hasta no poder más. —Y yo... —Dime, dime todo lo que hiciste. O, no, no me digas nada. Solo esto, esto... Esto, eran sus besos y sus caricias. Me quedé tan quieta, que él me dijo: —¿Estás muerta? Y reía. Reía en mis ojos. Yo le miraba como si en el mundo no hubiera nada igual.

Ni nada que llamara mi atención. Solo él. Debió de pasar mucho tiempo. No supe cuánto. Mucho, sí, mucho. Pero a mí me parecía que solo había pasado un minuto. Tenía el reloj en mi muñeca y hube de mirarlo —Oh...

CAPÍTULO 8

Me ponía el vestido. —Deja, yo te ayudo. —Es tarde... —¿Qué importa la hora? —Mucho, David. Me sentía sofocada. Eran las nueve y media. —¿Por qué tienes tanta prisa? Era la primera vez que me hacía una pregunta tan directa. —Porque tengo una familia. —Ah. Y se quedó mirándome largamente. —¿Exigente? —Como todas, ¿no? —Según —reía. Parecía que reía algo nerviosamente—. Da igual. Mañana vendrás, ¿no? —No. —Mauri... no puedes hacerme eso. —Me duele tanto como a ti, pero es imposible.

—Me marcho de viaje pasado mañana. Estaré fuera un mes. Me estremecí. —¿Un mes? —Sí. Era el momento en que yo debía preguntarle a él. Pero no lo hice. No sé por qué tuve miedo. Pero sentí que en mi lengua se amarraba un interrogante. ¿Tienes esposa? Esa era la pregunta que yo debía de hacerle. Pero no la hice. En cambio, me lamenté, profundamente afectada. —Un mes entero... ¿estás seguro? —Por supuesto. Asuntos de negocios. No sabía ni que los tenía. —Me pondré el abrigo —dije. Pero él me asió por los hombros y me apretó en su cuerpo. —Un poco más, Mauri. —No... no puedo. Pero también me arrebujaba contra él. Sentí que sus labios buscaban los míos y que yo abría mi boca bajo la suya. —Me va a parecer que esto se muere, Mauri. —Llámeme cuando regreses.

—Aguarda. Aguardé pegada al quicio de la puerta de la alcoba. —Nunca me preguntas nada, Mauri. Pero contra todo lo que yo pudiera esperar, él fue hacia el mueble y abriendo un cajón extrajo una pequeña caja. —Toma —dijo—. Es para ti. No me atrevía a tocarla. —¿Para mí? —Sí. Te lo he traído de mi viaje. Aquel objeto temblaba en mis manos. ¿Lo abría? Yo no le daba mi amor a cambio de regalos. Lo mío estaba muy por encima de todo egoísmo. Lo mío, pensara lo que se pensase, era tan puro como el amor, y mi amor estaba lleno de dádiva, pero nunca de egoísmo. —Ábrelo, Mauri. —¿Qué es? —mi voz se ahogaba. —Tú verás. —¿Por qué, David? —¿Por qué... qué? —Me haces esto. —Pero, Mauri, es un regalo.

No abrí la cajita. Fui hacia el tocador y saqué una flor del búcaro. La apreté en mis dedos. —Esto, sí —dije—. Eso, no. David se echó a reír. Abrió él la caja y me mostró un brillante. —Es para ti. Dame tu mano. Te lo pondré yo mismo. —No —grité apenas. —¿Qué dices? —Eso no. ¿Qué pagas? —Mauri. Iba a llorar. Yo, que detestaba el llanto, iba a llorar. —Mauri —decía David desconcertado—. No te comprendo. Te hago un regalo... ¿por qué no lo aceptas? —¿Quieres ofenderme? —Mauri... Mauri, aguarda. No trato de comprar nada. Pero tengo que hacerte un regalo. —No me hieras —le grité. Él intentó alcanzarme, pero yo ya iba escaleras abajo. Aún sentía su voz. —Mauri, Mauri... no seas niña. ¡Un brillante!

¡Oh, no! ¿Era eso yo para él? ¿Un beso, un amor, una entrega por un brillante? No sé cómo llegué a casa. Sé que fui caminando y que a las once entraba, como beoda, en el portal de la casa de mi madre.

* * *

Los dos gemelos estaban en el pasillo como esperándome espantados, como diciéndome con sus enormes ojos, «te ha ocurrido algo». Yo intenté esbozar una sonrisa y llevé los dedos a la frente. —Estoy cansada. —Mamá preguntó por ti varias veces —siseó—. Le dijimos que habías llegado. —Ah. —Ahora se ha dormido. Max se acercó a mí. Pese a sus doce años era aún más alto que yo. Me dijo al oído: —Han llamado seis veces en menos de diez minutos, Mauri. —¿Quién... era? —pude preguntar. —No contestó nadie —siseó Yuli. Los besé. Creo que nunca los besé con mayor ternura. —Iros a la cama —les pedí—. Andad, idos...

—Pero... ¿te ocurre algo? Estás muy pálida. Me ocurrían un montón de cosas. Pero ellos no podían comprender jamás qué cosas eran aquellas que me ocurrían. —No, nada —dije—. Marchaos. Mañana tenéis que madrugar. Yuli me siseó al oído: —Tienes la comida en el horno de la cocina. Para comida estaba yo. —Mamá —me decía Max a media voz— querría que llamásemos a la oficina de la agencia. Temía que te ocurriera algo. —Por eso le hemos dicho que ya habías llegado —le ayudó Yuli. Les miré largamente. Volví a besarlos. —Habéis hecho bien. —¿Sería tu jefe quien te llamaba? —Posiblemente. Es que... vine caminando. Tal vez... haya hecho algo mal o haya dejado algo sin hacer. —Pero bien pudo responder. Sí, y bien podía David preguntar alguna vez quiénes eran aquellos niños que se ponían al teléfono cuando él llamaba. Y por qué había ido al médico, y con quién había ido. Sacudí la cabeza. —Buenas noches —les dije a los gemelos.

Se fueron. Me quedé envarada en el pasillo y paso a paso me fui a mi cuarto. En seguida sonó el teléfono. Solo una vez, porque antes de que sonara la segunda, ya lo tenía yo en mi mano. Me cerré en el cuarto tirando del cordón. —Diga. No sonó su voz en seguida. Pero noté su respiración. Era agitada. —Mauri... —Sí. —No te entiendo. —No debes llamar aquí. —Tú me diste el teléfono. Era el momento. Podía preguntar: «¿Quién se pone cuando te llamo y tú no estás? ¿Quiénes son esos niños? ¿Acaso tus hijos?» ¿No era lo natural? Pues no. —No te comprendo —dijo tan solo. —Perdóname.

—Es que debes explicarme tu reacción. No sabía si quería explicársela o callarme. No sabía ciertamente qué decirle.

CAPÍTULO 9

—Mauri... Su voz era cálida, profunda. —Sí, David. —¿Por qué? —Lo mío por ti... está muy por encima... de un regalo. —Pero es absurdo. ¿Es que me vas a privar de hacértelo? —Regálame una flor. La que yo he cogido... Eso... no. —No te entiendo. Por más que lucho por entenderte, sobre ese aspecto no te entiendo. —Me ofendes. —¿No entendiéndote? —Intentando... comprar mi amor. —Pero... ¿qué cosas piensas? ¿Por qué eres tan niña? —Soy mujer y tú lo sabes. —Mauri, Mauri, no se puede ser así. No se debe ser. Yo quiero que tengas algo mío. —¿Y no lo tengo? —Algo visible, algo tangible. —¿Es que tu amor por mí es tan frágil? ¿Está tan oculto?

—Mauri, Mauri..., empiezo a no comprenderte o comprenderte demasiado. No quiero venerarte así. Necesito ver la parte humana de todo esto. —Así, no. —Pero, Mauri. —No. —Estás completamente cerrada a todo entendimiento. —Si es por eso, por supuesto. —Tenemos que vernos. —Mañana imposible. —Pues no me iré. —¿Es que puedes dejar de irte... cuando se te acomode? Noté su indecisión. Después su voz sonó apacible, como cansada. —Tenemos que hablar. Creo que nunca hemos hablado de nosotros dos. Nos hemos tomado por los pelos, como quien dice. Hay que ahondar. —¿En los sentimientos? —No —se enojó otra vez—. En esos hace tiempo que penetramos. En los porqués. No respondí. —Mañana iré a buscarte. —A la agencia, no. —¿Y por qué no?

—¿Desde cuándo no te importa que te vean conmigo? Otra vez noté su desconcierto. —Lo hago por ti. Claro. Eso me suponía. Pero... por mí, ¿por qué? Yo era libre. —Ven mañana a verme, si no quieres que vaya a buscarte a la salida. —Nos veremos en Royal. —Eso está muy lejos. —Es donde nos vemos cuando no voy a tu casa, ¿no? —Estás distinta. Estaba herida. Por el brillante, mucho. Y él debió de entenderlo al fin, porque dijo bajo, con aquella ternura suya conmovedora: —Toma un taxi y yo estaré esperando en Royal. Sin el brillante, por supuesto. —Gracias. —Cómo eres. —Así... así... como soy y nada más. —Te iro, Mauri.

—Hasta mañana. —Hasta mañana, pequeña puritana. Empujé la puerta y colgué el auricular en el soporte. Después, tambaleante, me fui a la cama. No sé ni cómo me desvestí. Me parecía sentir la presencia de David en todo el cuerpo. Me derrumbé en el lecho. Me oculté entre la ropa, y lloré. Sí, por primera vez, lloré. Y pensé que un día u otro David tendría que hablarme de él. De quién era, lo que hacía, qué lazo le unía a cualquier otra persona que le impedía verse libremente conmigo.

* * *

Viví en vilo toda la mañana. No sé cuántas veces intentó Mag contarme sus cosas. Nada tenía importancia para mí. Mag y yo no hablábamos el mismo lenguaje. Para mí el amor era un sentimiento puro, aun con todo lo impuro que llevaba en sí, yo lo consideraba indescriptiblemente puro, precisamente por ser tan sano y tan verdadero. Ni dinero, ni egoísmo de ningún género por el medio. La persona, los sentimientos de la persona y nada más.

Eso al menos, era lo que yo sentía, No es que fuera una trágica a lo Julieta. Ni tan romántica como para morirme de amor, como ella murió. No. Era humana, razonable y lógica. Pero mientras amase y estuviera vivo el ser amado, para mí no había términos medios. O todo o nada y si David me demostraba lo contrario, dejaría de amarlo y venerarlo estoy segura. Pero daba la casualidad, ¡bendita casualidad! de que para David, su amor por mí, o mucho me equivocaba yo, o era bien parecido al mío. Por eso yo no podía itir un regalo costoso. Algo que pudiera yo pensar que compraba mi ternura. Nada más que eso. ¿Que yo estaba equivocada? Mientras no me demostraran lo contrario, no tenía yo porque dudar de los demás ni poner en tela de juicio mi supuesta equivocación. A la hora de salida procuré esquivar a Mag. Sus vulgaridades me cansaban. Y pensé, dentro de mi lógica humana, que tal vez para Mag no fueran vulgaridades, sino novedades y hasta sentimientos como templos. Como mis hermanos estaban medio pensionistas debido a la beca que ambos tenían ganada aquel año, una vecina se ocupaba de atender a mamá de vez en cuando en la mañana. De modo que llegué y me topé con la vecina que salía de mi casa. —Se encuentra cada día mejor —me dijo Mildred—. Puedes estar tranquila, Mauri. —Gracias, Mildred. —Fíjate que pretende levantarse, y yo le dije que entretanto no llegaras tú, no se lo permitiría.

—El doctor Gil le dio permiso para levantarse dos horas diarias, pero prefiero que lo haga estando yo —le dije a la vecina—. De todos modos, gracias, Mildred. Entré en la casa. Mamá me llamó en seguida. —Mauri, ¿eres tú? —Sí..., mamá. Me personé en el cuarto. Me acerqué al lecho y la besé por dos veces. —Tienes los labios fríos —me dijo mamá. Y el corazón. Lo tenía todo. Tal se diría que me sentía aterida. —Es que hace frío en la calle —le dije para disculparme. Me fui a separar, pero mamá me detuvo. —¿Te sientes bien, Mauri? —¿Bien? —distraída—. Claro... por supuesto. Mamá dijo con suavidad: —De un tiempo a esta parte, te noto en vilo. Hoy estás pálida —y tras un silencio que no interrumpí—. ¿A qué hora llegaste ayer? ¡Cuánto me dolía engañar a mamá! —A las diez y media —mentí, calculando in mente la hora en que mis hermanos gemelos le dijeron a ella que yo ya estaba dormida. —Tarde. ¿Por qué los jefes te obligan a trabajar así?

—Soy... la única que conoce el francés y el alemán, mamá. —Claro, sí —itió mamá con aquella voz suya tan suave—. Además ganas más que las otras chicas. Por algo será. Mauri, me alegro que pueda verte a solas. Que los gemelos no estén en casa. Unas veces por una cosa y otras por otra, casi nunca hablamos solas las dos. —Mamá, tengo que preparar tu comida y la mía. —La tienes casi preparada, Mauri —me dijo—. Siéntate aquí. Sí, aquí en el borde de mi lecho. Después, cuando hayamos hablado algo..., me levantaré y me iré contigo a la cocina. —Mamá... —Por favor, Mauri. La adoraba y me dolía hacerle daño y más me dolía aún engañar a un ser tan puro, tan íntegro como mamá. Me senté pues, y me expuse a ser juzgada, cosa que no creía tan fácil, puesto que no sabía nada de mi vida fuera de casa, o a ser escudriñada y sopesada. Pero mamá no iba a hablarme de eso. ¡Qué sabía ella! —El doctor Gil te ama. Era eso. No pude por menos de sonreír. —Mamá —dije con acento que hasta me salió jocoso—. El doctor Gil es muy bueno, pero a mí no me gusta.

CAPÍTULO 10

Noté que mamá se interesaba sinceramente por el doctor Gil y los sentimientos que yo pudiera abrigar acerca de él. Y noté asimismo que mi modo de decir aquello la disgustaba. Se incorporó un poco y me miró censora. —Yo no tengo salud, Mauri. Lo sabía. —El hecho de que tú estés un poco delicada —dije con la mayor ternura posible — no me obliga a mí a casarme, mamá. —El doctor Gil es todo un caballero. —Nunca lo discutiré y si me lo permites, lo ito, pero también es un hombre, mamá, y el hombre en sí a mí no me atrae en absoluto. —En esta vida hemos de ser lógicos, Mauri —la voz de mamá vibraba un poco. —Por ser tan lógica jamás me casaré sin amar al hombre con el cual decida compartir mi vida. No tengo nada en contra del doctor Gil. Me parece un joven excelente, pero de eso a enamorarme de él, media un abismo. —Por eso te pido lógica. El amor, y te habla una persona que ha vivido y ha sufrido y ha amado, no es lo que tú supones. No grité. Pero en aquel instante sentí que todas las cuerdas de mi garganta se abarrotaban para contener el grito, que imperioso hubiera deseado salir de mi boca. «Sé lo que es amar. Sé lo que es amar con locura, más que tú y que todas las mujeres juntas de este mundo.»

Me contuve. —El amor nace de la convivencia, Mauri. Del trato, de la comprensión. Todo lo demás son novelerías. Yo no era novelera. Yo jamás en toda mi vida leí una novela de amor. Libros de texto, muchos, de amor ni uno. No sentí en mi corazón más que un palpitar, pero mis sienes también palpitaron cuando vi a David, y mis pulsos y todo mi ser se llenó de él. —Mauri... no sé lo que estarás pensando, pero te brillan los ojos de una forma muy rara. Me contuve. —No hablemos más de amor ni del doctor Gil, mamá. Te ayudaré a levantarte. Vi su rostro compungido. Me dio lástima. Por eso intenté tomar a broma el brillo de mis ojos y el amor que, ella decía, sentía por mí su médico. —Verás como es tan romántico que espera a que crezca Yuli, mamá. —¿Qué dices, loca? Estaba sangrando por dentro. Tenía ganas de llorar, pero no podía hacerlo. Así que continué bromeando. —Yo soy aún joven —dije—. Y él también lo es. Al no corresponder yo a sus sentimientos, ahí viene Yuli creciendo. Va a ser una chica preciosa. —Mauri… me estás pareciendo tonta. No lo era. Y mamá lo sabía.

—Te ayudaré a levantarte. —Mauri... ¿estás enamorada de otro hombre? —No. Lo dije con firmeza. Con mi careta. —Si no estás enamorada de otro, podrás amar algún día al doctor Gil. Sería un buen amparo para tus hermanos y para ti. Me dolió eso. Que el amor en boca de mamá fuera tan poca cosa, me irritó. —¿Tan bajo lo tasas, mamá? —¿Tasar qué? —El amor. —Pero, Mauri, no te entiendo. ¡Claro! Tal como yo sentía el amor, ella no podía entenderlo. —Jamás me casaré por mejorar mi situación económica, mamá. Ni por amparar a mis hermanos —dije con firmeza y entonces no fingía—. Si tengo que trabajar para ellos, trabajaré toda mi vida, pero no a costa de malvender mis sentimientos y mi cuerpo. ¿Está claro, mamá? —Pero si tú no has amado nunca, ¿qué sabes cómo se debe y se puede amar? —No es que se deba, mamá. Es que se ama o no se ama y así... ¡no! ¿Quieres levantarte? Debió notar mi tono duro porque yo misma me percaté de ello, por lo cual dulcifiqué mi acento inmediatamente.

—Perdóname, mamá. Debe de ser que al ser tan joven aún sueño... Mamá no dijo nada. Obediente se levantó y la llevé del brazo hasta la cocina. Comimos juntas. Hablamos de cosas sin importancia y cuando de nuevo la llevé a la cama antes de irme a la agencia de viajes, mamá me agarró la mano, me la apretó mucho y me dijo: —Perdóname. Eres una soñadora. Yo... tengo tanta experiencia, he sido feliz y desgraciada y sé lo que te conviene. Pero tal vez... también me equivoque. —Gracias, mamá. Le diré a Mildred que venga a verte cada dos horas. —Es lo que quisiera evitarte. Tanto trabajo. Tantas molestias. Quisiera que un día hallaras un hombre como el doctor Gil, que te evitara irte de casa todos los días. Me entiendes, ¿verdad? —Sí, mamá. —De todos modos, te ruego que pienses alguna vez en el doctor Gil... Mamá era así. Una de cal y otra de arena. La besé muchas veces y después me fui. Pero al llegar a la puerta regresé y escribí una nota a Yuli. La dejé sobre el tocador y volví al cuarto de mamá. —Seguramente trabajaré hasta tarde, mamá. Ya le dejo escrito a Yuli lo que tiene que hacer. —No tardes mucho. —Vendré hacia las nueve... Me fui al fin. Tenía una cita con David, en Royal.

* * *

Fue sorprendente para mí encontrarme con el doctor Gil a la salida de mi casa. Él vivía unas manzanas más abajo y comprendí nada más verle, que me esperaba. Era un hombre apuesto, ya lo he dicho. Y de no existir David en mi vida, tal vez yo aprendiera a amar a aquel hombre. Correcto y cortés, tan en su papel de señor, se acercó a mí con la mano extendida. —Mauri... ¿cómo está su madre? —Muy bien —le dije. —¿Tiene prisa? —Pues sí. Voy al trabajo. —La llevo en mi auto. Yo voy en esa dirección. Me ofreció la portezuela de su auto abierta y subí sin un titubeo. Él dio la vuelta al vehículo y tras sentarse al volante me espetó. —Mauri, ayer no pudimos hablar tranquilamente. —Pero nos lo hemos dicho todo, doctor —dije sin alterarme. —No todo. Por ejemplo no le dije que yo estoy dispuesto a esperar lo que usted diga. —¿Esperar? —A que usted aprenda a amarme.

—Doctor... —Llámeme Miguel. Ese es mi nombre. —De acuerdo, Miguel. Le diré que tal como yo entiendo el amor, no creo que la espera tenga mucho que ver con la realidad. —No la entiendo. —Que se ama o no se ama. —Se aprende a amar, Mauri. —Usted sabe que no, doctor. —Yo la iro mucho. Por su forma de comportarse con su madre, por su cultura, por su inteligencia, por su belleza... Yo soy un hombre honesto, trabajador. Podría ser un buen marido y un buen padre de familia. ¿No es eso suficiente? —¿Para usted lo es? —Sí, porque la amo. —La diferencia es esa. Yo entiendo que es usted, como usted mismo dice, honesto, honrado, trabajador, y no dudo que sería un buen marido y un excelente padre de familia, pero es que yo no le amo. —Aun teniendo en cuenta que soy un hombre que le conviene. —¿Y por qué supone que me conviene usted? Noté su desconcierto y su apuro, por haber metido, lo que se dice vulgarmente, la pata. —Perdone. —Está perdonado. Pero si bien usted cree que me conviene, a mí me parece por el contrario que no. Yo no taso los sentimientos por las necesidades. O se es valiente, o se es cobarde. Y yo soy valiente. No me mire así. Soy de las que prefiero llegar a vieja trabajando, que casarme solo porque un hombre

económicamente me convenga. O soy íntegra o no lo soy, y si bien tengo montones de defectos, en cuanto a mis sentimientos soy lo más íntegro que existe. —Mauri... la iro mucho. —Pues yo a usted le iraba más ayer que hoy. Lo siento. El auto se detenía ante la agencia. —Aún le doy tiempo para pensarlo. No respondí. Agité la mano y me dirigí directamente a la puerta de la agencia que ya estaba abierta. Estuve toda la tarde de muy mal humor. A las seis en punto pedí ver al jefe y le dije que tenía que irme, que si no le importaba cerrar a él. —De un tiempo a esta parte siempre tienes prisa —refunfuñó. Me daba igual. Sabía que me necesitaba en su agencia. Que una bicoca como yo no iba a encontrarla así como así. Pagaba bien, pero suplía a seis empleados yo sola y eso él no lo ignoraba. —Vete ya —me dijo—. Cerraré yo. Me fui. Cuando llegué a la gasolinera vi a David. Estaba sentado en nuestro rincón...

CAPÍTULO 11

Se levantó nada más verme. Yo pensé que si volvía a poner en mi mano aquel brillante, me sentiría la más desgraciada de las mujeres, la más humilde, la más absurda. Pero lo que David tenía en la mano era una flor roja. —Hola —susurró. Y al acercarse a mí más y más, sus labios rozaron mi mejilla. Después se enderezó, me asió del brazo, me llevó a aquel rincón perdido entre ventanales cubiertos con cortinas, y me ofreció la flor. —Para ti —dijo—. Es mi homenaje. Me reía. Sentía en mí una alegría íntima, indescriptible. En aquel momento no me acordaba de la vanidad de Miguel Gil, ni de la enfermedad de mamá, ni de mis dos hermanos gemelos. Solo pensaba en David, en que estaba allí conmigo, en que tenía un viaje previsto y lo había propuesto por mí. —Es preciosa —dije, y la puse en mi pecho. —Me da ganas de besarla. —Loco. —¿Qué tal? ¿Te pasó el mal genio? —Lo tengo, ¿sabes?

—Sé —reía mirándome—. Sé. Lo sé todo de ti. Creo que ya lo sé todo. Lo mío personal, sí. Sabía cómo amaba cómo besaba, cómo acariciaba, cómo quería. Pero... ¿qué más cosas sabía? ¿Sabía que tenía una madre enferma? ¿Unos hermanos de doce años, gemelos, que tenían ganada una beca? No. De eso estaba segura. Tampoco yo sabía nada de él, excepto de sí mismo. Y nos habíamos reunido allí para hablar de ambos, y noté que, como otras veces, no nos iba a quedar tiempo para nada que no fuese nosotros mismos, nuestros sentimientos y todo lo que pudiera relacionarse con el amor que nos unía. Siempre hablábamos. Y aquella tarde, después de decirnos un sinfín de cosas que se dicen todos los enamorados, me asió de la mano, me la apretó mucho y me dijo muy bajo: —No puedo dejar de irme mañana. Estaré un mes fuera. Te llamaré. —A casa, no. —¿Por qué no? —Tendría que dar explicaciones a mi familia. Esperaba anhelante que me dijese: «Pues dáselas». Pero en cambio me dijo: —Entonces te llamaré a la oficina. —No siempre estoy sola. Es decir, casi nunca lo estoy. —De todos modos nadie te privará de contestar una llamada telefónica personal. —Eso, no. —Pues te llamaré. ¿Vamos?

Sabía adónde me llevaría. Pero aquella tarde yo no podía. Se lo dije. Me miró desolado. —Pero... ¿hasta dentro de un mes? —Sí. —No puede ser, Mauri. Es demasiado. —Ven... antes. Le pedía por primera vez algo concreto. Tiró de mi mano y me levanté. Salimos juntos. Casi a la vez uno por cada lado, subimos al auto sin decirnos nada. Los dos sabíamos adónde íbamos. Sé que apretó mi mano mientras con la otra conducía. Era tal su delicadeza, tal su ternura, que me sentí con unos deseos enormes de llorar. Y de repente, sin soltar mi mano, dijo: —Vendré tan pronto pueda. Era una contestación tardía, pero efectiva. —Te lo prometo —corroboró. Yo sentí como si algo se me anudara en la garganta. —Gracias —dije.

Eso fue todo. Y todo lo que íbamos a hablar de los dos, se quedó en nada. Ni él lo intentó ni yo lo intenté. Tampoco me dio el brillante. Besos sí, toda su consideración y sus besos hondos que se posesionaban de mí como si el alma misma fuese en ellos. Me separé de él a las nueve. Jamás le comprendí como entonces, y jamás supe lo mucho que él me comprendía a mí. Así nos despedimos. Y así supimos los dos que nuestro amor estaba por encima del deseo y de todo lo material. Éramos uno del otro con el espíritu y con todos los sentimientos inmersos en ellos. —Vendré tan pronto pueda —me susurró al oído. Me apreté contra él. Jamás necesité nada ni a nadie como a él, y David lo sabía. —Por eso te prometo que vendré cuanto antes. Sé como me necesitas y cuanto te necesito. Me fui a casa como beoda. Nunca había tenido una prueba de amor como aquella que David me dio aquella tarde.

* * *

Max me lo dijo a las ocho, cuando ya se iba a clase en compañía de Yuli.

Me lo dijo con cierto asombro pues fue él quien respondió a la llamada telefónica. —Es un hombre. Me estremecí. ¿Qué le ocurría a David? Porque no podía ser otro. Es decir, sí podía. Podía ser mi jefe, pero yo intuí, no sé por qué, que era David. Max tenía el auricular en la mano y me miraba como interrogante. —Será mi jefe —dije. Y así el teléfono. Los dos, Yuli y Max seguían allí y yo tenía miedo, hasta de pedirles que se fueran. No se fueron. Me miraban. —Sí. —Estoy en el aeropuerto... Me mordí los labios. ¡Tenía tanto que decirle! ¿Por qué? David jamás me pidió que me lo callase. Solo notaba que no me llevaba por sitios públicos, que evitaba salir conmigo por la calle, que me metía en el auto y nos íbamos, o a su apartamento o de paseo hacia las afueras. Luego, entonces, es que no deseaba que me viesen con él. ¿Por qué? —Sí. Solo podía decir eso.

—No estás sola... —dijo sin preguntarme. —No. —Me lo suponía. Podía preguntarme quién era el niño (porque voz de niño tenía aún) que había recogido la llamada. Pero no. Solo dijo: —¿Cómo estás? —Bien. —Mauri... te quiero. Lo sabía. Me mordí la lengua para no responderle igual. Pero aún tenía allí a los dos gemelos mirándome interrogantes. Tapé el auricular y dije: —Es un amigo. Como si no dijera nada. Se diría que los dos estaban más pendientes de mí de lo que yo suponía o sospechaba. Allí siguieron tiesos como postes. Entonces yo destapé el auricular, dije: —Feliz viaje. —¿Solo eso? —Comprende.

—Sí. —Te echo de menos. —Lo sé. —¿Tú... a mí? —¿No lo sabes? —Entonces... —Tenía que oírtelo decir... —No puedo... hacerlo. —Ya. —¿Qué... más? —¿Siguen oyéndote? —Sí. —Te llamaré a la oficina. —¿Hoy? —Sí, desde París. Iba a París. Era todo lo que sabía de su viaje. —Bueno —dije. Y mi voz tuvo como un convulso temblor. Volví a tapar el auricular. —Max, Yuli, llegaréis tarde. No se fueron.

Sin duda alguna esperaban que colgara para preguntarme quién era. —Lo siento. —¿Qué dices, Mauri? —me preguntaba David. —Lo siento. Eso he dicho. —Ya. Adiós, Mauri. Te llamaré desde París. Te quiero... Sentí un chasquido. Yo también colgué. Max y Yuli avanzaron hacia mí. —¿Tienes amigos? —me preguntó Yuli ilusionada—. Eres poco expresiva con ellos. —Idos a clase y dejaras de hacer preguntas. —¿Un ligue, Mauri? —Pero, Max... —Perdona. ¡Es que deseamos tanto que tengas novio! Se fueron al fin. Les comprendí. No era curiosidad, era, más bien ansiedad por mi felicidad. Lo que ellos consideraban mi felicidad...

CAPÍTULO 12

Me llamó varias veces en aquellos veinte días. Soporté alguna otra declaración del doctor Gil y la curiosidad de Mag en muchos aspectos, y las recomendaciones de mamá. Pero yo solo vivía pendiente de las llamadas de David. Las hacía a la oficina. No tenía hora fija. Unas veces por la mañana, otras por la tarde. Algunas veces podía ponerme yo, otras no estaba y me daban el recado a mi regreso. —Te llamó un señor. Casi siempre era Mag la que me daba el recado. —¿Quién dijo que era? —Un cliente. —Ah. —Un tal Morton —me dijo un día. ¿Morton? ¿David se apellidaba Morton? ¿O era realmente un cliente el que había llamado? Cosa rara en mí, o escrúpulos tontos. Cuando al fin me llamaba David y yo me encontraba en la oficina, no me atrevía a preguntarle si él era David Morton. Una noche al llegar a casa, Max me dijo:

—Acaba de sonar el teléfono. —Ah. —Pero, como hacen tantas veces, colgaron sin responder. —Habrá sido una equivocación. Yuli, que andaba liada con las ciencias, levantó la cabeza y dijo: —También llamaron a las cinco. Hice memoria. En efecto, a las cinco yo no me encontraba en la oficina y Mag tampoco. Las dos habíamos salido con unos clientes a ver unos moteles. —No me explico —comentó mamá desde su sofá, pues ya se levantaba durante el día— el fin de esas llamadas. No me parece correcto marcar un número, y luego, cuando se levanta el auricular, se retiran. No acabo de entenderlo. No hice comentarios. Me apresuré a hacerlo todo y decidí que tan pronto llegara a la oficina llamaría a David a su apartamento por si ya estuviese de regreso, aunque eso me parecía poco probable. Llovía. Hacía un día helado. Me metí en la gabardina y decidí salir. Mamá me preguntó, cuando me vio dispuesta: —Pero... ¿es que trabajas hoy sábado? —Tengo algo pendiente —mentí. —Bueno. Pero ten presente que hace un frío loco y tú no vas muy abrigada.

—Estaré de regreso a media tarde —le prometí. —Aquí te espero. Yo me encuentro mejor, de modo que por la comida de la noche, no te preocupes. La haré yo con ayuda de Yuli. Hora es que salgas un poco. —Gracias —respondí dirigiéndome a la puerta. —Pero no sola —me dijo mamá dolida—. Con amigas o amigos. Con el doctor Gil, por ejemplo, o con Mag y su pandilla. —Tal vez... lo haga. —Los años pasan, Mauri —me dijo aún mamá—. No sabes lo que yo daría por verte casada. Casi huí. Tenía que ir al apartamento de David. ¿Vendría? ¿Serían sus llamadas desde París? ¿O no estaría ya en París? Me perdí en el subterráneo y saqué billete para la calle X. No podía evitarlo. Hacía tres días que no sabía de é1. O me llamaba a la oficina en mi ausencia o a mi casa y colgaba sin decir quién era. Cuando me vi ante aquella puerta no dudé en usar mi llave. Pero no fue preciso. Antes de que la llave girase, se abrió la puerta. Apareció un hombre en ella.

—Buenas —dijo, y añadió como sorprendido—. ¿Qué desea? Se me trabó la lengua. Tuve fuerzas para girar la cabeza y mirar el número. ¿Me había equivocado? El hombre era mayor. Unos cuarenta años. Bien vestido. Correcto. Elegante. Muy amable y de modales exquisitos. —¿Qué desea? —volvió a preguntar. Y miraba la llave que aún tenía apretada entre mis dedos. No pude evadirme. Tan habituada a decir mentiras, una más ¿qué importaba? —Venía a... limpiar el apartamento. —Ah —vi asombro en sus ojos, sin duda no le parecía una limpiadora—. Pase, pase. Siendo así... No sé de dónde saqué fuerzas para preguntar todo lo suave que pude: —¿Llegó el señor?

* * *

—No —dijo con naturalidad—. He venido a recoger unos documentos. Si quiere pasar... Pasé. Pude preguntar quién era.

Pero no me atreví. Y no por cobardía, sino porque no podía dudar de David hasta el extremo de preguntar cosas de él a un desconocido. El hombre entró conmigo en la casa. Me miraba con creciente curiosidad. —No parece usted una limpiadora. Me sentí, audaz. Tenía que defenderme como fuese. —¿Quién lo parece hoy día? El hombre rio. ¿Por qué me hizo evocar a David? Era moreno como él y tenía los ojos negros, pero era calvo. O, por lo menos, conservaba poco pelo. Pero había algo en él, familiar. —Tiene usted razón —rio y después, como si lo dudara—. ¿Quiere que la espere? —Si tengo la llave —dije mostrándola— es que el... señor Morton tiene confianza en mí Aquel Morton me salió balbuciente. ¿Y si me equivocaba? ¿Y si David no se apellidaba Morton? Pero el hombre me confirmó lo que yo sospechaba. David era Morton y nada más.

—David no dirá nada. David es un hombre de manga ancha. Yo no quería saber cómo era David, por aquel hombre. Quienquiera que fuera el hombre, el cual, por lo visto, también tenía una llave del apartamento, no me diría nada referente a David. Yo, si algo tenía que saber algún día, sería por el propio David y no por un extraño, y aquel hombre para mí, era un extraño. —Si lo prefiere —dijo el desconocido— la espero y la invito. —¿Invitarme? ¿Por qué no? —Porque yo no lo deseo. —Entonces claro —rio campanudo—. Le dejo aquí. ¿De veras es usted la limpiadora? —¿Y por qué lo duda? Lo vi encogerse de nuevo de hombros. —No sé. No tiene pinta de eso. Es usted rabiosamente guapa. —¿Debo darle las gracias? —No. No merece la pena. Ya me voy —miró en torno—. Pero yo veo esto limpio. Me ardía la pregunta en la lengua. —¿Cuándo viene... el señor Morton? —No lo sé. Nunca se sabe cuándo regresa. Cuando desaparece, sí, qué remedio le queda. Pero cuando vuelve... —meneó la cabeza—. David es así. Tuve locos deseos de preguntar: «Así..., ¿cómo?». Pero me mordí la lengua El hombre, aún sin dejar de mirarme, se iba hacia la puerta.

—Sí quiere —dijo— vuelvo para cuando termine. —Gracias. No es preciso. Se fue al fin. Me quedé anonadada. ¿Qué le diría aquel hombre a David? Nada. No podría decirle nada porque se lo diría yo antes. Le diría... «No podía más. Fui a tu apartamento y me encontré con un desconocido. ¿Quién era?» No, ni eso me atrevería a preguntarle a David. Y no por cobardía. Porque le amaba demasiado para hurgar involuntariamente en su vida. En contra de su deseo. Porque si David quisiera decirme voluntariamente algo de él, me lo habría dicho ya. No sé el tiempo que estuve allí. Lo recorrí todo. Me fui al fin. Sentí que el agua me empapaba. Ni siquiera tuve fuerzas para abrir el paraguas. Creo que me agradaba la lluvia que caía sobre mí. Hasta entiendo que la necesitaba. Cuando llegué a casa parecía un autómata. Mamá, al verme, me gritó:

—Pero, Mauri... Mauri querida... Nada más. No supe nada más en muchos días...

CAPÍTULO 13

Se que oía las voces de los gemelos discutiendo. No veía. No podía hablar. Pero oía la voz de los dos gemelos. De eso estaba plenamente segura. También tenía una leve idea de oír la voz del doctor Gil y la de mamá y la de Mag. Y hasta en un momento creí oír la de mi jefe. Pero en aquel instante tenía plena conciencia de que las voces pertenecían a Yuli y a Max. —Te digo que esta mañana llamaron seis veces. —¿Seis? —decía Yuli asombrada. —Seis, sí, sí. Seis. En menos de media hora. —¿Y no han respondido ninguna? —No. No entiendo eso. No lo entiendo. —¿Se lo has dicho a mamá? —Claro. —¿Y qué dice? —Nada. No sabe qué decir. —¿Se lo has dicho al doctor Gil, Max?

—¿Y por qué tenía que decírselo al doctor Gil? ¿Qué le importan a él las personas que llaman por teléfono aquí? —Podía ser él. —¡Qué va! Yo intentaba coordinar. Saber no sé qué. No podía hablar. Intentaba gritar aun subconscientemente, que la persona que llamaba era él. Él, que no sabía de mí y yo tenía conciencia absoluta de que estaba enferma. De que me tenían tendida en una cama. De que oía cuanto se decía en torno a mí, pero que no era capaz de mover los labios. Noté cómo sus voces se alejaban y aún le oí decir a Yuli. —Haber preguntado quién llamaba. —¿Y crees que no pregunté? —¿Y qué? —Como si nada. Alguien respiraba al otro lado. Creo que me dormí. A la tarde oí la voz del doctor Gil. —¡A quién se le ocurre salir con el día que hacía el sábado! Y sin paraguas. La pulmonía es doble. O sea, que tenía una pulmonía. Pues ni aun con una pulmonía podía yo olvidar a David.

La voz de mamá era suave y queda. —¿Cómo la encuentra hoy, doctor? —Mucho mejor. Pero tardará unos dos días en reaccionar. Hay que dejarla tranquila. Los antibióticos hacen su efecto. Es mejor dejarla tranquila. Eso es, que me dejasen. Que no hablasen allí. Que yo me enteraba de todo. ¡Que no quería enterarme de nada! —Se pondrá buena, ¿verdad, doctor? —preguntaba mamá con voz anhelante. En seguida oí la voz del doctor Gil: —Claro. ¿Cómo no? Es joven y fuerte. Se iban. A veces sentía como un soplo en el rostro. Era mamá. Mamá que me besaba. No sé cuándo sentí la voz de Mag. —¿Cómo está hoy? Y la de mamá respondiendo: —Mejor. —Siete días así. ¿Siete ya? ¿Y David?

¿En París aún? No, porque Mag decía: —Hay un tal señor Morton que llama cada cinco minutos. Y el asombro de mamá. —¿Un señor Morton? —Pues sí. —¿Y quién es? —No sé —le oí decir—. Pregunta por Mauri. Pregunta cada cinco minutos. No lo entiendo. —¿Un cliente? —Eso supongo. Pero parece muy agitado. Tan agitado que a veces me da miedo. —¿Miedo? Las voces se iban. Hacía yo inauditos esfuerzos por levantarme, por gritar, por decir que aquel señor Morton era David que había vuelto de París, y que yo deseaba verlo y decirle que no se preocupara por mí, que... que... Se iban las voces y yo me volvía loca deseando seguir oyendo aquellas voces.

* * *

No sé cuándo le oí decir a mamá: —No sabía que el doctor Gil tuviera un suplente.

—Soy yo. Era la voz de David. ¡La voz de David! —Se encuentra bien —decía mamá—, pero aún no ha reaccionado. —¿Cuánto tiempo lleva así? —Nueve días. —Son demasiados. ¡David! ¿Por qué estaba allí David? Sentí sus manos en mi cuerpo. Eran una caricia y a la vez, ¿no eran profesionales? Tal se diría que era el doctor Gil quien me auscultaba. Pero era David. ¡Estoy segura de eso! —Mañana reaccionará —decía David. Y de repente sentí un timbrazo y a mamá que caminaba. Casi en seguida oí la voz de David en mi oído. —Estoy contigo. ¿Qué decía? ¿Por qué estaba allí? Y seguidamente la voz de mamá.

—Aquí llega el doctor Gil. Me moría. Yo me moría. ¿Qué iba a pasar allí? Noté algo raro. Como si todo vibrara en silencio. Creí imaginar los ojos asombrados del doctor Gil, mirando... al otro doctor. ¿Al impostor? ¿Qué ocurriría? —Señora —era la voz del doctor Gil—. Puede dejarnos solos un segundo. Sentí los pasos de mamá y la puerta al cerrarse. Después un silencio que me parecía interminable. Luego... —¿Qué me dice la señora Hamilton? Dice que usted es mi suplente. Tardé en oír la voz querida de David. —Soy médico. —Pero no mi suplente. —No. —¿Entonces...? —Perdón, Gil, yo soy el doctor Morton. —No lo entiendo. —Es que no ejerzo.

—¿Quiere explicarse? —Es mi... novia. —Su... —Sí. —Dice usted... ¿su novia? —Mi prometida, como prefiera mejor. —Su madre... lo ignora —la voz de Gil era dura, acusadora. —No tiene por qué saberlo. He regresado de París y me encontré con esto... He venido. No podía más. ¿Qué mejor momento para ejercer mi carrera? —Pero usted dice que no la ejerce. —No. Pero sigo siendo médico. —Señor... —Morton. David Morton. Yo quería chillar. Decirle a Gil que se callase. Que le dejara hablar a Morton. Que yo quería saber. Que si sana, no había sabido, enferma necesitaba saber. Me imaginé a ambos hombres mirándose, midiéndose, ¿desafiándose? —La señora Hamilton ignora que su hija tenga novio —oí la voz del doctor Gil —. Al menos... eso tengo entendido. —Es posible. Se lo diré tan pronto pueda.

Sentí como si las sienes me estallasen. Creo que abrí la boca. Que iba a dar gritos. ¿Por qué mentía David? ¿Era mi novio o mi amante, o qué era? ¿Y por qué, si siempre procuraba ocultarse, de repente aparecía en mi casa? Allí, precisamente, ¿junto a mi cama? Noté que de repente la voz del doctor Gil vibraba. —Si usted es médico y además es novio de la enferma, supongo que se ocupará del caso en adelante. —No, señor. Le he dicho que soy novio de Mauri, pero yo no ejerzo. Yo soy hombre de negocios. De modo que, prefiero que continúe usted ocupándose de ella. Sentía pasos y sus voces que se alejaban. La de David tranquila, sosegada, la del doctor Gil agitada y vibrante. Después nada. Paz. Mucha paz. Nunca supe el tiempo que transcurrió hasta que oí la voz de Mag. Una voz casi feliz. Y la de mamá. Mamá que le explicaba cosas a Mag...

CAPÍTULO 14

—Pensé que tú lo sabías, Mag. —Pues no. —Es un señor excelente. ¿A quién se refería? Creo que me moví en la cama. Que mamá corrió hacia mí y me puso un paño frío en la frente. —Está tan postrada... —se lamentaba mamá—. Claro. Ha pillado una pulmonía horrenda. A quién se le ocurre ir a trabajar el sábado por la tarde con aquella lluvia. —No hemos trabajado por la tarde —decía Mag. Mamá no parecía enterarse de lo que decía Mag, tal era su inquietud por mí, que ni se fijaba en lo que decía Mag. Yo quería saber quién era el hombre excelente. Y saber asimismo dónde andaba David. Se la había pegado con el doctor Gil, o se había descubierto todo. Y que más cosas sabía mamá de David. —Se llama David Morton —decía mamá como si aquello le obsesionara—. Es novio de Mauri. ¿Tú sabías que tenía novio, Mag? —No. Pero el señor Morton es el que hablaba a la oficina preguntando por Mauri. —Ayer noche comió aquí —decía mamá satisfecha—. Hasta le ayudó a Max en sus problemas de física. —Ah. Yo me mengüé.

Creo que iba a gritar. A decir cosas. ¡No sé qué cosas! Mamá continuaba mientras sus dedos acariciaban mi frente sudorosa. —He pasado mucho miedo por ella, Mag. Ni cuando descubrí mi lesión de corazón, sentí más miedo. ¡Qué es mi vida comparada con la de Mauri! Otra vez se obsesionaba mamá con mi enfermedad, pero Mag seguía, por lo visto, obsesionándose también con mi novio... ¡Aquel novio que David decía ser mío...! —Pero Mauri nunca me habló de un novio. Ni siquiera de un amigo... —Pensé que lo sabías. —¿Saberlo? —David Morton no dijo que no lo supieras. —Pero si es que yo no conozco a ese David. —Pensé... —Pues pensó mal. Su voz, sí. Ha llamado sin cesar todos estos días. Desde ayer no ha vuelto a llamar. —Claro —decía mamá con suavidad—. Es que ayer ha venido aquí. Es médico, pero no ejerce. Se dedica a la exportación. Tiene una oficina aquí en Londres. Mamá añadía: —Hoy ya ha llamado dos veces. Tenía que salir de viaje pero en vista de la enfermedad de Mauri, se queda. Se casarán en seguida. ¿Qué decía mamá?

—Estoy muy contenta —añadía mi madre—. David parece un hombre muy maduro, muy acomodado y sabiendo bien lo que desea. Imaginaba el asombro de Mag. Pero si yo estaba asombrada, ¿cómo no iba a estarlo ella? Sus voces se alejaban. Aún le oí decir a mamá: —No tardará en venir. ¿David? ¿Se refería a David? Me quedé sola. Intentaba mover los labios y no podía. Abrir los ojos y tal me parecía que tenía una plancha sobre ellos. No sé el tiempo que transcurrió hasta que sentí que se abría la puerta de la calle y entraban Yuli y Max. Los sentí entrar en mi cuarto de puntillas y cuchichear. —Está mejor. El doctor Gil dijo que estaba mejor. Que el peligro iba pasando. —También lo dijo David. —¿Qué te parece a ti David? —Es el novio de Mauri. —Pero no te digo eso. Ya sé que es el novio de Mauri, y además sabe mucho de matemáticas. Yo te pregunto qué te parece, Mauri nunca dije que tuviera novio. —Igual nos engaña ese David. —¡No digas bobadas!

—No —itió Yuli—. En realidad no parece un hombre que engaña. —Preguntaba muchas cosas —rio Max—. Cuando me enseñaba a resolver un problema de física, me dijo: «¿Te gusto para novio de tu hermana?». ¿Por qué? ¿Por qué hacía aquellas cosas David? ¿Por qué los engañaba? Porque seguramente que cuando yo me pusiera buena, todo terminaría. —Y tú le dirías que sí —rio Yuli. —Claro. Parece un señor estupendo. Le gusta mucho la ensalada. —Es verdad. Me moví en el lecho. Creo que ya podía moverme. Creo que intentaba a cada rato abrir los labios, decir cosas, incluso dar gritos. Pero no podía. Aún no podía.

* * *

Se acercaban pasos. Los de mamá. Los de... David... Los conocería entre mil. —Esta mañana —decía la voz de David— he llamado al doctor Gil por teléfono.

Me ha dicho que Mauri está mejor —sentí su risa breve, su risa suave—. En realidad hace miles de años que no ejerzo. Por eso no la ausculto. —Es bonita la profesión de médico. —Pero yo elegí la otra. Yo, o el destino. No sé. —David... —Dígame, Alice. —Mauri jamás me dijo que tuviera novio. —Las jóvenes de hoy son así... Apartan su vida privada de todo lo demás. —Mauri fue para mí más que hija, casi madre. Ha vivido siempre para nosotros. Es más, temí por su felicidad. Mauri vale mucho. No te lo digo porque seas su novio. Seguramente que tú lo sabes tan bien como yo. —Lo sé. Sentía su mano en mi pelo. Su mano acariciante. Como cuando estábamos solos... allí. Su mano cálida y protectora. Su mano que resbalaba como protectora por mi pelo y se metía en mi garganta, entretanto hablaba con mamá. —Hoy tenía que estar en París, pero no he ido. —Por Mauri —dijo mamá sin preguntar. —Sí, por ella. Me llevé un susto de muerte cuando me dijeron que estaba enferma. Tuve miedo.

Miedo de que mamá le preguntara: «¿Eras tú el que llamabas y no contestabas?». Pero mamá parecía ausente. Feliz, eso sí. Feliz de que un hombre me amara y que aquel hombre fuese un señor como David. Sentí el teléfono y en seguida a mamá diciendo: —Perdóname un segundo, David... Se fue presurosa. Sentí la mano de David más fija en mi hombro. Rodando por mi busto. Y sus labios rozando los míos. —Mauri. Quise responderle. Aferrarme a él. Gritarle que se fuera. Que nadie supiera más cosas de él y de mí. Pero no podía. —Mauri, estoy aquí, a tu lado —me decía en mi misma boca. Me besó. Creo que hasta jugó con mis labios como solía hacer cuando estábamos solos y en silencio. Sentí la sensación de que no me importaría morirme en aquel instante.

De que estando junto a David, todo lo demás no me interesaba en absoluto. —He conocido a tu familia —decía David con suavidad—. Me gusta tu madre y tus hermanos... ¿Qué decía? ¿Es que él era lo bastante libre como para entrar en mi casa y decir... que era mi novio? —Me gustaría poner en tu dedo el brillante que me rechazaste —siseaba en mis labios—. Pero tengo miedo de tu orgullo de tu dignidad. ¿Mi dignidad? ¿Pero tenía yo dignidad? Solo tenía amor. —Era Mag preguntando por la salud de Mauri —decía mamá entrando. Sentí que David se incorporaba y que mamá añadía: —Ven a tomar un café, David. Dejemos que descanse Mauri. Se fueron. Yo me sentí como relajada, como ida. Como si no fuese yo. Después me dormí. Debí de dormir mucho. Sentía el agua golpear en los cristales. Llovía. Como aquella tarde que yo fui al apartamento de David y me encontré con aquel señor de poco pelo. Sentía voces apagadas por la casa y una gran paz en mí.

Y sentía también que mis párpados se abrían...

CAPÍTULO 15

Abrí los ojos y vi a mamá sentada a la cabecera de mi cama dormitando. Miré hacia la ventana. Era noche cerrada. Tal vez media noche. Tal vez a punto de amanecer. —Mamá... Mamá dio un salto. —Mauri —susurró—. Mauri... Yo esbocé una sonrisa. Parecía que la cabeza me daba vueltas. Que me costaba hablar. Claro, tanto tiempo sin hacerlo. Pero yo no lo sabía. No recordaba nada. Ni siquiera a David. Era como si estuviera muerta montones de días y de repente resucitase, pero me pasase inadvertido aquel tiempo que pasé inconsciente. —Mauri, ya hablas. Y mamá se inclinaba hacia mí y me besaba mucho. Una y otra vez. —No tienes fiebre. —¿He estado mala? —Oh, sí. Mucho tiempo. Más de nueve días. —Oh. —Hemos temido por tu vida, Mauri.

Traté de incorporarme pero me sentía débil y caí de nuevo sobre los almohadones. —Tanto como sufrimos por ti, Mauri. Si vieras a David qué susto pasó. ¿David? ¿Qué recordaba yo de David? Que le amaba. Que fui a su apartamento. Que llovía. Que había un señor en su casa, que me invitó, que salí de allí y me mojé... —Mauri, cómo me miras... ¿Cómo podía mirarla? ¿Qué sabía mamá de mis relaciones con David? —Tendré que llamarle —me decía mamá, ajena al batallar de mis pensamientos —. Quedé en llamarle tan pronto pudieras hablar. ¿A quién? No sé de dónde saqué fuerzas para preguntar: —¿A quién tienes que llamar, mamá? —A tu novio, a David. —¿David? —Pero, Mauri..., ¿es que aún estás inconsciente? ¿No había soñado? ¿Había estado David allí?

—Es un gran chico, Mauri. Pero debiste decirme que tenías novio. Sentí que un sudor frío me cubría la frente. Intenté de nuevo incorporarme. Mamá me impulsó con cuidado hacia el almohadón. —Cálmate, Mauri. Llamaré a David. Intentó irse. Pero yo la retuve. Mamá me miró anhelante. —¿Quieres decirme algo, Mauri? Asentí. No una vez. Tres seguidas. Mamá volvió a sentarse y tomó una mano mía entre las dos suyas. —Mauri, debiste tener más confianza en mí. Unas relaciones así... debías confiármelas. ¿Qué relaciones? ¿Qué sabía mamá de aquellas relaciones mías con David? Respiré profundamente. Mamá añadió con ternura: —No podías elegir mejor marido, Mauri. —¿No... podía? —Pareces aún inconsciente. Tendré que llamar a David.

—Aguarda. Creo que aquel «aguarda» me salió como un disparo. Mamá aguardó y me miró con mucho asombro. —Mamá —dije a media voz, como si todo en mí se convulsionara—, dices que David... estuvo aquí... —Sí. —¿Qué os ha dicho? —Que sois novios. Yo hubiera preferido saberlo por ti. Pero tuvo que ser él quien lo dijera. —Pero... —¿Pero... qué, Mauri? Nada. Sin duda alguna, mamá no sabía nada de mis relaciones con David. Sabía únicamente lo que tenía que saber... Lo que debía saber. Respiré mejor. Mamá se inclinó hacia mí. —David me dijo que lo llamara a cualquier hora. Son las tres de la mañana..., pero debo llamarlo y decirle que has reaccionado. —No. Lo dije con fuerza. Tenía que pensar un poco antes de que llegase David. Además, a aquella hora... no deseaba yo que llegase. Tenía que prepararme. Saber más cosas.

—Mauri... él me pidió que le llamase. —Es que tengo sueño, mamá. —Entonces duerme y mañana a primera hora le llamo y le digo que ya estás fuera de peligro.

* * *

No sé cuándo fue aquel mañana. Sé que muy temprano, entró Max en mi cuarto y se quedó pegado a mi lecho y que yo sin abrir los ojos le así una mano y se la apreté con fuerza. —Max —dije al rato—. Max... Max tenía una voz temblona, cuando me dijo bajo: —Ya estás bien, Mauri. Las hemos pasado gordas por ti. Gracias a que David nos animaba —y muy cerca de mí—. Me gusta tu novio, Mauri. ¡Mi novio! —Es todo un hombre. No pude por menos de esbozar una sonrisa. —¿Sabes? —se animó Max—. Me prometió que cuando os casarais, nos llevaría a su finca de Dover. Tenía una finca en Dover. ¿Y qué más tenía? ¿Quién era? ¿Qué hacía?

Me sonreí a mi pesar. Si no me había importado nunca, ¿por qué iba a empezar a importarme ahora? Max continuaba diciendo: —Juega muy bien al ajedrez, pero yo le gano. —Ah. —Y mira lo que me regaló. —¿Qué... es? —Una billetera con una letra. Una M. ¿Qué te parece? —Muy... bonita. —¿Vas a llorar, Mauri? —No... No quisiera. Pero sentía como mi nudo en la garganta. ¿Por qué? ¿Por qué mezclaba David a mi familia con aquello nuestro tan íntimo... tan nuestro? —Mamá lo llamó hace un rato. No tardará en venir. Le llamó a su oficina... Sabían más de David que yo. —Dame un cepillo del pelo, Max —le pedí con trémulo acento—. Quiero estar bien... cuando llegue él... —Las mujeres sois así de coquetas —rio Max a lo macho. Pero fue a buscar el cepillo.

Después me ayudó a sentarme en la cama. —Me parece que hago mal —dijo pesaroso—. Estás muy débil. Te digo que las has pasado gordas. —¿De... deliraba? —No decías ni mu. Te cubrías de sudor, eso sí, pero yo que venía a verte cada rato, no te oí hablar en nueve días hasta ahora mismo. —Gracias, Max. Max me miró asombrado. —¿Por qué me las das? —No sé. Porque eres muy bueno y me quieres mucho. —Claro que te quiero. Pero ¿sabes? El que más te quiere de todos es él. David. —¿Sí...? —Sí, te lo digo yo que ya ando en pandilla con chicas. —¡Pero, Max! —Perdona. No lo digas a nadie, ¿eh? Solo lo sabéis tú y David. Me cepillaba el pelo y miraba a Max con creciente ansiedad aunque el pobre Max no se percataba de aquella ansiedad mía. —De modo que tienes con David tanta confianza, que le cuentas esas cosas tuyas... tan íntimas. —La tengo absoluta. —Ah... y le contarás muchas cosas. —Todas. —¿De ti?

—Y de todos. Pregunta todo. Yo no sé cómo tú no le has dicho lo de mamá. —¿Lo de... mamá? —Sí, su enfermedad, todo eso. —Seguramente que no... tuve tiempo. —Eso decía David. —Ah... ¿lo decía él? —Claro. —Y él a ti, ¿no te contó cosas? —Por supuesto. Dice que tengo que estudiar para abogado o economista... para meterme en su empresa de exportación. También vino el otro día su hermano, es su socio, ¿sabes? —Ah..., ¿y su madre? —¿Qué madre? —La de... David. —No tiene madre. ¿No te lo dijo nunca? Cepillé el pelo con más brío. Me cansaba. Pero más me cansaba dejar de oír a Max. Tenía que seguir oyéndole. —Solo tiene un hermano que se llama Will. Es un tipo campanudo. Muy elegante, ¿sabes? Casi no tiene pelo... El hombre del apartamento.

Cerré los ojos. Max decía a gritos: —Está sonando el timbre. Es David y yo tengo que irme a clase. Te veré cuando vuelva a la tarde, Mauri. No le oía. Ni veía a Yuli que me enviaba un beso por detrás de la cabeza de Max. Solo sentía los pasos de David. ¡Sus pasos para mí inconfundibles! —Ya está bien. No me dejó llamarte ayer de madrugada... Por eso te he llamado esta mañana... Estoy segura de que David no la oía. Avanzaba...

CAPÍTULO 16

Mamá fue tan discreta que nada más entrar David, cerró y se alejó de mi cuarto. Yo, sentada en el lecho, miraba a David. No sé cómo lo miraba. Creo que en mis ojos estaba como fija, hincada toda mi alma. Y él... él, David, me miraba como si de pronto yo estuviera muerta y resucitase. Avanzaba así, sin dejar de mirarme, sin decir nada. Yo tampoco sabía decir nada. Nadie en este mundo podría comprender lo que nos ocurría a los dos. Nosotros, sí. Nosotros sabíamos cuán necesitados estábamos uno del otro. Sin más. Que nadie me dijera a mí por qué había estado tanto tiempo sin saber quién era y lo que hacía David, porque si tuviera que seguir así, así seguiría el resto de mi existencia. —Mauri... Su voz vibrante. Su voz ronca. ¡Su voz! Eso, su voz nada más. Me apreté en sus brazos. Él me apretó como si fuese a ahogarme, pero no me ahogaba. Lo sentía temblar como temblaba yo. Como si una vida entera estuviéramos anhelando aquel momento y no pudiéramos desperdiciar un segundo al llegar ese momento. —Mauri, Mauri mía —decía en mi mejilla. Y sus labios iban resbalando, resbalando hasta meterse en mi boca.

Era ahogante aquel instante. Ahogante e inefable. Era un momento más de los vividos ya. Reconociéndonos, deseándonos... necesitándonos tanto como necesitábamos la propia vida. Nos quedamos los dos así, apretados así. Sin decirnos nada. Con las bocas juntas, las manos de él acariciantes en mi espalda. Las mías sujetando su rostro. Así mucho tiempo. Después dejamos de besarnos y sin mirarnos, pues tan apretados estábamos uno contra otro, él me decía: —Tuve que venir. No podía más... Yo no quería saber por qué había venido. Solo que estaba allí. Ni preguntarle nada. No podía. Solo saber que estaba allí. Y tanto me hubiera dado que aquel «allí» fuera la calle, su apartamento, la cafetería que sabía tanto de nuestro secreto... Dondequiera que fuese, pero juntos. Y aunque parezca extraño, ni David me habló de su vida, y ni yo de la mía. De mi familia. De mi madre enferma, de mis hermanos gemelos. Creíamos saberlo todo uno del otro. Todo, con tal de amarnos y necesitarnos tanto. —Nos casaremos en seguida —me decía David—. En seguida. Tan pronto estés buena. En mi subconsciente debió de existir siempre una muda interrogante. «¿Tiene esposa? ¿Por eso no me habla de su vida?»

Solo supe en aquel momento, que no tenía esposa. Que la esposa de él iba a ser yo, que podía quererlo a la vista de todos y que él podía amarme a mí sin medida, a la vista de todo el mundo.

* * *

No sé cómo pasó todo. Ni cuándo me puse bien, ni el día que me dieron de alta y pude levantarme. Sé únicamente que David estaba en casa todo el día, que se iba para volver minutos después, que andaba como un desquiciado y que a cada rato me decía: «No me mires así. No te voy a pedir nada más hasta que nos casemos.» Me daba un poco la risa. ¡Casarnos! Era el no va más allá para mí, y aún seguía sin saber por qué David estuvo tanto tiempo sin decirme quién era, sin hablarme de sí mismo, sin preguntarme quién era y qué hacía yo. Un día, la víspera de mi boda, conocí a Will y fue tan discreto que tras de mirarme, no dijo que me había conocido ya, pasando por la limpiadora del apartamento. En cambio apretó mi mano con las dos suyas y me dijo riendo: —No sabes cuánto celebro que al fin alguien haya pescado a mi desconfiado hermano. ¿Era David desconfiado? Eso lo ignoraba yo. Pero tampoco Will me aclaró aquella cuestión. Añadió en cambio:

—Tengo la finca de Dover preparada para recibir a tu madre y a tus hermanos. Miré a David interrogante. —Se quedarán allí. Nosotros iremos de vez en cuando. —Pero... Max estudiará y Yuli también. A tu madre la atenderá muy bien el servicio y nosotros iremos todas las veces que podamos. De momento, mañana saldremos para París. Todo lo suyo era así. Imprevisto, sorprendente. Tampoco me sentí con fuerzas para preguntarle nada. Nos casamos sin más. Fue una boda sencilla. Mamá, Max y Yuli se fueron a Dover con Will aquella misma tarde y David, asiéndome de la mano, me dijo: —Al fin podemos ir a nuestro rincón... Y fuimos. No sé cuándo entré allí. Ni cuándo David me tomó en sus brazos. Ni cuándo me besó. Ni cuándo fui suya mil veces más. Sé que sus besos eran la máxima ansiedad de mi vida y que sus caricias por ser tan reconocidas, más deseadas. Sé que los dos perdimos un poco el juicio y que cuando recogió mi bata del suelo, David reía burlón y me la quitó. Caí allí con él, y en sus brazos, bajo sus besos, se lo dije:

—Siempre pensé que estabas casado...

* * *

—¿Casado? — sentí que David casi daba un brinco. —Sí, sí, casado. No me llevabas a ningún sitio público. Tal se diría que te escondías... —¿Pensaste que era casado? Qué risa. Yo empecé a necesitarte y a quererte. Entraste en mí como una necesidad. Tanto entraste que solo me gustabas tú. Solo tú y nada más. —Pero... nunca has querido saber nada de mí. —¿Que no he querido? ¿Pero... no lo sabía? —Nunca me preguntaste. —Cierto. Como tampoco tú a mí. Esa es la verdad de dos personas, Mauri. Que se amen sin más averiguaciones. Yo soy un tipo raro. Un tipo físico. Sin sentimentalismos. Nunca amé a una chica tanto como a ti. A ti te fui conociendo. Tanto se me daba igual que tuvieras seis hermanos como siete madres. Era a ti a quien yo amaba y por lo visto tú también me amabas así a mí. Nunca me preguntaste nada. —Es que para mi eras tú únicamente. —¿Ves?... Por eso nos hemos casado. Si alguien conoce nuestra historia, seguramente piensa que tiene o debía tener un final novelesco. Pues no. Es vulgar y corriente, como nosotros dos. ¿Que yo no te exhibía. Ni te exhibiré ahora. Soy así. Todo para mí y nada más. En cuanto a mi vida, ya lo sabes. Tú no has preguntado, pero tu hermano Max era curioso. Él sí sabe de mí más que tú. Es decir, sabe todo lo que me rodea, aunque ignora lo mucho que te amo y te necesito. Mi amor por ti, mi interés, mi pasión y mi deseo, están muy por encima de cosas materiales. Soy un exportador, ni demasiado rico, ni demasiado tonto.

Tengo dinero, vivo, formo sociedad con Will y tengo dos o tres coches, una finca en Dover, dos casas en Londres y este apartamento que es el que más me gusta por lo muncho que me habla de ti —se echó a reír y añadió—: Me miras embobada. ¿Qué piensas? —Que eres especial. —Como tú. —Es decir, que sin haber nada que impidiera queremos, nos escondíamos. —No nos escondíamos, Mauri. Es que tenía que ser así. Nos conocíamos los dos lo suficiente, todos los prejuicios nos tenían sin cuidado. Por eso nos hemos casado, porque somos iguales. —David... —Me miras como si saliera de una cueva. —Es que yo debo de ser, también, una mujer primitiva. Nos reímos. Todo lo nuestro estaba dicho ya. No había más antes, ni más después. Es decir, después sí. Después nos amamos como dos locos. Y recordamos, uno a uno, los dos juntos, besándonos, todo lo que ya habíamos vivido y volvíamos a vivir como incansables. Eso era lo nuestro. Ni más ni menos que eso. No sé cuándo me fui a recoger la bata y cuándo David me la volvió a arrebatar. Al mirarle recordé otros momentos y él también.

—¿Te das cuenta? No sé de qué me la daba. Pero él me lo dijo al oído. Y yo me apreté contra él. Nos quedamos así. Sabíamos por qué nos amábamos y por qué nos necesitábamos y por qué nos habíamos casado. —Es lo que yo deseaba saber —me decía David al oído— que nuestro matrimonio nunca podría fracasar. —¿Y si... aún fracasa? Se echó a reír. Me buscó los labios. Me pegué a él. Le besé con todas las fuerzas de mi ser. —Te enseñé yo —me dijo. Y yo había aprendido. Y estaba allí en sus brazos oyendo todas las locuras que me decía. Y me decía muchas.

FIN

Lo hice sin querer Corín Tellado

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Todas las situaciones, personajes y entidades de esta novela son producto exclusivo de la fantasía del autor, por lo que cualquier semejanza con hechos actuales o pasados será mera coincidencia

Primera edición en libro electrónico (epub): septiembre de 2017

ISBN: 978-84-9162-708-1 (epub)

Conversión a libro electrónico: Newcomlab, S. L. L. www.newcomlab.com

El 14 de febrero de 2017 Grupo Planeta lanzó su nuevo sello Ediciones Corín Tellado.

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Corín Tellado es la autora más vendida en lengua española con 4.000 títulos publicados a lo largo de una carrera literaria de más de 56 años. Ha sido traducida a 27 idiomas y se considera la madre de la novela romántica o de sentimientos, como le gustaba decir a la propia autora sobre su obra. Además, bajo el seudónimo de Ada Miller, también publicamos varias novelas eróticas.

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