Índice Portada CAPITULO PRIMERO II III IV V VI VII VIII IX X XI XII XIII EPILOGO Créditos
CAPITULO PRIMERO
Hedy Pimentel movió la cabeza de un lado a otro, volviendo a repetirse las mismas palabras que durante algún tiempo venían a interrumpir sus habituales diálogos: —Es inútil, madrina. Jamás lograré hacerme a la idea de ser la esposa de Rafael Romeral —miró a lo lejos como si de allí hubiera de venir la aprobación a sus palabras, y añadió, con un deje de melancolía—: Nunca tuve la satisfacción de hacer mi gusto, de saltar y correr, de exponer sencillamente un deseo... Siempre me hallé sometida a una mirada severa, en la cual leí la censura a mis menores gestos, aunque éstos fueran los más insignificantes. ¡Ah, madrina, qué pena fue que el día que mamá se marchó para siempre, no me llevara con ella! Leonor detuvo con un dulce ademán el chorro de palabras que afluían de aquella boca bonita. —No digas eso, hija mía —suplicó tiernamente—. Piensa que estás cometiendo un pecado. Saltó impulsiva. La mirada de sus ojos melados hizo más intensa la expresión entre apasionada y melancólica. —¿Llamas pecado a exponer en un momento lo que Dios me concede, lo que duerme desde toda mi vida en mi corazón? No, madrina, necesito que alguien me comprenda, y si tú no lo haces..., ¿a quién recurrir? Papá no me entiende; es más, muchas veces pienso que me odia. —¡No blasfemes! Hedy sonrió entre dientes. ¿Una blasfemia? ¡No! Todo era dolorosamente cierto. Tal vez el odio no tuviera cabida en el corazón paterno, pero sí una indiferencia amarga y cruel que le proporcionaba a ella aquellos momentos de desesperación. Su padre jamás lograría comprenderla, ya que sus puntos de vista, además de ser totalmente dispares, poseían un grado tan adulterado, respecto a la vida y sus
derivados, que causaban en ella aquel amargor indescriptible, quizá por saberse sola e incomprendida sin una mano amiga que supiera consolar las horas monótonas y largas de aquella existencia, que se iba fomentando sola, exenta de consuelo y dulzura. Juan Pimentel guardaba veneración y cariño a una sola cosa que resumía muchas: ¡el dinero, la aristocracia, el afán de engrosar la cuenta corriente con miles y miles!... ¿Lo demás? ¿Los anhelos de su única hija? ¿La ilusión femenina de aquella flor, que un día, hacía de ello dieciocho años, le proporcionara la mujer que había escogido para esclava de sus caprichos? ¡Quimeras! Sólo eso y algo más que repercutía diariamente en el corazón sensible de Hedy Pimentel, la muchachita que soñaba con poseer algún día el hogar compenetrado, a la vera de un hombre bueno que la quisiese noblemente, como debe querer todo hombre de bien. Sin embargo, ¡cuántas ilusiones ahogadas en aquella alcoba que guardaba tantos y tantos secretos, que mordidos en la alba almohada, no trascendían más allá de los gruesos tabiques!... Pero aún así no era aquello lo peor. Algo más pinchaba continuamente en el corazón leal de Hedy Pimentel. «—Es un hombre que posee figura, elegancia y un título que algún día tú lucirás en los regios salones, de donde yo he sido repudiado. Tú serás itida, puesto que yo lo compro con esos miles que a fuerza de sudo res y sacrificios fui acumulando para que en fecha no muy lejana puedas vivir como le pertenece a la esposa del conde Rafael Romeral!...» —le había dicho. —¡Es odioso, cruel y bajo lo que cometerán conmigo! Aquel grito estremeció a la hermana de su madre, cuyos ojos se volvieron, hasta clavarse en la faz descompuesta de la muchacha, que había dejado expresar el dolor infinito que se ocultaba en lo más recóndito de su ser. —¡Pequeña! —musitó, yendo hasta ella y apretándola entre sus brazos—. ¿Por qué me hablas así? La chiquilla se apartó de aquellos brazos y fue hasta el ventanal, donde dejó la frente apoyada en el vidrio. —Perdóname, tía —musitó con un hilillo de voz—. Tú no eres culpable de lo que me sucede, ni has de contemplar el espectáculo de mi desesperación, sólo
porque yo lo desee. Déjame hablar sola, siempre lo hice hasta que tú has venido para escucharme. ¿Sabes, tía? Seguía el curso de mis pensamientos: recordaba las palabras que no hace muchos días me dijo papá. Tendré que casarme, tía, es inevitable. —Puedes ser feliz. —¿Feliz con Rafael? —Rió histéricamente, volviéndose y quedando con la espalda pegada al ventanal—. No, madrina. Rafael sólo tiene un anhelo que compendia muchos otros, todos derivados de la misma cosa: el dinero, los vicios, los garitos indecentes... ¡Es repugnante! —¿Y si te equivocaras? —¿Es que deseas volverme loca? Un hombre que no tiene en cuenta a su novia, que pasea y se despreocupa del trabajo, empleando el tiempo en gastar el dinero que le regala mi padre, ya dice, sin que sea preciso esforzarse mucho, lo que puede ser en el futuro al lado de su esposa. —Es tu primo, nena. La muchacha retorció las manos con desesperación. —¡Es un hombre! —gritó más que dijo—. Para mi sólo es eso: un hombre, un canalla sin dignidad. —Las largas uñas se hincaron con ira en las finas palmas, mientras de su boca continuaba saliendo un ahogado balbuceo—. Soñé siempre con unir mi vida a la de un ser digno, que supiera velar por mi frágil existencia, que me rodeara de mimos y cariños, para yo darle todo lo mejor que guardo dentro de mi corazón a cambio de su ternura y amor. ¿Y qué? Me veré precisada a ahogar esos anhelos. Domeñaré el ansia que duerme en mi sangre, doblegándola como si fuera un guiñapo despreciable. ¿Y eso por qué? ¡Ah, tía! Yo te lo hubiera dicho, si supiera que debías hallar una solución a mi humano problema, pero no ignoro que a ti como a él y a él como a ti, os guía sólo el deseo de hacerme feliz, y, sin embargo, ninguno de ambos acertáis. ¡Qué diferencia existe en lo que yo deseo y lo que vosotros pretendéis darme! Su rostro adquirió una serenidad impresionante. Fue hasta un sillón donde se dejó caer, musitando, mientras vagaban los ojos lindos y fulgurantes por el infinito:
—Pese a todo, es difícil que me doblegue, madrina. Dentro de mí existe una fuente inagotable de desprecio hacia todo lo que lleva visos de dorado metal y blasones. Papá nunca me quiso, no quiere a nadie, exceptuando su dinero, el negocio y su propia satisfacción. Es posible que continúe hasta el fin sólo con objeto de llevar a cabo su propósito ambicioso, pero ten la seguridad que antes me dejaré matar que ver unida mi vida a la de Rafael Romeral. Doña Leonor fue a sentarse a su lado. La miró dulcemente. —Lo hace pensando en tu porvenir y bienestar, hijita —dijo en voz queda—. Es preciso que deseches del corazón esas ideas negras, que no te permiten vivir tranquila y confiada como es lo propio de una muchacha de tu edad. —¿Sí? —sonrió sarcástica—. Pues lo que me extraña es que me hables de esta forma, cuando no ignoras que la madre de Rafael fue infinitamente infeliz al lado de su marido, y este hijo, que papá se empeña en darme por esposo, posee las mismas características que su progenitor. Se puso en pie. Doña Leonor la miró fijamente, como si anhelara leer más allá de las palabras expresadas. Hedy era preciosa. Su silueta esbelta y flexible, un poquito delgada, pero cimbreante y exquisitamente femenina, proporcionaba un bello cuadro en aquella casa palacio de su padre —generoso hasta lo absurdo en ese sentido—, quiso adquirir para jaula de su hija, de la que, en lo más íntimo de su ser, se hallaba orgulloso. Los ojos de la buena tía también reflejaron orgullo y satisfacción, al quedar presos en la silueta esbelta que caminaba en dirección a la puerta del saloncito. La sabía infeliz, pero aún así, no ignoraba que bajo toda aquella languidez se ocultaba una rebeldía que cuanto más callada, más decía en contra de su cuñado. Sabía a Hedy decidida y serena, con una serenidad impresionante, que hablaba silenciosamente de lo mucho que había de luchar su padre antes de ver satisfecho su propósito. Miró con anhelo la carita de rasgos delicados, encontrándose con los ojos melados llenos de vida y altivez. Sí, había de ser difícil vencer la oposición de la enérgica muchacha, lo decía en los rasgos clásicos de su rostro sereno, ahora crispado en una mueca indefinible, delatando las mil encontradas sensaciones que bullían dentro de ella,
rebelándose tal vez contra todos los egoísmos humanos, que la cercaban muy íntimamente, hasta dejar presa su voluntad en un brevísimo círculo. La boca linda, de húmedos y sensuales labios, no sonreía como era natural en una muchacha de sus pocos años. Por el contrario, aparecía crispada en las comisuras con rudeza y crueldad, delatando lo mucho que dentro de su corazón estaba sucediendo. La mata de soberbios cabellos negros como el azabache que enmarcaban el rostro ideal se sacudieron violentamente, mientras que avanzando hasta la puerta objetó bajito, como si le costara esfuerzo hablar: —No te preocupes, tía. Creo que todo habrá de solucionarse de una forma satisfactoria. Hoy te dejo. He de salir, pues me esperan los amigos. Más la iró. Aquella serenidad no todos sabrían colocarla por encima de la misma amargura, que protestaba deseando encaramarse sobre la voluntad.
* * *
No se había movido. Tendida en el diván, dejó que las horas transcurrieran vertiginosamente, mientras su mente cabalgaba por aquel reino que se prendía en un pasado no muy lejano. La noche fue poquito a poco extendiendo su gélida sombra sobre el saloncito, y tía Leonor, sola, sin luz, con el corazón oprimido y las manos agarradas sobre el pecho, vivía, con el pensamiento, todo lo sucedido en aquella época que transcurriera lenta y amarga. Su hermana nunca fue feliz al lado de Juan Pimentel. Había representado un papel secundario en aquella casa, gobernada por el esposo hasta que Dios la libró de una carga pesada y molesta. La hija era tan infeliz como su antecesora. Cierto que Hedy poseía un carácter más entero y audaz que el de su madre, pero, aun así, jamás había paladeado un segundo de compenetración con el ser que le diera la vida.
Rafael Romeral era hijo de una hermana de Juan Pimentel, casada con el conde de Romeral, cuya dispendiosa vida acabó un poquito a poco con la existencia de la infeliz mujer. El vástago que había dejado parecía continuar el nombre de Romeral. Era idéntico al padre ya muerto: despreocupado, gastador, vicioso hasta lo inimaginado. Y era aquel, precisamente, el que su cuñado deseaba para esposo, de la linda Hedy. ¡Inisible! Sin embargo, de qué poco servía que ella y la muchacha lo comprendieran así, si Juan Pimentel jamás había desistido de un propósito trazado con anterioridad. —¿Pero es que tú también te eriges en defensa de una causa que yo considero justa, y mi hija desprecia, porque se le han metido en la cabeza unos cuantos párrafos modernos? Cuñada, he decidido casar a Hedy Pimentel y no habrá fuerza humana que me haga desistir. —¿No piensas en ella? —Diablo! ¿Pues por quién lo hago? —dijo, fuera de sí—. Será condesa. ¿Te parece eso poco? —La felicidad no consiste en condados ni millones, querido Juan. —¿También tú? Sois todas idiotas, sencillamente —rió entre dientes—. Habéis leído unas cuantas tonterías por esos libros que debieran de estar todos quemados, y ya soñáis con Romeos colgados de una ventana haciéndose el amor. —¿Pensaste alguna vez en que sin él se puede vivir de la misma manera que paladeando la dulzura de una compañera comprensible, que te ayude a soportar los contratiempos y endulzar las horas pesadas de una jornada agotadora? —¡Atiza! —rió burlonamente, inclinándose sobre Leonor y mirándola curiosamente—. ¿Es que te hallas enamorada, para saber que eso sabe a dulzura? Aquella conversación tuvo lugar semanas antes. Desde entonces Leonor procuraba apartarse del hombre que, pese a todo, reinaba dentro de ella. Fuera algo difícil de explicar lo sucedido en la vida de la bella Leonor, quizá por tratarse de un caso extraordinario. A ella había sido a quien pretendiera primeramente Juan Pimentel, cuando éste
contaba muy pocos años y era un simple secretario del director del Banco Español. Fuera también inexplicable lo que penetró en el corazón de la linda muchacha, que amaba y desdeñaba a la vez, por no ignorar que su hermana quería al mismo hombre que ella, y al que renunciaba precisamente por el bien y la felicidad de aquella chiquilla tímida que lloraba en un rincón la indiferencia del hombre adorado. ¡Qué luchas íntimas más dolorosas, las que siguieron a la ruptura definitiva! ¡Y qué desesperación cuando los vio ir unidos por el lazo sagrado del matrimonio! Jamás consintió en llegarse al hogar de su hermana, sabedora que, de penetrar en su interior, dejaría un trozo de alma en aquellos rincones que pudieron ser suyos y a los que había renunciado por la felicidad de la humilde y paciente Hedy. Supo, sin embargo, que en el hogar de su hermana no se respiraba la felicidad, y comprendió también que si era así, debíase nada más que a la incapacidad de aquella criatura sumisa que se plegaba a los caprichos del tirano, cuyo carácter entero y dominador no hermanaba con la dulce chiquilla. Eran dos seres incompatibles, ya que mientras él se mostraba autoritario y pendenciero, ella sólo hallaba un recurso que jamás surtía el efecto deseado: llorar, gemir ante el hombre que precisaba energía y entereza para que la suya quedara presa en las garras femeninas. No lo culpaba. Era su hermana quien merecía la censura, puesto que su deber de mujer era aprender a atraer el marido, logrando con su ardid femenino que todos aquellos defectos fueran desapareciendo, para dejar lugar a una compenetración amorosa que ella hubiera sabido encontrar con sus artes de mujer un poco coqueta y un mucho enérgica. Ahora él ya estaba viudo, contaba cuarenta años, una gallardía imponente y unos ojos serios, pensadores, un tanto crueles. Continuaba queriéndole, de la misma manera que en aquellos años que le veía llegar al lado de su hermana, mientras ella buscaba un rincón donde guardar su secreto. Tal vez lo quisiera más, ya que en aquel entonces su alma cabalgaba por un reino romántico, mientras que actualmente su corazón estaba avezado y su alma era un alarido de ansia y protesta contra la misma vida, que le privara de absorber el placer que proporciona el amor en los mejores años, que son, precisamente, los que había dejado escapar.
Murió la hermana. Dos meses después, una carta llegada de España le anunció el deseo que Juan Pimentel expuso en un pliego y que casi no pudo terminar de leer.
«Leonor: Ignoro el motivo por el cual te has abstenido de pisar los umbrales de mi casa. Cierto que en más de una ocasión me hice calladamente la misma pregunta, y jamás supe hallar la respuesta que me hubiera dicho el porqué de tu alejamiento. Sin embargo, aún sin haberla hallado, te ruego que dejes tu casa de modas y vengas al lado de mi hija. No digo al mío, ya que siempre has dado muestras de aborrecerme. En el caso que hoy me veo, sobran resquemores. Te necesita Hedy. ‘ven a su lado.»
Había arrugado el papel entre los crispados dedos, dejando que los ojos se hincaran desesperadamente en un punto del infinito. La respuesta a aquella carta fue un telegrama también escueto. El corazón se le retorció de dolor, pero permaneció firme en el propósito trazado con anterioridad y continuó sus trabajos de modelo en el salón parisiense, donde había que sonreír, dejando que el alma se fuera encogiendo poquito a poco. Lo que él sintiera, leyendo el papelito azul, nunca lo supo. Los años fueron transcurriendo. Leonor Cuesta pudo unirse en matrimonio a un acaudalado comerciante, cuya gallarda figura hubiera hecho soñar a cualquier muchachita soñadora y romántica, pero ella, fiel a su amor, consintió en continuar diariamente exhibiendo modelos que habían de lucir otras más afortunadas, mientras los años volaban, llegando a marcar en su rostro los treinta... ¡Adiós, esperanza, se dijo Leonor cuando aquella noche leyó en el almanaque la fecha delatora. Seis meses más tarde una carta de su sobrina le anunciaba la triste realidad:
«Hoy cumplí dieciocho años, querida tía, y me siento más sola y triste que si en vez de eso tuviese sesenta. Es preciso que vengas a mi lado, te necesito.»
Continuaba después explicándole el porqué era necesaria su presencia en la casa de su padre, lo que anhelaba hablar, mucho, infinitamente, con alguien que la comprendiera. «He de ir», se dijo Leonor, mirando, como en otra mañana, muy lejana ya, el empurpurado horizonte, mientras dentro de su cuerpo, allí sobre el corazón, sentía un temblor inenarrable, un miedo que del alma parecía subirle a los ojos, dejando en ellos unas gotas salobres,. que no quiso pensar fueran lágrimas. Un mes después llegaba al lado de su sobrina y de su cuñado. La primera se abrazó a su cuello, dejando en su rostro terso y bonito unos besos apretados y nerviosos. El segundo la miró de una forma penetrante, como si quisiera taladrar el rostro bello, un algo pálido a causa de las mil encontradas sensaciones que se entremezclaban dentro de su corazón. Un apretón de manos fuerte y recio. Luego los tres se acomodaron en el interior del lujoso vehículo, cuya esbelta silueta se perdió en dirección al palacio de Pimentel. La vida que siguió en sucesivos días fue monótona y simple. Juan Pimentel charlaba amigablemente con tía Leonor, sin dejar ver lo que el telegrama recibido en aquella época lejana dejara en su ánimo. Se detenía en casa lo menos posible, ya que sus muchos negocios dejábanle poco margen para ocuparse en atender a la forastera, cuyo rostro continuaba mostrando aquella hermosura callada, pero personal, que en sus años juveniles habíale seducido. ¿Por qué se casaría con la hermana, sí era Leonor la mujer que siempre había llamado a su corazón de hombre fuerte y luchador? ¡Paradojas del destino o más bien propias de los sentimientos agudos y orgullosos anidados con saña en su corazón digno y fiero! Siempre la había añorado, jamás dejará de creer que su vida hallábase truncada desde el punto y ahora en que Leonor Cuesta le había participado en el portal de su casa su forma de sentir hacia él, su desamor, su indiferencia, sus «cábalas», en una palabra más exacta.
Ahora la tenía allí, en su casa, haciendo de madre para la indómita chiquilla que nunca quisiera con el apasionamiento debido, quizá por recordarle con su presencia a la mujer apática, que, sumisa y callada, se plegaba siempre a sus menores caprichos. Es cierto. Ya Leonor, a quién jamás dejara de recordar, permanecía a su lado, mostrando en su rostro una serenidad mayestática que como nunca hacia cosquillas en su sangre impetuosa. Él también sentíase más hombre en aquella época, en que aún pensaba como un chiquillo. Sentía que la savia de su edad madura continuaba pidiendo el amor de ella, pero no menos cierto que jamás tornaría a suplicar un cariño que le fue negado precisamente cuando más precisaba de su ayuda. Habían transcurrido muchos meses antes de que, por agradable casualidad, la halló sola en el saloncito, cuando regresaba de su cotidiano trabajo. Fue entonces cuando Leonor, después de un rato de insulsa charla, le hiciera la pregunta que lastimaba la sensibilidad del hombre, al mencionarle lo que era la mayor esperanza de su vida: casar a Hedy con su sobrino Rafael Romeral. De aquella conversación surgió lo otro, llegando a la pregunta que dejara un algo suspensa a la linda Leonor: —¿Es que te hallas enamorada para saber que eso sabe a dulzura? La pregunta hizo que los ojos maravillosos de Leonor fueran a dejar en el rostro viril toda la luz fulgurante que irrradiaba apasionada de sus gemas claras y transparentes. —No es preciso estar enamorada para saber eso. Él se había sentado a su lado. Era un hombre alto y fornido, pero no exento de elegancia. Su rostro, de rasgos enérgicos, muy viriles, tal vez un algo duros, se dejaba enmarcar por la cabellera negra, con unas entradas muy pronunciadas en la sien ancha y despejada. Peinado hacia atrás con sencillez, quizá un poco descuidada. Lo que más atraía en aquel hombre eran los ojos grises, profundos, penetrantes cual espadas afiladas. —Siempre creía que para saber hay que sentir —dijo encendiendo un cigarrillo y
expulsando una gran bocanada. —Pues estás equivocado. —Una mujer, tan pronto siente en el corazón la primera alborada de la adolescencia, ya sabe lo que es el amor, ya que aun cuando no lo viva, lo siente. —Es algo difícil tu teoría, querida. Leonor dejóse caer hacia atrás, colocando las manos tras la nuca. —No lo es, y tú no lo ignoras. —Te juro que sí, Leonor. Siempre entendí que miles de mujeres se van de este mundo, aun con haber pertenecido a un hombre determinado, sin saber que el amor llamó a las puertas de su corazón. —No lo creas. Pudo suceder que el hombre no las comprendiera o bien que el ideal forjado fuera completamente diferente al ser que les había tocado por marido. —Lo que he dicho antes, amiga: tenéis en la cabeza metidas cientos de ediciones de novelas románticas —rió burlonamente. —Por mi parte, pienso que jamás has paladeado unos momentos de felicidad — repuso con aspereza—. Se me antoja que eres un ser amargado y que desconoces de la vida lo mejor, lo que verdaderamente tiene valor e interés. —Yo no tuve la culpa de ser así, ni de que algún día me toque emprender el viaje eterno sin haber, como tú dices, paladeado esa felicidad. Lo había dicho rudo y fiero, dejando sus ojos penetrantes presos en las pupilas claras que se le hurtaban. Leonor encendió un cigarrillo, que fumó con ira. No deseaba conducir la charla por aquellos derroteros peligrosos que le hablaban de un pasado molesto y enojoso. Cierto que dentro de su corazón el amor continuaba haciendo de las suyas, pero no menos cierto que detestaba el coqueteo, y menos con un hombre a quien amaba más que a su propia vida. Allí tenía un camino por donde emprender la marcha que la condujera a un triunfo absoluto, pero antes se dejaría
matar que conseguirlo de una forma equívoca. —No has sabido vivirla —dijo, expulsando una olorosa voluta—. La dicha hay que saber aprovecharla, querido, sin esperar a que ella venga a proporcionarnos momentos felices. Además, hay varias formas de vivirla. Tú no lo has sabido bien ni mal. Se puso en pie, yendo hasta la puerta. —¿No esperas respuesta, Leonor? —Creo que no tienes ninguna que darme. —Sabes que sí la tengo. —Entonces será que no la quiero. Y desapareció, pero antes vio cómo Juan se mordía los labios hasta hacerse sangre, y que una mirada de pena ensombreció fugazmente sus ojos.
* * *
Se incorporó en el diván, si bien permaneció quieta durante breves segundos. Aquello había sido todo lo sucedido. Aún quedaba mucho por suceder, pero entretanto, ella continuaba callada mirando cómo la vida seguía su curso y Juan Pimentel parecía ignorarla en el inmenso palacio. Aquella misma noche, el padre de Hedy manifestó, mientras oía distraídamente las notas que Leonor arrancaba del piano. —Ha muerto mi socio de Nueva York. —Hizo un gesto vago, al notar la interrogante plasmada en los ojos de ambas mujeres vueltas hacia él, y añadid—: Su hijo vendrá dentro de breves días. Lo más probable es que no me entienda con él y me vea precisado a abandonar la sucursal de Nueva York por no disponer de quien la atienda. De todas formas, lo tengo citado para el jueves próximo.
Se puso en pie, yendo hasta una mesita donde estrujó un cigarrillo en el cenicero, que ya guardaba varias de sus colillas. —Estoy seguro que Oscar Decker será un muchacho de los muchos que guardan los Estados Unidos: vacío y simple, sin ningún espíritu de negocio. Leonor se atrevió a intervenir: —¿Por qué no mandas a Rafael? Juan se volvió en redondo. —Rafael ha de casarse con Hedy y lo necesito aquí. Lo dijo con tanta energía y rudeza que ambas inclinaron la cabeza sin haber replicado. Juan Pimentel emitió una risita ahogada, saliendo luego de la salita. —¡No tiene corazón, tía! —se desesperó la chiquilla, apretándose contra los brazos de la temblorosa Leonor, cuyos ojos aún permanecieron clavados en la puerta por donde él acababa de desaparecer. —Sí lo tiene, pequeña. Es que no quiere que nosotros se lo veamos.
II
Aquella mañana, Hedy se atrevió a penetrar en el despacho de su padre cuando faltaban unas horas para la comida. Fue Leonor quien le aconsejara dar el paso que siempre temió, pero que, según tía Leonor, no era tan difícil como se suponía. —Tú papá es un hombre bueno y cariñoso. Sucede tan sólo que nunca fue comprendido —había dicho la joven tía antes de haberla convencido—. Sé que si vas a su lado de buenos modos y rogándole que antes de unirte a ese muchacho medite detenidamente, estudiando el fondo moral de tu primo, estoy segura que te atenderá. Y allí estaba, ante la puerta del despacho de su padre, rogando a Dios que el papá que ella tanto amaba supiera hallar la paciencia suficiente para atenderla hasta el fin. Llamó a la puerta. La voz bronca sonó con un «adelante» seco y rudo, y la pobre muchacha se vio tímida y amedrentada ante la gran mesa del despacho, tras la que su padre sentábase, dejando la mirada de sus ojos penetrantes clavada interrogante en su rostro. —¿Qué deseas, Hedy? No ignoras, ya que lo he repetido más de una vez, que me molesta que me interrumpan cuando me hallo en este despacho. —Deseaba hablarte, papá. Hizo un gesto vago con la mano. —Ya me lo dirás, hija. Hoy no puedo atenderte. —Es que... —¿Tan grave es? —Se impacientó, volviendo los ojos a la carta que estaba leyendo—. Luego te preguntaré, Hedy. Ahora vete. Necesito estudiar a fondo lo
que dice esta carta y no podría atenderte como tú quisieras. No pudo decirle que aquello que ella guardaba a flor de labios no tenía demora. La mirada severa y penetrante le dio miedo, miedo como le infundía siempre que se encontraba con el autor de sus días. Giró sobre sus talones y desapareció, cerrando de nuevo la puerta tras de sí. Allí dentro, en el despacho, Juan Pimentel sintió algo muy parecido al remordimiento pincharle el alma, pero aun así permaneció quieto, con los ojos clavados en la puerta cerrada, y en la boca una media sonrisa de amargura.
* * *
—¿Por qué te desesperas de ese modo? ¿Es que tu padre no atendió tu ruego? La chiquilla miró a su tía con torvos ojos. —¿Dónde está tu energía, muchacha? ¿Vas a conseguir que me avergüence de ti? Mira, la mujer cobarde nunca triunfa. Hay que sobreponerse a todo, luchar con la misma vida si es que se te enfrenta y pedir a Dios que la salud no te falte. Mientras ésta acompañe a tu cuerpo, no tiene cabida la desesperación. Mira ante ti lábrate un lema y sigue por el camino de la vida buscando siempre el lado más fácil. ¿Qué no se halla? ¡No hagas caso! Quien lo busca lo encuentra. No estaba expresando la verdad, pero, aunque no lo ignoraba, era preciso olvidar que ella luchara toda la vida por hallar aquel camino que le aconsejaba seguir a su sobrina, sin que jamás lo hubiera encontrado. Hedy alzó sus ojos, al tiempo de enderezar el cuerpo, y quedó en pie ante Leonor. —Papá no quiso oírme —dijo por toda respuesta. —¿Le has dicho el objeto de tu visita?
—No me dejó. Tenía mucho trabajo —concluyó irónica. No esperó que la tía replicara. Alcanzó la puerta y perdióse pasillo adelante. Durante unos segundos permaneció suspensa, como alelada. Después... «Es preciso que yo hable con Juan», se dijo. Y fue. Penetró en el despacho sin haber solicitado permiso, quedando de pie en el umbral de la puerta, con los ojos puestos en la faz interrogante del hombre. —¿Qué sucede? —preguntó Juan, haciendo una mueca de desagrado—. Os he dicho en todos los tonos que esta puerta se hallaba vedada para vosotras. No tomó en cuenta aquella furia. Adelantóse hasta situarse ante la mesa que él ocupaba y dijo fríamente y sin detenerse a pensar que hablaba a un hombre rudo y enérgico, muy capaz de propinarle una bofetada: —Bien que esté vedada para mí, pero tu hija... —No continuó, hizo una transición brusca y añadió—: Es indigno lo que estás haciendo con ella, que luchó toda la vida por hallar un algo de cariño en el único que podía proporcionárselo, que eres tú. ¿Piensas que los hijos se educan de esa manera? Conforme con que me respondas que Hedy ya está educada, pero no itiré que me pongas de disculpa, como has hecho anteriormente, el que quieras labrar su felicidad de esa manera inexplicable, buscándole un hombre indigno y vicioso para marido, que la hará tan feliz como lo fuiste tú. Juan Pimentel se alzó con calma, yendo hasta la temblorosa Leonor, cuyo rostro, más bonito que nunca, aparecía pálido y trémulo. —Me dan risa esas palabras en tu boca —dijo con calma, un algo burlón—. Nadie mejor que Leonor Cuesta sabe la forma en que quise una vez, y esa misma Leonor tampoco ignora que al lado de ella hubiera tenido muchos hijos y todos ellos hubieran sido la alegría de mi vida. Hedy fue hija de una mujer que tú me diste y jamás supe aprender a quererla. ¿Es que tú, lista, tan moralista y tan mujer, ignoras que te amé como un condenado? Vete, Leonor —añadid, dándole la espalda, sentándose de nuevo ante la gran mesa—. Nunca más vuelvas a meter las narices donde no te llaman. Hedy es mi hija, sí, mía y de tu hermana muerta, pero aun cuando tú creas que no me importa, no es así, ya que tengo decidido, por bien de ella, buscarle un marido del que me hallo muy satisfecho.
No se conformó con aquello. Era preciso que aquel hombre, por primera vez en su vida, oyera unas cuantas verdades, todas las que su hermana jamás se atreviera a decirle. Fue muy despacio hasta la mesa que protegía a Juan, mirándole fijamente, manifestó, fría y dura: —Si dijeras que jamás has querido a nadie que no fueras tú mismo, te hubiese creído, pero lo otro... Pienso que no tienes corazón, Juan. Nunca lo has tenido — terminó con desprecio, dando media vuelta e iniciando la dirección hacia la puerta. No esperaba la reacción del hombre, que, fiera y rápida, surgió como un trueno, deteniendo los pasos de la enérgica muchacha. Las piernas de Juan adelantaron vertiginosamente, hasta detenerse a espaldas de Leonor, que, temblorosa, habíase detenido, inmovilizada ante el grito de él: —¡Quieta! Después de aquello, las manos fuertes se pegaron rudamente en la esbelta espalda, que volvió instantáneamente, logrando que el rostro pálido quedara a la altura de su hombro, y los ojos bellos hincados desesperadamente en los suyos. —El poco corazón que he tenido, siempre fue tuyo —dijo con los clientes apretados y logrando que su voz semejara un ronco silbido—. Me has despreciado siempre, has conseguido que mi vida transcurriera en un rudo anhelo que jamás pude ver realizado porque tú no quisiste. Has logrado también que mi corazón fuera perdiendo la poca sensibilidad con que había nacido. Hoy estás más bonita que nunca. Hoy siento cómo dentro de mi ser se alza un ansia loca de hacerte mía y lo haré, Leonor, es preciso que lo sepas, pues jamás renunciaré al placer de tenerte como ahora en mis brazos. El mundo fue enseñándome mucho, todo lo que ignoraba cuando en el portal de tu casa me dijiste que buscara el cariño de tu hermana, porque el tuyo ya tenía dueño. ¿Dónde está ese dueño, Leonor, que nunca lo he visto? Y las últimas frases fueron dichas en el mismo oído de la mujer, que, como magnetizada, permanecía quieta y estremecida, apretada en el círculo brevísimo que le envolvía. Vio los ojos pardos, brillantes cual luceros destructores, muy próximos a su rostro, y ya no le cupo la menor duda de que la boca enloquecida de Juan iba a llevar a la suya la violencia de un beso fuerte y rudo arrancando
quizá así el amor que sentía palpitar en su pecho. No, aquello no era cierto. De su corazón no se hubiera logrado arrancar el amor, porque aquél tenía raíces muy hondas, las raíces que fueron prendiendo en su sangre siendo ya una nena de trenzas y faldas cortas. —Te he deseado siempre, Leonor, siempre, siempre. Ante aquel susurro, la cabeza de Leonor se apartó brusca, pero no consiguió más que acelerar el ansia del hombre, cuya cabeza se pegó a la otra, buscando ávido la boca que se apretaba desesperadamente. —¡No lo hagas, Juan! —pidió entrecortadamente, dejando sus manos crispadas prendidas en el ancho pecho. Pimentel las apartó con una de las suyas, mientras con la otra atraía fuerte y brusca la cintura esbelta, hasta lograr que el cuerpo femenino se abandonara en sus brazos. —Eres divina, Leonor —silabeó la voz apasionada, casi enloquecida—. Durante muchos años ansié este momento, sin que nunca pudiera paladear la dicha de tenerte tan próxima a mí. Hoy ya eres mía. ¿Qué importa que dentro de un segundo sólo me quede en la boca el sabor de la tuya, si ya he vivido dos segundos de felicidad que nadie ni tú ni ella, podrán robarme? Quiero besarte, mujer, quiero que seas mía sólo ahora. Después... ¡también lo serás! Pegó sus labios a los de ella, consiguiendo que la boca apretada fuera poquito a poco perdiendo rigidez. Después, Leonor Cuesta fue una mujer nada más. Sólo recordaba, pasados los momentos de locura, que salió llorando de aquel despacho, y en los ojos húmedos, clavada la silueta cínica de un hombre que reía, reía, enseñando unos dientes blancos y provocativos, los mismos que habían prendido sus labios, consiguiendo trasformarla, haciéndole perder su poder de mujer.
* * *
Durante muchas horas permaneció quieta y rígida, tendida en aquella cama blanda y tibia. Miraba ante sí con fijeza, pero nada veía. Ante ella la visión de un rostro pálido y fiero que juraba amor, y, sin embargo, lo mancillaba... Muchas encontradas sensaciones palpitaban en el corazón de Leonor Cuesta, pero entre todas ellas estaba allí el sentimiento que lastimaba. Ya no era amor, pues que aquél lo acababa de matar Juan Pimentel con su violencia. Quedaba muy poco, algo que no acertaba a definir. Se incorporó en el lecho. No miró a ningún punto determinado; nada le decían. Sus ojos estaban llenos de él, que, como nunca, hacían daño en su alma de mujer que jamás se dejara dominar por otra voluntad, y aquella mañana la sintió rota, maltratada por unos besos de hombre. Sin embargo, aunque se juraba a sí misma matar el cariño, el corazón, con sus atropellados latidos, le decía que ahora más que nunca necesitaba de él, del otro corazón y del suyo, cuyo gemir continuaba haciendo daño en su sangre. Había oído decir que ante el amor, por encima de ese sentimiento y encaramada sobre la pasión, se hallaba la dignidad. No era cierto. En ciertos momentos de la vida la mujer sólo era mujer... Ella también lo había sido. La dignidad había de aparecer ahora, porqué ya el momento de locura había transcurrido, y los ojos del alma aparecían de nuevo dictándole un camino, que, aunque nada de certeza guardaba, poseía algo de lo mucho que oculta la sicología femenina. «¡Pobre sicología!», se dijo Leonor, ocultando la cabeza sobre la almohada y pensando que cuando más se precisa, menos nos ayuda. La vida era así. Pero ¿cómo era la vida en realidad? ¿Tal como el hombre se la había mostrado? ¡Imposible! Sin embargo, nada de imposible tenía. Había sido todo dolorosamente humano... De eso estaba compuesta la vida. Para eso se vive, para eso se lucha. «¡Pobre lucha y pobre vida!», continuó diciéndose Leonor, sin dejar de comprender que se hallaba aferrada a un problema humano del que había de coger, y ahora más que nunca, lo poco o mucho que quisieran darle. Una voz interior, tal vez la de su otro yo, le aconsejó callada: «Vete, aléjate de ese hombre, que te perderá cuando menos lo esperes... Es un cínico; no tiene corazón e ignora lo que es la grandeza del alma.» Rió del consejo, diciéndose a la vez que ya había hecho de ella lo que había querido; ya era suya; con el alma lo había sido siempre; de otra forma...
—¡Tía! Aquella voz dulce y ansiosa le hizo incorporarse y luego dejar el lecho en que se tendiera. —Pasa, Hedy —dijo con voz normal, conseguida tras un poderoso esfuerzo. De pie en mitad de la estancia, vio cómo la puerta se abría, dando paso a su sobrina, cuyo rostro denotaba la ansiedad inmensa que agitaba su alma. —Te esperé en la salita, tía —musitó la chiquilla, bajito—. Me dijiste que irías allí a decirme lo que te había respondido papá. Los ojos pardos de Leonor, más llenos de vida que nunca tuvieron un reflejo magnético, pero permanecieron así: quietos, impávidos, clavados en la carita pálida de la hija del hombre que acababa de despertar en ella insospechadas sensaciones. —No tenía que decirte nada, Hedy —repuso con voz impersonal—. Tu padre no quiso oírme. La muchacha corrió hacia ella, aferrándose al cuerpo que permanecía quieto y rígido. —¿Qué ha pasado, tía? ¡Quiero saberlo todo! ¡Pobre chiquilla!... ¡Deseaba saberlo todo! ¿Y qué era aquel todo? ¿Qué había de decirle, si casi ignoraba lo sucedido? Sólo allí, sobre el corazón, un dolor agudo y punzante en el alma... sombra, congoja y desesperación. —Hemos de ir a comer, Hedy —susurró, posando una mano temblorosa en la melena rizada—. Tú papá nos espera. Hedy alzó la cabeza, y la miró. Un rostro ideal, ensombrecido por una nube melancólica; unos ojos brillantes pareciendo dos espejos reflejados por el sol; una boca entreabierta, como si el sollozo la estremeciera... Fue lo único que hallaron sus pupilas. Nada pudo añadir. Se cogió del brazo de su tía y juntas tomaron la dirección del comedor.
—¿Te convences ahora de que papá no tiene corazón? —dijo Hedy, pisando el reluciente encerado—. Ni a ti ni a mí nos ha querido oír. Muchas veces pienso que mi padre aborrece a la humanidad, con nosotras a la cabeza. Una mueca fue la respuesta. En el corazón de Leonor sólo tenía cabida una pregunta: «¿Asistiría Juan Pimentel a la comida?» No fue preciso que transcurrieran muchos segundos antes de que el interrogante se aclarara por sí solo. Allí, de pie en el umbral del comedor, se hallaba su cuñado con la sonrisa en los labios y en los ojos una indiferencia que hacía daño. —Creí que no veníais —dijo, posando en los ojos de Leonor una mirada aguda y penetrante como una espada. —Ya ves cómo te equivocas —repuso Leonor, extremadamente serena. Una sonrisa cínica asomó a sus labios, pero no llegó a florecer, puesto que la tranquilidad inexplicable de su cuñada lo dejó desconcertado y molesto. Era un malestar muy particular, Pero que no rozaba el alma. Juan Pimentel había querido mucho, con todo su ser, su corazón, los sentidos y el alma, pero... el desdén, la indiferencia y el desprecio que un día le infiriera Leonor habían matado todo sentimiento puro, dejando lugar a la crueldad, que íbase desarrollando según los días corrían y la esposa se apagaba. La comida transcurrió en armonía. Nadie notó en el rostro lindo de Leonor una sola mueca de desesperación. aunque ella sintiera cómo se le retorcía el corazón en el pecho, haciéndole un daño jamás experimentado. Dejaba que dos ojos de Juan se hincaran en los suyos sin haber hallado la sombra de tortura que se revolvía en su sangre.
* * *
La figura de Rafael Romeral apareció en el saloncito justamente cuando Hedy trataba de volver la partitura. —Hola, Hedy —dijo, penetrando en la estancia y plantándose a su lado.
La muchacha dio la vuelta en el taburete, clavando sus ojos en la silueta viril y hermosa. —¿Cuándo has llegado? —preguntó con indiferencia—. No contábamos contigo hasta pasado mañana. —Me vuelvo a ir enseguidita, queridita. Le miró de arriba abajo. Era alto y arrogante. Un mozo fuerte y atlético, con rostro de cínico y ojos audaces, llenos de vida. Pero todo aquello lo despreciaba Hedy. Anhelaba un hombre más vulgar, aunque mucho más hombre que aquél que continuaba mirándola burlonamente, retratando en sus ojos negros la expresión del cinismo. —Ya sé a lo que vienes Rafael. —No ignoro que eres muy lista, querida. No pudo contenerse y se plantó ante él, palpitante de ira y de hermosura. —Vienes a buscar otro cheque de mi tonto padre para ir a jugarlo en la ruleta, o para comprarle perlas a la primera estúpida que se te ponga delante y te ofrezca una sucia caricia. Ajajá! ¡Cuánto has aprendido, querida mía! Demasiado para que yo, tu futuro esposo, pueda tolerartelo. La mano de Hedy cruzó con rabia la mejilla viril y luego dio media vuelta dispuesta a desaparecer. —Esta me la pagarás, Hedy, te lo aseguro. El día que seas mi esposa... Una risa burlona fue la respuesta. Después... —¿Dónde anda tu padre? He de verlo antes de que anochezca. —El Banco no abre hasta mañana. —Esta vez los quiero en billetes, queridita. Un portazo fue la réplica que obtuvo. Se encogió de hombros y salió al
encuentro de su tío. Entretanto, Hedy sollozaba en los brazos de tía Leonor, cuyas pupilas se prendían estáticas en la callada tarde.
III
Fue aquella tarde cuando Juan Pimentel lo dijo en la mesa, mientras daban fin a la merienda: —Mañana a primera hora recibiré a Oscar Decker. Hedy lo miró interrogante. —Llegó ayer a la capital —dijo, indiferente. Después habló de cosas ajenas a todo lo que pudiera interesarles a ambas mujeres, en particular a Leonor, cuyos ojos se posaban en la taza del té, sin que su mente lograra compenetrarse con lo que veían sus ojos. Era algo difícil de conseguir, y no ignoraba que era lo peor, ya que si pudiera desasirse del recuerdo doloroso, más posible hubiera sido mostrar en el rostro la sonrisa confiada que jamás dejara de acompañarla en el camino recorrido de la vida. Aquella tarde se hallaba Hedy tendida en el jardín sobre el húmedo césped, cuando su padre pasó a su lado en dirección al auto que lo esperaba, en la explanada próxima. Lo llamó. Fue algo más fuerte que su voluntad, que le aconsejaba quedarse quieta y callada, viendo cómo los pasos enérgicos avanzaban en línea recta hacia el lujoso vehículo. —¡Papá! Hasta la voz le pareció vacía, como si no fuera la de ella. Sin embargo, fue suya, ya que el padre dio la vuelta y la miró interrogante. —¿Qué sucede? —preguntó con aspereza—. ¿ Tengo prisa. —Pues sigue —repuso, apretando los dientes e incorporándose con la hierba—. Cuando yo trato de hablarte, siempre te hallas lleno de prisas.
Juan Pimentel sonrió entre dientes, mientras dejaba que las largas piernas lo condujeran al lado de su orgullosa unigénita. —Di lo que desees —dijo deteniéndose a su lado y mirando hacia el suelo, donde ella permanecía arrodillada—. Hoy te voy a escuchar, si no es muy largo lo que vayas a decirme. Tuvo deseos de decirle que ya nada recordaba, que su mirada carente de cariño no le dejaba encontrar las palabras que, de ser otra la expresión del rostro paterno, hubieran afluido a sus labios rápidas, a borbotones, desahogando el alma que tan llena se hallaba de amargura. Sin embargo, a pesar de todo ello y de la mucha rebeldía que la lastimaba muy hondo, dijo, casi sin abrir los labios: —Temo que tía Leonor vuelva a marchar. Las inesperadas palabras causaron en Juan un violento estremecimiento. Su hija no vio cómo el rostro de facciones duras se contraía duro, adquiriendo una fiereza imponente. —¿Quién te ha dicho eso? —preguntó áspero. —Nadie. —¿Enloces? —Lo pienso yo —estrujó con mano nerviosa una brizna de hierba, añadiendo—: Tía Leonor está triste; tiene algo que no acierto a definir, pero que tiene algo que le duele muy hondo, se lo leo en el rostro, en su boca que sonríe raras veces y hasta en sus dedos cuando se prenden en mis cabellos, que parecen agarrotarse como si un recuerdo brusco y amargo viniera a importunarla. Continuaba con la cabeza inclinada sobre el césped; por eso no vio cómo el rostro de su padre resplandecía triunfante y cruel. Tan sólo la voz bronca, esa le dijo que su padre seguían siendo tan cruel como siempre, como jamás había dejado de serlo desde que ella tenía uso de razón, recordando las lágrimas de su madre. —Lo que tiene tu tía es que tal vez le llega la hora de casarse y se ve ahí muerta de ansia, sin que llegue un viejo verde que se le ofrezca en matrimonio.
Alzó la cabeza con presteza, pero ya no vio más que la espalda ancha de su padre que hería sus ojos, atrayendo a ellos un vaho húmedo y callado. Sus manos prendieron las sienes, que parecían estallarle, permaneciendo quieta y silenciosa, con los ojos puestos en un punto del infinito. Quiso meditar y no pudo. Temió que la meditación le condujera por el camino del desamor, y deseaba continuar amando a su padre. Había sido el único ser que le dejara la mártir y anhelaba borrar todo rencor para seguir queriendo al autor de sus días, aunque éste sintiera hacia ella una indiferencia bochornosa. Una mano blanda y tibia se posó en su cabeza. Miró: era tía Leonor que de pie ante ella la miraba interrogante. Contemplóla distraída, pero aun así vio cómo la cara linda, de rasgos delicados y bellos, destilando una espiritualidad hermosa y casi santa, no denunciaba hastío coma acababa de asegurar su padre. Allí se pintaba el color, pero no la desesperación ni el aburrimiento. La vio joven, terso el rostro, esbelto y airoso el cuerpo, límpida y transparente la mirada de sus ojos claros. —¡Estás triste, pequeña! —dijo la boca fresca de Leonor, dejándose caer sobre el césped—. ¿Has hablado con tu padre? ¿Qué te ha dicha? Quiso leer ansiedad en las preguntas y trató de ahuyentar todo recelo. —No estoy triste, es que pensaba. —¿En qué? —En la misma vida. Muchas veces pienso que es despreciable y que no vale la pena vivirla. —No digas eso. Eres muy joven e ignoras lo que hablas. La vida es triste y dolorosa para quien no sabe vivirla. Tal vez tú no lo sepas, pero algún día lo sabrás, quizá cuando ella misma te enseñe. —¿Tú has sabido, tía?
Leonor sonrió entre dientes. Movió la cabeza en distintas direcciones. —No supe, pequeña, y hoy lo siento. —¿Cuántos años tienes, tía Leonor? —Muchos ya, pero no me pesan. Durante ellos, viendo cómo iban transcurriendo, he aprendido muchas cosas. Tengo treinta... Después, la pregunta surgió casi sin apercibirse. —¿Amaste alguna vez? —¿Por qué me haces esa pregunta, Hedy? —No lo sé. Quise saberlo porque te veo una mujer bella y atractiva, capaz de atraer al hombre más exigente. —Esa es la vida —dijo sonriente, deseando que la muchacha no penetrara en su santuario que tal vez no hubiera comprendido—. Hace un momento me preguntabas qué era, ya lo ves ahí: la vida es una comedia, chiquilla, que todos no saben interpretar. La belleza del cuerpo no hace a la mujer hermosa. Es otra belleza la que precisamos y esa la tuve cuando era muy joven, pero no supe emplearla. ¡Miento! —añadió casi con ira—. Si no supiera, hubiera vivido feliz el lado de un hombre que quise. Los ojos de Hedy corrieron ávidos el rostro atirantado de su tía. —No te comprendo —dijo luego—. No sé lo que has querido decir. —Es mejor así. —Dime, tía... Leonor se puso en pie. Inició el paso hacia el palacio. —No me preguntes, Hedy; aunque te estuviera hablando una semana entera no sabrías comprenderme; hay cosas que no las entiende nadie, más que aquél que las vive. Lo único que puedo decirte es que no me casé por ser fiel a un cariño, y que ese mismo cariño me pagó muy mal... Anda: acompáñame al rosario y
tomaremos el té en cualquier parte.
* * *
Transcurría la vida monótona y callada. También el dolor de Leonor iba evolucionando del mismo modo, quizá empujada por la angustia que latente permanecía allí, muy hincada en el corazón que día a día iba derramando más hielo. Era un dolor callado, como las mismas horas, que corrían vertiginosamente sin decir que iban pasando. Lo veía a todas horas, hablarle, mirarla con indiferencia y quién sabe si hasta con algo de burla. La mirada de Juan, serena y penetrante, se clavaba en ella como interrogante, pero no diciendo jamás que comprendía, y se disculpaba por todo el daño que le había hecho. Hedy le había dicho que su padre no tenía corazón. Nunca había consentido en repetirse las mismas palabras que su sobrina, sin embargo, ante lo sucedido, tenía sin remedio que creerlo y hasta repetírselo una y mil veces en la soledad de su alcoba, la jaula de sus secretos y de su desesperación que poquito a poco iba lastimando su sensibilidad hasta dejarla convertida en nada. Casi estaba por decir que también ella iba perdiendo sensibilidad, le parecía que toda se la había robado él aquella mañana inolvidable, que quizá fuera la más amarga de su vida. Ahora tía Leonor se hallaba mirando cómo Hedy hacía piruetas en la piscina, mientras su mente y su corazón, permanecían prendidos de un recuerdo que cuanto más rememoraba menos podía soportarlo. De pronto vio cómo ante la explanada se detenía un auto azul de estilizada línea, y en seguida observó cómo un hombre de alta y fornida talla, se lanzaba al suelo, emprendiendo el camino de la puerta principal del palacio. —¿Te has fijado, tía? —gritó Hedy asomando por el borde de la piscina su cabeza chorreante—. ¿Quién es? —Lo ignoro, aunque pienso si será Oscar Decker, pues tu padre lo esperaba hoy.
—Parece un gran tipo. —No lo parece; lo es. Hedy vino a sentarse a su lado, dejando las piernas colgando, hundiendo los pies en las cristalinas aguas. —Estoy pensando, tía, dónde tendrá mi padre los ojos para no ver lo que hace Rafael —dijo pensativa, sin dejar de mirar el horizonte. —En la cara, chiquilla. —¿No le parece que los emplea muy mal? Se encogió de hombros con vaguedad. —Él no cree eso. Además Rafael es su ídolo. También algunos fanáticos adoran al sol y sin embargo, pese a que nos da vida y calor no es precisamente lo más místico que existe, puesto que el mundo entero tiene un solo Dios y ha de ser Ese, el único que merezca nuestro respeto y amor. La chiquilla se impacientó. Movió la cabeza de un lado a otro y manifestó enojada: —No ironices, tía. Esto que estamos hablando es algo bien diferente, ya que en ello va mi futuro. —Has dicho que por nada del mundo serías la esposa de Rafael. —En efecto. Pero aún así, si papá se lo propone lo conseguirá. La tía volvió el rostro para mirarla con fijeza y un algo de sarcasmo. Sí, era cierto; si Juan Pimentel se lo proponía había de conseguirlo como consiguiera otras muchas cosas más difíciles de alcanzar. Tuvo rabia del padre y de la hija; del primero por saberlo un egoísta sin escrúpulos y de la otra, porque no hacía uso de su voluntad hasta domeñar los deseos del padre o perderlo todo, aunque fuera la misma vida en la lucha que por sí sola se habían planteado, como objeto absoluto de no dejarse manejar por su egoísta progenitor.
—Bien sabes que el único cariño de mi vida eres tú —dijo con queda voz—. Pero aún así, me siento como deprimida viendo tu escasa voluntad. Es preciso, para que ese cariño que siempre, de cerca o de lejos, te he profesado, no me mengüe un ápice, sepas hallar la parte de voluntad que parece escapársete y hagas frente con valentía a los deseos de tu padre, logrando sublevarte hasta el punto que Juan Pimentel comprenda, que jamás tuvo sobre ti, el poder que acabó con la vida de tu madre. Hizo una pausa que empleó en recorrer el bello contorno, luego añadió más bajo aún: —Pensarás al oírme que aborrezco a tu padre, y no es cierto. Lo quise siempre, siempre; pero no por eso dejo de reconocer que dentro de su cuerpo, no se oculta un corazón como el tuyo y el mío: allí sólo existe una máquina calculadora, y es preciso que tú te hagas comprender que esa, tratándose de una hija, no puede surtir el efecto que pudo surtir con su mujer que fue mártir, y le quiso con toda su alma. La chiquilla echó el cabello hacia atrás, mientras dejaba los ojos presos en la lejanía. Tía Leonor hablaba sensatamente, pero lo que ignoraba era que pese a todo, su padre era su padre, y ella jamás hallaría esa porción de voluntad que tía Leonor decía que precisaba, para hacer frente y abiertamente a los mandatos de su padre. —¡No podré! —dijo casi sin darse cuenta—. Papá me domina sólo con mirarme, y es muy posible que consienta en ser la esposa de Rafael aún cuando éste me es odioso y me repugna tanto como la misma vida me está repugnando. —No digas eso: la vida es maravillosa. —Sabes que no, cuando los seres como yo, no sabemos vivirla. —Pues aprende. Leonor tuvo que reír. —¿Y me lo preguntas tú? Eres hermosa; posees dinero, personalidad, carácter, aunque tu padre intente anularlo, y sobre todo tienes juventud que es lo mejor para saber vivir la vida; la verdadera vida, no esa que te muestra Rafael Romeral.
Es preciso que ames mucho, intensamente; que te des toda, a ese cariño y que olvides el pasado, el presente e incluso el futuro... Ama nada más, y verás cómo entonces hallas la voluntad suficiente para decirle a tu padre, que tu cariño y tu existencia es aquél, y no Rafael Romeral, el hombre que toda las mañanas se presenta dando tumbos en la puerta del palacio. —De todos mis amigos, ninguno forma el ideal forjado. Ante aquellas palabras dichas con pasmosa ingenuidad, tía Leonor tuvo que volver a reír, pero esta vez lo hizo con un algo de amargura y dolor, como si las frases de la chiquilla le estuvieran diciendo lo que ella había sido en sus juveniles años. De aquella manera se dejara ir según la vida la llevaba, como si fuera la corriente del río que baja vertiginosamente mientras no halla un obstáculo que contenga su furor, y si no lo encuentra continúa su correr inconsciente, yendo a detenerse cuando ya su líquido puro se convierte en las turbias aguas del Océano. También ella había corrido creyendo que era lo mejor para olvidar... No había olvidado, ni olvidaría jamás, pero allí estaba con la savia perdida y la alegría de vivir convertida en un calvario lento, como si la misma muerte le estuviera enseñando la mano destructora, y se complaciera en hacer más cruda su traición... Como el río, había corrido vertiginosamente, pero con la diferencia de que aquél nunca vuelve a su cauce y ella estaba allí, volviendo a paladear el pan del desengaño. No quiso que la chiquilla aspirara las mismas amarguras que a ella le tocaron vivir en el camino recorrido. Era preciso que Hedy comprendiera todo lo que ignoraba, y allí mismo había de decírselo, para que alcanzara la victoria que necesitaba para ser feliz. La miró con dulzura, complaciéndose de que pese a la falta de guía que siempre había precisado y jamás tuviera, conservase la limpieza de alma que tan bellas hace a las criaturas. Vio cómo los ojos bonitos, llenos de vida y pasión se iban ensombreciendo hasta dejarlos salpicados de gotas salobres. —Tus amigos nunca te darán amor porque no saben. Además —añadió posando su mano tibia en la cabeza rizada—, ese llega solo y cuando menos lo esperes. No sueñes con un Adonis de ojos azules y cabellera rizada. El príncipe azul no existe, querida mía, lo son todos y en particular el hombre que quieras. Pero si lo
amas de verdad, como se quiere una sola vez en la vida, para no olvidar jamás, para ti no sólo será príncipe o rey, será él, el ser te lo dará todo, y a quien tú te entregarás con absoluta fe, como si la entrega fuera para ti misma. Si no quieres así, no digas nunca que has amado. El amor es muy bailo —continuó, dejando de mirar la carita mona que resplandecía—, pero hay que saber vivirlo, todos no saben, tú has de saber porque en tu alma guardas una fuente inagotable de dulzura. Tampoco creas en los amigos. Los mejores son unos canallas. Yo he sido burlada por más de uno y me. juré a mi misma morir antes de confiar en otro, Después ambas quedaron pensativas. Ninguna duda quedaba en el corazón de Leonor, respecto al efecto que sus palabras habían producido en su sobrina cuya boca permanecía cerrada, pero la mirada serena de sus ojos, estaba diciendo que seguiría al pie de la letra los experimentados consejos. —Tú has amado mucho —dijo Hedy con voz que parecía un sollozo—. Pero no han sabido comprenderte. —Tal vez fui yo la incomprensible. Luego vio cómo se lanzaba de nuevo al agua y nadaba en distintas direcciones, mientras Juan Pimentel se aproximaba acompañado de Oscar Decker.
* * *
Hedy vio cómo su padre se aproximaba a tía Leonor. Después supuso que le presentaba al hombre con quien iba, ya que éste estrechaba calurosamente la mano que Leonor le tendía. Llegó de haber observado cómo los tres se entretenían en una charla agradable a juzgar por las apariencias, hundióse en el agua, no volviendo a reaparecer hasta que hubo llegado a la otra orilla de la piscina, desapareciendo en dirección a la caseta donde guardaba su ropa. Momentos más tarde, Hedy, embutida en una batita floreada, recogido el cabello tras la nuca, calzada con lindas chinelas y una sonrisa alegre en la boca húmeda,
hacía su aparición en el jardín, donde su padre continuaba haciéndole los honores al distinguido forastero. —Hombre, aquí tenemos a la bañista —rió tía Leonor, presentándola al gallardo inglés, cuya mano apretó fuertemente la fina y aún algo húmeda de la hermosa muchacha. —Tenía unos deseos fenomenales de conocerla, señorita, lo confieso francamente. La he visto nadar y... ¡Soy apasionado por ese deporte! —concluyó Oscar, completamente, abriendo en amplia sonrisa la boca sana y blanca que Dios le había dado. —Entonces le invito a sumergirse en esa porción de agua exquisita. «¡Ajará!» —se dijo Leonor divirtiéndose íntimamente, por la extrañeza que las palabras de Hedy estaban causando en el rígido papá. —¿De verdad me permitirá que la acompañe alguna vez? —se entusiasmó Oscar, despreocupándose tranquilamente de Juan, y yendo hasta la muchacha que continuaba sonriendo alentadora. —Pues claro que sí. Fue ahora cuando la mirada de Pimentel chocó violentamente con la retadora de Leonor, cuya boca había dejado escapar, con intención, las anteriores palabras, logrando que los ojos de su sobrina se clavaran en ella resplandecientes. —He de irme —estalló Juan, dando a sus palabras una nota que fue natural, gracias al esfuerzo—. Ya que tan bien se entiende entre faldas, le dijo... Las pupilas de Oscar brillaron alegremente. —Subiré a la oficina dentro de una hora —dijo’ como despedida, pareciéndole que a su socio no le agradaba absolutamente nada. A partir de aquella mañana Oscar y Hedy buscaban todos los días la soledad del jardín, gustando de sumergirse sus cuerpos en las tranquilas aguas, mientras, inconscientes o conscientes, sus ojos se buscaban apasionadamente. Tía Leonor reía satisfecha de la nueva faceta que descubría en su sobrina, pero,
aun cuando la sonrisa le costaba algunas veces un tremendo esfuerzo, lograba perfilarla en su boca, pensando quizá en la jugarreta que el Destino le estaba haciendo a su cruel y perverso cuñado.
IV
—¿Sabes qué pienso, Hedy? —Cualquiera lo adivina. —¿Ni mirando mis ojos? —Pero si ahora no te los veo, querido. Oscar nadó desesperadamente hasta hallarse al lado de la preciosa coqueta. —Mírame ahora —dijo susurrante, dejando la cabeza muy próxima a la de ella —. ¿Qué te dicen? —Sólo veo cabellos húmedos y... —¡Dilo, Hedy! La chiquilla rió por lo bajo, hundiéndose de nuevo en el agua. Se hallaban, como en otras muchas mañanas anteriores, nadando en la piscina, mientras tía Leonor hacía punto al otro lado del parque, sentada en una cómoda hamaca y riéndose de su cuñado cuyo trabajo, a fuerza de absorber todo su tiempo, no le dejaba margen para darse cuenta de lo que sucedía en la bella piscina, donde dos jóvenes gozaban de saberse juntos, de comprenderse y... ¡A tanto no había llegado la imaginación de tía Leonor! Hedy se sentó en el borde esperando, divertida, que su compañero viniera a reunírsele. —¿Te atreves ahora, Hedy? —preguntó sentándose a su lado, y mirándola de una forma enloquecedora—. Si no lo ves te lo diré yo —añadió, inclinándose más hacia ella—. ¡Me parece que me gustas! Lo miró oblicuamente.
—¿Nada más eso? —¡Tengo miedo, Hedy! —¿De mí? Dudó un momento, después dejó que sus dedos se hincaran desesperadamente en las carnes tibias. —De tu coquetería —dijo, cogiendo la cara mojada y resplandeciente entre sus dos manos y acercándola tanto a la suya que no le fue difícil ver la expresión de espanto que paulatinamente iba retratándose en las pupilas brillantes—. Voy a besarte, Hedy. ¡Tengo que hacerlo! Tembló su boca, y tembló él al sentir la manita suave posada en su boca. —No lo hagas, Oscar... ¡Yo también tengo miedo! —No existe miedo más maravilloso que ese del amor. Después la besó en la boca. Era el primer beso que estremecía los labios de Hedy, por eso quizá no supo qué era aquello tan dulce que le subía del corazón a la boca, haciendo que ésta se adhiriera a la otra y se dejara estar así mucho tiempo, jamás supo cuánto, ni le importaba tampoco saberlo. Luego se apartó blandamente y miró el rostro emocionado. Oscar no era un hombre guapo, era tan sólo un hombre con talla imponente; hombros anchos y rostro curtido por el soy y los vientos; facciones viriles y enérgicas y unos ojos que enloquecían a Hedy. Eran grises, profundos, serios y penetrantes como espadas, pero tan dulces y apasionados cuando dentro de su corazón se guardaba —como en aquella mañana—, un mundo de ternura hacia la chiquilla que continuaba mirándole, con las manos prendidas en sus mejillas, como si fuera aquella la primera vez que lo veía. —Tú eres el que dijo tía Leonor. La observó curioso, inclinándose más hasta tener el rostro bonito muy cerca del
suyo. —¿Qué ha dicho tía Leonor? —preguntó bajito. Hedy sonrió. —¡Me estás pareciendo maravillosa! —Madrina ha dicho que el amor llega así: silencioso, sin decir que viene; viene y nada más, y... —Lo vivimos —terminó, cogiendo entre las suyas las manitas que ya se habían desprendido de su rostro. Las besó repetidas veces en las palmas tibias, mientras sus labios repetían lo mismo—: Debo de quererte, Hedy, pues esto que me lastima dentro del alma eres tú, que te has metido de pronto dentro de ella. —¿Y te lastimo? —preguntó, curiosa. —La felicidad también lastima. —Pues, entonces, Oscar, quiero vivir en un continuo alarido. ¡Quiero que me lastimes toda la vida! —¡Chiquilla! Sobre el agua se reflejaban dos figuras muy juntas, casi pareciendo una sola.
* * *
Estaba portándose como una nena sin juicio, pues además de ser un amor imposible el que sentía por Oscar, no ignoraba que su comportamiento carecía de la franqueza que un amor ha de llevar sin desfallecer jamás. Mirando ahora cómo la luna brillaba sobre el parque, continuaba dando vueltas en su cabeza a todo aquello que le impedía vivir ampliamente el amor que Oscar despertara en su corazón.
«No eres franca», le decía la voz de su conciencia. «Existe en ti un egoísmo del cual has de desprenderte, si quieres ser feliz...» —¡Mentira! —gritó, casi enloquecida, volviendo el cuerpo y mirando desesperadamente hacia adelante, como si allí estuviera plantado su otro yo—. Obro así, porque le quiero con toda mi alma, y antes de perderlo soy capaz de marcharme con él al fin del mundo, donde quiere que pueda vivir mi amor sin censuras ni hipocresías. Pasó una mano por la frente, restañando unas gotas incoloras, al tiempo de cerrar los ojos, cuyos párpados parecían hechos de terciopelo. —¿Aún no te has acostado, Hedy? Aquella voz suave le hizo volver la cabeza y quedar quieta ante su tía, que la miraba detenidamente, como tratando de encontrar el motivo que humedecía en llanto los ojos bonitos. —Ya lo hice —repuso casi imperceptiblemente—. Me he levantado de nuevo; no puedo dormir. —Dime qué te sucede, chiquilla. Sin dejarle responder la condujo hacia la cama, donde la arropó cuidadosamente. —Así estás bien —susurró tierna y dulce—. Ahora cuéntame. —Quiero a Oscar —dijo bajito, mirando implorante la faz serena de Leonor—. Creo que si no consigo ser su esposa, me iré con él a Nueva York de cualquier manera. —¡Hedí! —¡Ah! —gimió en un sollozo—. ¿Lo ves? También tú me censuras, cuando no hace muchos días me aconsejabas amar. —No blasfemes, querida mía. Yo te aconsejaba un amor que existe y nadie censura. Ese que Dios bendice, pudiendo vivirlo a la vista del mundo y sin ruborizarse.
—¿Es que el mío no es así? —¡No! —negó, rotunda—. Ese cariño, nena voluntariosa, jamás te conduciría por el sendero recto, que es la parte bella de la vida. Piensa en Dios y recuerda que Él nunca hubiera aprobado tus ideas censurando esos pensamientos descabellados que te muestran no como eres, sino como quieres ser. —¡Soy así! Se inclinó para mirarla muy de cerca. —No, y tu lo sabes. Yo te aconsejé que amaras; no importaba cuál fuera el objeto de tu amor: amar simplemente aunque sea a una flor ya es amar; pero jamás buscar el goce momentáneo en una pasión fácil y superficial. Esas no dejan huella, mi linda Hedy; se viven y en vez de proporcionar a tu boca un sabor dulce e imperecedero, te la rociarán de acíbar, convirtiéndola más tarde en dolor constante y en algo más, que tú todavía no sabes comprender. Amar es bonito. En todos los tiempos lo fue, pero nunca pensando en torcer los consejos de Dios, que también supo señalarnos despejados caminos... No sé seguir, Hedy, lo confieso. Puedo decirte tan sólo que desde los quince años viví enamorada y jamás di cabida en mi corazón a un mal sentimiento ni permití que en mi cerebro se prendiera un pensamiento censurable... Y pude seguir por ese camino por el que tú pretendes conducir tus pasos, desechándolo con energía, anteponiendo la voluntad por encima de todo amor. Hazlo tú así y te sentirás orgullosa — terminó, incorporándose, dejando que su mano se prendiera en la frente tersa y blanca. —Pretendes que domine mi cariño por Oscar —dijo bajito, en un ahogado suspiro—. ¡No podré, tía! Leonor sonrió burlona. —No es eso lo que intento, Hedy. ¿Amas? Pues alimenta ese cariño, haciéndolo infinitamente grande; lo que deseo es que te enfrentes con tu padre y le expongas sencillamente lo que sucede dentro de ti. Dile que quieres a Oscar, que aborreces a Rafael y que jamás, jamás conseguirás amarlo. Hedy ocultó, el rostro entre las sábanas. —Eso es lo que no lograré nunca —dijo ahogadamente—. Y lo peor no es eso
—añadió, alzando el rostro y mirando a su tía con terrible ansiedad—. Oscar ignora mi compromiso con Rafael Romeral, y yo jamás me atreveré a participárselo. —¡Qué dilema más complicado, querida pequeña! Es preciso que te sobrepongas y hagas partícipe a Oscar de lo que te sucede, de otra forma es obrar con doblez, y eso no está bien en ti, que siempre has sido franca y leal. Después ya Leonor no habló más; cierto que Hedy nada repuso, sino que permaneció tendida en la cama, con la vista fija en el techo y una mueca cerrando sus labios, que se apretaban fuertemente uno contra otro. La tía miróla en silencio, inclinándose hacia ella y depositando un beso en la mejilla satinada. Luego perdióse despacito tras la puerta de la alcoba que comunicaba con la suya, dejando en el ambiente un perfume exquisito y puro, el mismo que siempre la envolvía.
* * *
Se le aproximó por la espalda cuando ella tendida en el jardín miraba el sol que perdía a lo lejos. —Me gustaría saber en qué piensas —dijo la voz ya muy cerca—. ¿Qué te dice el sol, Leonor? —En estos momentos no lo miraba. La respuesta salió seca y dura de entre sus labios atirantados. Cierto que no veía el sol; ¡qué iba a ver si su mente se hallaba vacía y sus ojos sólo abarcaban su propio dolor! Juan Pimentel se dejó caer a su lado, sin dejar de mirar el rostro que, vuelto a él parecía inexperto, aunque cuanto más serio se mostraba, más era el deseo que le atenazaba el alma. —¿Si te pidiera que fueras mi esposa, qué dirías, Leonor? —preguntó luego de
haber dejado pasar unos minutos de silencio—. Siempre te quise y tú no lo ignoras. —Lo que jamás ignoraré, Juan, fue tu escasa conciencia ni a dónde alcanzaba tu poco escrúpulo. Rió, inclinándose mucho hacia ella, como si tratara de leer en los ojos bonitos. —¿Y quién los mató? Recuerda que era un hombre como los demás en aquella época en que contaba veinte años. Fuiste tú la que me dejó en nada e hiciste de mí este pobre hombre. —Ahora lo has dicho, Juan: eres sólo un pobre hombre. —Pero quiero ser grande, entero; querer con locura como jamás pude y siempre deseé, y que tú seas esa mujer que necesito para ser feliz. —¿Crees que podría? —Yo sé que sí. Además, cuando en aquel tiempo me rechazaste, no fue por falta de cariño hacia mí... —¿Estás seguro? Sí lo estaba. Aun recordaba cuando él salía del Banco y corría ansioso al encuentro de ella que, con las amigas se hallaban en el parque de la villa anhelando su presencia. No es que se lo hiciera saber con palabras, no era preciso; los ojos de Leonor siempre habían sido francos y expresivos, exentos de doblez; a ellos se asomaba el alma grande y hermosa que, en aquel entonces aún no había aprendido a mentir. Después... ya todo varió, precisamente cuando su hermana apareció en escena recién salida del internado. —Lo estoy, Leonor —dijo áspero, como si siguiera el curso de sus pensamientos y aquéllos le hicieran daño—. Tienes que ser mía si es que deseas paladear un algo de felicidad. Ya no eres la chiquilla de entonces —añadió con deseos de herirla—. Hoy llevas en el rostro una mueca de cansancio y hastío y es preciso que ésa la borre los besos de un hombre... Yo seré ese hombre, Leonor... sé que te haré feliz. Tienes que casarte; déjame ser tu esposo. Y según hablaba inclinaba su cabeza hasta rozar la de ella, que sintiendo cómo la
sangre corría indignada por sus venas, dejaba asomar al rostro una mueca de dolor. Juan Pimentel seguía siendo tan seco y rudo como siempre, como jamás dejara de serlo a partir de aquella noche en que en el portal de su casa le hiciera saber que su amor pertenecía a un ser imaginario... Nadie sabría comprender la mentira, Juan menos que nadie, puesto que para leer en el alma de una mujer de la sicología de ella, hubiera sido preciso que volvieran a formarlo de nuevo, y aquello era imposible. «Le quiero, Leonor, le quiero con toda mi alma y jamás él sabrá corresponderme...» Las palabras de su hermana parecían aún lastimar su oído. También le hicieron daño en el alma, logrando que su gran amor se convirtiera en el sarcasmo de él, mientras tomaba vengativo el camino que su dedo le mostraba. Los recuerdos le hacían daño, por eso, quizá, se alzó del césped sin haber dado una respuesta a la demanda, y tomando el sendero caminó en derechura al palacio. —Leonor —llamó Juan, corriendo tras ella y deteniéndose a su lado—. Has de responderme. Se volvió muy despacito; clavó en la faz dura sus ojos serenos, diciendo por lo bajo: —Es cierto: te he querido mucho, pero hoy no te quiero. El rostro de Juan tuvo una dura crispación. Dejó sus manos presas en los bellos hombros y dijo rudo y cruel, rechinando los dientes, fulgurantes los ojos: —¡ Has sido mía, Leonor! Si esperaba que la réplica saliera impregnada en llanto se equivocó. La joven sonrió dulcemente, suspirando hondo: —Por desgracia, Juan —dijo más bajo aún—. Pero trataré de olvidar que he sido víctima de un desalmado —después irguió el busto y añadió, serena y fría—: Te he querido con toda mi alma, como jamás nadie llegará a quererte; por ese
mismo amor, quién sabe si desdeñé la felicidad. De todo ello hoy ya no queda nada, Juan —sonrió entre dientes—. Y no culpes a nadie de que sucediera así; tú lo has matado. Juan Pimentel quedóse solo, con la vista fija por donde ella había desaparecido y en la boca un sabor que nunca supo si era dulce o amargo.
V
Aquella mañana la doncella penetró en la alcoba de Hedy manifestando: —El señor espera a la señorita en el despacho. La muchacha, que se hallaba leyendo una revista tendida en el diván, se alzó presta, mientras sentía que un frío glacial recorría su cuerpo. —Ya voy, Anita —dijo, despidiendo con un gesto a la doncella. Vióse sola y miró en todas direcciones como buscando un rincón que la ocultara, luego sonrió entre dientes, diciéndose que era estúpido por su parte temblar de aquella manera ante una demanda de su padre. ¿Qué podía importarle lo que aquél quisiera si ella estaba amando y el amor, la gran potencia que incrusta valor en el cuerpo y en el alma, había de darle fuerzas para decirle a su progenitor lo que hasta entonces jamás se atreviera? «Le diré —se oyó a sí misma—, que amo a Oscar y nunca renunciaré a él por un tonto capricho, ni por todos los títulos de España y fuera de ella.» Sus ojos brillaban retadores cuando, de pie ante la gran mesa de despacho donde su padre se sentaba, se vio quieta y silenciosa, pidiendo con los ojos bonitos e interrogantes, las palabras que pusieran en su conocimiento el significado de la extraña llamada. —Ha venido Rafael —dijo el padre, sin esperar a enterarla del asunto en una forma menos violenta—. He pensado en casaros. Tiesa y sin moverse, más bonita y altiva que nunca, repuso con energía desconocida para su padre hasta aquella mañana: —No quiero a Rafael. —Ya aprenderás, querida. El cariño es... algo muy complejo y para ser más exacto diré que contagioso. Él te quiere y no le será difícil enseñarte a que le
correspondas. —¿Qué piensas de esas mismas palabras, papá? Juan Pimentel parpadeó nervioso, al tiempo de ponerse en pie y aproximarse a su lado. La miró con curiosidad, como si deseara penetrar dentro del corazón de su hija y bucear en él, hasta hallar la fuerza que la impulsaba a mostrarse ante él altiva y orgullosa, cuando jamás se atreviera a decir una palabra más alta que otra en su presencia. No encontró nada: la mirada de Hedy era serena y decidida y la boca que sonreía imperceptiblemente aparecía crispada, fuerte y dura, como si con aquel gestecillo estuviera diciendo: «Esta vez no conseguirás dominarme.» —Pienso que te casarás, pequeña —repuso al fin, hundiendo las manos en los bolsillos y mirándola un algo burlón—. ¿Fue tía Leonor quien te enseñó la lección? Pues mira: para que tanto ella como tú comprendáis quién soy de una vez para siempre, vete a su encuentro y dile si quiere ser tu madrina de boda el día primero del próximo mes. —¡No, papá! —gritó, ya sin poder contenerse—. ¡Te aborreceré! Él rió sarcástico. —Siempre viví aborrecido, querida. ¡Qué más da que mi propia hija siga por el mismo camino que los demás! Vete Hedy, y dile a tu maestra que el día primero del próximo mes serás la esposa de Rafael Romeral. No pudo contenerse. Cierto que los propósitos con que entrara en la estancia eran bien diferentes, pero su padre, como siempre, una vez más la desarmaba, y aun cuando no ignorase que aquel ser jamás se ablandaba ante sus súplicas, se humilló, sabedora, sin embargo, de que el resultado había de ser idéntico al de otras veces. Corrió hacia él, abrazándose a sus rodillas. —Yo te quiero, papá; aunque me obligues a ser la esposa de Rafael Romeral te seguiré queriendo; pero sé bueno por una sola vez y no me empujes hacia la infelicidad.
Juan Pimentel clavó los ojos penetrantes en la faz angustiada, mientras sentía como algo muy parecido al mordisco le pinchaba en el alma, pues, como muchas otras veces, no ignoraba el daño que estaba proporcionando a su única hija, pero aun así quedóse impasible, como si toda la lucha interior que lo dominaba, no dejara en su espíritu una huella dolorosa y cruel. —Vete, Hedy —dijo con ronca voz—. Yo sé que al lado de Rafael serás feliz. Dio media vuelta, yendo hasta la mesa donde permaneció silencioso, con las manos aún hundidas en los bolsillos y la vista fija en los papeles que no veía. Creyó que ella ya se había ido. Volvió el cuerpo, y sus pupilas chocaron con el rostro transfigurado de Hedy, cuya expresión dura puso en su alma un nuevo dolor. —¿Sabes, papá, lo que es capaz de hacer una chica enamorada? —preguntaron los labios femeninos, terriblemente constreñidos, casi sin abrirse—. Pues te lo voy a decir... Hasta ahora me has tenido dominada, has hecho de mí lo que se te antojó, pero en el futuro ya que tú no sabes velar por mi felicidad, yo la buscaré y sabrá hallarla. Jamás seré la esposa de tu sobrino, díselo así esta misma mañana. Después hizo intención de salir, pero los brazos de Juan se alargaron, posándose en los hombros esbeltos. —Espera, Hedy —pidió serenamente—. Has hablado de hallarte enamorada... ¿Quién es él? No titubeó: pronunció el nombre con altivez y orgullo, a la vez que un ansia loca dominaba su ser para que el padre comprendiera su estado de ánimo y no la forzara a llevar a la práctica su baja acción. —Es Oscar, el que fue tu socio hasta la semana pasada. Por un momento las facciones de Pimentel se endurecieron, luego hizo un esfuerzo y sonrió alegremente: —No me hagas reír, pequeña —dijo irónico, posando sus manos en la bella cabeza que ante aquel gesto de conmiseración se alzó desafiante—. Oscar es un millonario cargado de caprichos. Es un hombre curtido por la vida y no has de
ser tú, precisamente, la mujer que le conduzca al altar. —¿Y si no fuera así, papá? —inquirió un algo esperanzada. Un silencio largo y amenazador. Después... Juan irguió el cuerpo, encogiéndose de hombros. —Los millones ya los tienes —indicó con entonación sarcástica—. Sólo necesitas un título y ese te lo dará Rafael Romeral. —¡Jamás! Ante aquel grito el padre adquirió una expresión seria y dura, como si su paciencia llegara al límite; tal vez fuera así, ya que su boca, hasta entonces sonriente, se crispó con dureza y de entre sus labios, plegados en una mueca rígida, surgió lo que Hedy entendiera como ultimátum. —He decidido que seas la esposa de Rafael y jamás, digo yo también, conseguirás ser la esposa de otro. —Alargó el brazo, y señalando la puerta, añadió—: Vete y procura advertir a tu tía la resolución tomada: para el próximo mes serás la mujer de tu primo: faltan ocho días. Fue entonces cuando Hedy, tomando la dirección que su padre le indicaba, exclamó, retratando en su ojos una expresión entre amarga y resuelta: —Si me haces ir a la iglesia te complaceré, pero ten la seguridad que allí, ante Dios y esos amigos que te adulan, diré que no consiento en ser la esposa de Rafael Romeral. Juan Pimentel rió divertido diciéndose que Hedy, era la más ingenua de todas las mujeres. Sin embargo... ¡Qué erróneamente comprendía aquel hombre a su propia hija! Parecía ignorar que llevaba su misma sangre en las venas y que algo de aquel carácter irascible y altanero que se agudizaba en él, lo había heredado la muchacha.
* * *
Necesitaba aire. Las palabras pronunciadas en el austero despacho sonaron a falsas en sus oídos, poniendo en su garganta aquel nudo duro que parecía atenazarla toda. Salió al jardín caminando hacia adelante callada y abstraída, como si el mundo entero, con sus crudos dilemas, cayera sobre su espalda. «En la iglesia diré que no... Consentiré en llevar la comedia hasta el fin, si es que así lo ordenan. Pero, ¿lo otro? ¿Ser la esposa de Rafael? ¡Jamás, jamás!» Aquellas palabras lastimaban su boca, y lo que era peor, el dolor iba directo a su corazón, produciéndole un malestar hasta entonces insospechado. Cuando las dejara escapar en el despacho, ante la mirada burlona de su padre, no las había pensado: fueron dichas con rabia, como si con ellas quisiera detener la sonrisa sarcástica que florecía en los labios viriles. Ahora ya no. Iban obsesionando su mente al extremo de convertirse en morbosa resolución. Llegó ante la piscina que miró distraída, viendo cómo las aguas quietas parecían burlarse de ella, como si la brisa, al dibujar caprichosos círculos sobre el líquido incoloro, riera de su dolor. —El agua te dice que eres bonita. Volvióse brusca. Allí, sonriendo, con su mueca de cínico, tenía a Rafael, cuya boca sostenía burlona el perfumado cigarrillo. —No quiero verte —dijo Hedy, con los dientes apretados, asomando a sus ojos un desprecio humillante—. Me repugnas, Rafael. —En cambio, tú me gustas. —Pues jamás seré tuya. —¿Estás segura? Hedy lo estaba. Y si no fuera así, la sonrisa cínica de él se lo estaba diciendo, ya que cuanto más canalla se mostrara, menos le había de doler dejarlo abochornado en la iglesia. —Lo estoy, Rafael. Y si tú fueras un hombre honrado renunciarías a continuar
insistiendo en algo que no ignoras hasta qué punto me repugnas. De buen grado no seré tu esposa —añadió, queriendo ser amable una vez más, y que él cesara en su deseo de martirizarla—. No te quiero como se debe amar al hombre que será nuestro dueño. ¿Por qué no desistes y me dejas tranquila? Te aseguro que si hicieras eso siempre sería tu amiga. De otro modo, ¡te aborreceré! —¿Y eso qué importa, si después aprenderás a quererme? No renuncio, Hedy, primero porque me gustas, y luego porque mi dignidad de hombre no me lo permite. La risa de Hedy salió despreciativa: —¿Pero es que tú tienes dignidad? —preguntó, fríamente—. Lo dudo, Rafael. Un hombre de dignidad jamás obliga a una mujer que no le ama, a seguirla por un camino que él mismo, si es comprensivo, sabrá torcido y humillante para su decoro. Y las últimas frases fueron dichas con entonación burlona que a otro que no fuera Rafael Romeral le hubieran sabido a desprecio y algo más que serviría para que la renuncia se hiciera allí mismo, y de una forma rápida y digna. Pero Rafael no poseía nada de aquello. Habíase hecho el firme propósito de unirse a los millones de Hedy Pimentel, y no renunciaría por nada del mundo. Inclinóse mucho hacia ella y mirando con ojos provocativos la carita ansiosa, dijo con aquel tono que hería: —Mi dignidad de hombre no me permite vivir como un pordiosero, Hedy. El dinero de tu papá me es necesario. Hedy mordióse los labios con rabia, al tiempo que su mano parecía iba a cruzar el rostro del cínico. Pero no fue así. Tomó la dirección del palacio, sin haber vuelto el rostro para mirar la faz burlona que se entreabría en una sarcástica mueca.
* * *
Necesita decirlo y que él le oyera, comprendiendo todo el significado del sacrificio. Aquella tarde lo tenía ante ella, mirándola con aquellos ojos francos y leales que le emocionaban, y en los que se veía chiquita, chiquita... —Te veo triste, nena. Hedy hizo un esfuerzo por sonreír. —Pues no lo estoy. —No me mientas, Hedy. —Te juro que no. Se hallaban recostados en la tapia del jardín del palacio de Hedy. Ella apoyaba la espalda contra el muro, mientras Oscar a su lado se inclinaba, clavando sus ojos en la carita pálida, cuya expresión melancólica no le engañaba, aunque ella tratase de hacerle creer lo contrario. Oscar alcanzó entre las suyas aquellas manitas que se retorcían una contra otra, tratando de buscar luego en los ojos bonitos la verdad que sin duda se ocultaba bajo la forzada sonrisa que florecía tímida en los labios temblorosos. Habían transcurrido varios días en los cuales Hedy había luchado a brazo partido con la desesperación, buscando con ansia el modo más elocuente para poner a Oscar en antecedentes de lo que sucedía... No podía, sin embargo, aunque algo le dolía allí sobre el corazón, aconsejándole que hablara, y que hiciera partícipe a su novio de sus propios dolores, buscando el consuelo en los brazos leales. Sólo faltaban seis días para unirse a Rafael Romeral. ¿Pero es que ella, así por las buenas había de plegarse a los caprichos de aquellos dos hombres sin corazón, que buscaban su infelicidad, sin pensar en el daño que ello suponía para su corazón ansioso de cariño? ¡No, jamás! Su ajuar se hallaba en orden. Las modistas trabajaban sin descanso. Tía Leonor, a quien tampoco hiciera partícipe de su diabólica idea, miraba los modelos exquisitos, y una sonrisa de sarcasmo y conmiseración se fruncía en la comisura de los labios bonitas. «Díselo —le aconsejaba una voz interior—. Hazle
comprender que no eres la muchacha cobarde que se amilana ante la tiranía de un padre egoísta. No te detengas más. ¡Díselo!» No sabía. No hallaba frases con qué expresar la inmensa congoja que se cernía dentro de su corazón. Dejaba que los días transcurrieran, y que sus amigas contemplaran extasiadas las primorosas ropas que componían su equipo de novia. Y lo que es peor, dejaba que él, el hombre de su vida, continuara creyendo que Hedy Pimentel, la chiquilla de ojos de fuego y sonrisa ingenua, había de ser su mujer. Aquella tarde ambos habían salido juntos por las inmediaciones del palacio, y fue al apoyarse desfallecida contra el muro que circundaba la finca, cuando los ojos de Oscar creyeron ver una expresión angustiada en las pupilas queridas que parecían brillar con vaho de lágrimas. —Me engañas, Hedy —volvió él a decir, llevando las manitas frías a su boca, besándolas una y otra vez en las finas palmas—. Hoy no eres la de siempre. La muchacha aspiró hondo. Haciendo un esfuerzo terrible, manifestó con voz rota que parecía un sollozo: —Creo que sí, Oscar. He de decirte algo, pero no me atrevo. Tengo miedo a que no me comprendas. Se aproximó mucho al hombre que la miraba interrogante y un algo asustado, y cogiendo entre sus manos el rostro viril, añadió apasionadamente, hundiendo sus ojos en los otros que buceaban codiciosos en los suyos: —Te quiero, Oscar, tanto, tanto que por tu amor voy a hacer lo que jamás he imaginado. Pero debes de comprenderme, chiquillo. Es preciso que no enjuicies mi acción y... ¡Oscar! —clamó en un ahogado sollozo, apretándose contra él, dejando que los labios viriles se oprimieran en su garganta. Un silencio los envolvió. Estrechamente abrazados permanecieron varios segundos. —Dímelo todo, nena. Sé leer en tu rostro como si fuera mi misma alma y en él he visto algo de las luchas porque estás pasando. Dímelo todo, no me ocultes nada, chiquilla mía.
Apartóse un poco, mientras con un brazo cercaba la cintura flexible, con la otra mano alzó la barbilla temblorosa. —Así —susurró, con aquella inflexión tierna y a la vez apasionada que la enloquecía—. Sin dejar de mirarme, dime qué es eso que agita tu almita inocente. —Mi padre quiere casarme —dejo caer pausadamente, al tiempo de apretar fuerte los labios estremecidos. Oscar la oprimió de nuevo, buscando la mirada que se le hurtaba. —¿Es cierto eso, Hedy? Un sollozo. Después... —Desde pequeñita me han destinado a Rafael Romeral. —¿Sabes qué clase de hombre es ese muchacho? —preguntó, volviendo a mirarla—. Es un despojo de la Humanidad. —Lo sé. —¿Y consientes que tu padre te lo nombre siquiera como posible marido? Suspiró hondo. —Nunca pude oponerme a la voluntad de papá. —¿Y lo dices? ¿Eres así? ¿Es que tu corazón es un corcho manejable? Lo miró ansiosa y desesperada. —Me estás ofendiendo, Oscar —reprochó bajito, retorciendo las manos hasta cerrarlas una contra otra—. Papá siempre fue razonable hasta ahora en que me obliga a casarme con Rafael dentro de seis días. Por un momento pareció que el rostro de Oscar iba a estallar, pero no fue así. Apartóse un poco y con las manos crispadas, hundidas en los bolsillos, quedóse quieto y erguido como si un mundo de rabia lo dominara o una pena infinita retorciera su corazón.
—Eso quiere decir, Hedy, que yo sobro —dijo al cabo de unos segundos que a la muchacha le parecieron siglos—. Has hecho mal, Hedy —reprochó—. Tu deber era hacerme saber tu compromiso tan pronto como observabas que mi corazón se iba tras el tuyo. —¡Oscar! —gritó—. ¿Es que piensas dejarme? Una risita ahogada se oyó silbante en los callados ámbitos. —¿Pretendes, pues, que continúe a tu lado siendo la prometida de otro hombre? ¿O es que deseas compartir mi amor con el de Rafael Romeral? Los puños de Hedy se cerraron sobre su boca crispada. —De nuevo me ofendes, Oscar —suspiró, dolorida—. Papá quiere casarme, es cierto, pero yo... —¿Qué harás tú, di, qué harás? Tuvo deseos de hacerle partícipe de sus propósitos, pero no lo hizo. —Aún no lo sé. —Te casarás —afirmó, bronco, apretándola más—. Yo sé que te casarás, y serás la más infeliz de las criaturas al lado de él. —¿Me abandonas, Oscar? —gritó desesperadamente, mientras sentía como dentro de ella algo se rompía. —¿No es eso lo que me pides? —No. Quiero que te quedes. Que esperes sin protestar. Que me sigas amando como hasta ahora y me des ánimos hasta llegar al fin que me propongo. —Escucha, Hedy. Te quiero como jamás quise a nadie, pero antes de esperar pacientemente a que tú quieras resolver un problema que a mi entender no tiene solución, excepto la que voy a exponerte, soy capaz de lanzarme al río y desaparecer para siempre. No sirvo de juguete ni soy hombre que busque el amor de la mujer amada cuando ésta por su deseo se compromete con otro. He puesto piso en Barcelona, pues a Nueva York no cuento volver. Tengo mi industria en la
Ciudad Condal y allí me encontrarás cuando quieras. Un grito bronco salió de la boca húmeda que se apretaba acongojada. —¿Es que me dejas? Él sonrió aproximándose mucho a ella, cerrando con sus fuertes brazos la cintura breve. La apretó con apasionamiento. Sintió cómo el corazón femenino se deshacía en fuertes latidos, como si fuera a romperse. Después buscó los ojos, que, anegados en llanto, permanecían implorantes clavados en él, diciendo casi sin voz pegando su boca al oído chiquito y palpitante: —Vente conmigo. Después de dar el escándalo, tu padre no dudará en concederme tu mano. Sé que te haré feliz. Te necesito en mi vida, Hedy. Eres la única mujer que hizo latir mi corazón y quiero que le haga llorar también, si es preciso, pero a mi lado, mirándome en tus ojos, saboreando la dulzura de tus besos. Era noche ya. La luna cabrilleaba en torno a ellos, mientras una estrella refulgente, parecía guiñar burlona sus ojillos picaruelos. —No puedo —musitó, con ahogo—. Espera al otro día de la boda. Después... —¿Qué pretendes? ¿Es que además de abandonarme quieres que contemple el espectáculo de tu felicidad? ¿O es que piensas venirte a mi lado, después de haber sido la mujer de Rafael Romeral? No, Hedy —dijo, bronco y despreciativo —. Así no te querré. Ella nada podía añadir. Cierto que un nudo le subía del corazón a la boca, como queriéndose escapar y decirle a él todo lo que proyectaba, pero tuvo miedo, miedo de Oscar y de ella misma. Miróre suplicante y sólo supo decir con entonación desfallecida, igual que si la voz se la llevara al propio dolor que le hacía daño en el alma. —Ten paciencia, Oscar. Espera, sólo puedo decirte que esperes al otro día de la boda. Y él no quiso esperar. Inclinóse hacia Hedy, cuyos ojos continuaban implorando, aunque su boca permanecía cerrada, y dijo, inflamadas las palabras de cólera:
—Te juro, Hedy, que sé odiar tanto como querer. Si te casas con Rafael Romeral, piensa que mi odio te seguirá siempre. Y cuando te sientas besada en la boca que hasta ahora sólo fue mía, verás mis ojos muy de. cerca, censurándote, pidiendo venganza, luchando por tu infelicidad. Después... En un arrebato de desesperación, apretóla entre sus brazos, buscando los labios que no se le negaron. Ella se entregaba guiada por el mucho amor que él le inspiraba, produciendo en su ser aquel dolor que era goce y desesperación a la vez. —Voy a besarte, Hedy. Este beso no sabrá Rafael paladearlo, porque antes ha de ser mía tu boca y no palpitará como lo hace al adherirse a mis labios. Pegó su boca a la de ella, besándola ansioso y ávido. Robaba con aquel beso el alma entera de Hedy, cuyos brazos, empujados por una fuerza que llaman amor, fueron a cercar el cuello fuerte que era toda su vida.. —Ahora vete, Oscar. Ya te lo llevas todo. —¡No! Quiero algo más: te quiero entera. —Me tendrás. —Te quiero ahora. Hedy retrocedió asustada. —Déjame, Oscar. Es cierto que en estos momentos soy toda tuya y hubiera hecho lo que me pides, pera sé bueno y vete. Quien se iba era ella, ya que sus pasos lentos y cansados se perdían en dirección al palacio, mientras Oscar con la boca seca y en la garganta, un nudo de angustia, quedábase allí, con la vista fija por donde ella desaparecía. Antes de perderse del todo, musitó, volviendo la cabeza bonita: —Dentro de seis días te espero, Oscar. Él negó, rotundo:
—Hoy aún estás a tiempo, mañana, no —repuso con el mismo tono de voz—. Cásate conmigo, Hedy. Nada repuso. Su silueta grácil y estilizada se perdía en la oscuridad. Pero aun así, a los oídos de Oscar llegó un gemido ronco. Después..., nada. Cerró los puños y muy lentamente giró sobre sus talones, perdiéndose su alta figura, ahora encorvada, en la densa oscuridad de la noche.
* * *
Aquella misma tarde, cuando el sol se ocultaba tras la rocosa peña, Leonor caminaba por un paraje solitario, próximo al muelle. Iba abstraída, con la vista fija en el horizonte empurpurado, las manos hundidas en los bolsillos de su chaquetita de punto y en la boca una mueca indefinible. Más tarde cruzó ante un café, sin mirar hacia los amplios ventanales, a través de, los cuales unos ojos entre extrañados y felices, seguían ávidos la figura esbelta que se perdía lentamente en una transversal. Minutos después, Leonor oía una voz conocida, de inflexión bronca y viril que pedía en voz baja tras su espalda: —¿Puedo acompañarte, Leonor? No se volvió. Quedóse quieta sin atreverse a mirar la faz que en otro tiempo le repugnara. —¡Tanto tiempo sin verte! —Mucho. —¿No me miras, Leonor? Lo hizo. Volvióse despacio y sus ojos leales quedaron presos en el rostro resplandeciente y ansioso de Gerardo Laureau, el hombre que durante años y
años permaneciera allá en París, cuando ella hacía las funciones de modelo, esperando un sí de sus labios. En silencio alargó las manos, dejando que él las estrechara entre las suyas. —Me parece que hace un siglo que no te veo, Leonor. —Un año nada más, Gerardo. —¡Pero tan largo! Ella nada repuso. Continuó caminando con Gerardo al lado, cuyos ojos buscaban los suyos, que no pudo hallar. Era un hombre alto y esbelto, rayando tal vez en los cuarenta y cinco, aunque su fortaleza física y la sonrisa sana de sus labios no denunciaban la edad que tenía. —No es necesario decirte que sigo esperando, Leonor —dijo, inclinándose más hacia ella—. Vine a España sólo con objeto de llevarte conmigo. —Sólo sé que no te quiero. —¿Ni aprenderás, Leonor? —Ahora menos que nunca. El hombre se detuvo, volviéndola blandamente hasta colocarla frente a él. —¿Qué hubo en tu vida? —preguntó brusco, buceando en los ojos claros—. Antes decías no amarme, pero no con ese dolor que estrangula tu voz en la boca. Volvieron a caminar, sombríos, uno al lado del otro sin mirarse. Cada uno sumido en sus propios pensamientos. Ella pensando en que ahora, después de ver morir el amor que durante tantos años alimentara en su pecho, no le sería difícil consagrarse a Gerardo y quererlo de la misma forma que él deseaba. Pero ya era imposible. Algo había sucedido en su vida que le privaba de entregarse lealmente a un hombre honrado, excepto amor, sino que todo se convirtiera en odio, odio feroz y desesperado, rayando en la repugnancia.
—Dime, Leonor, ¿puedo tener esperanzas? ¿Puedo esperar? Me quedan cinco días en España, si al cabo de los cuales no has decidido ser mi esposa, me iré para siempre y ya nunca más volveré a buscarte, aunque me muera de pena en un rincón de Francia. Y Leonor, que en aquella tarde sentía como el corazón rebosaba hiel, volvióse al hombre bueno, haciéndole saber de corrido y sin tomar aliento, todo lo que sangraba dentro de ella, terminando en un ahogado gemido: —Ya lo sabes todo, Gerardo. Hoy, que me siento predispuesta a quererte, es imposible. La acción de un ser bajo, me priva de ser feliz a tu lado. Un silencio. Por el rostro de Gerardo Laureau cruzó una ráfaga de fuego, como si el odio y la rabia fueran a romperlo, pero no fue así. La voz que salió de su garganta hizo que el corazón de la joven se fundiera en ternura, convirtiéndose en lágrimas, cuyas gotas salobres rodaron lentas hasta su boca apretada. —Olvidaré eso, tengo que olvidarlo. A fuerza de conocerte sé que tú no has pecado, fue él, y a ese... ¡Lo hubiera matado! Una pausa. Después la voz viril se hizo más dulce: —Cásate conmigo, Leonor, y lo olvidaremos todo: tú, que has sufrido por la villanía de un canalla; yo, que hubo algo en tu vida que estuvo a punto de perder tu fe espiritual en el amor y en la existencia. Nos casaremos en seguida, Leonor. Recorreremos medio mundo. Luego, ambos buscaremos la felicidad en aquel rinconcito de Francia, que nosotros haremos único con este amor. Habíala alcanzado por el brazo, llevándola muy apretada a su cuerpo. Ella se dejaba ir, mientras una liberación absoluta la iba invadiendo. —Tengo miedo, Gerardo. Miedo de que no puedas olvidar y me reproches. —¡Jamás! Tendremos muchos hijos, Leonor, muchos. Seremos muy felices con ellos al lado, y nuestro amor. —¿Y si no los tenemos? —Los tendrás, sé que los tendremos.
—¿Y si te engañaras? Eran las once de una noche clara y apacible, cuando llegaron a la puerta de la tapia que circundaba el palacio de Juan Pimentel. Gerardo buscó los ojos límpidos, diciendo al tiempo de atraerla a sus brazos: —Yo me casaré contigo, Leonor. Si no tengo hijos tendré mujer; y a esa mujer la querré desesperadamente, hasta morir por ella, si fuera preciso. Lo que sí te ruego es que no vuelvas a la casa de ese hombre. Vete a un hotel hasta que nos casemos, y yo te lleve por un reino maravilloso. Fue entonces cuando Leonor habló mucho y muy quedo, haciéndole saber el dilema sentimental que torturaba a su sobrina. —Y si yo la abandono —terminó—, Hedy sería un barco al garete. Es preciso que me permitas estar a su lado hasta el día de su boda. Después, te acompañaré adonde quieras llevarme. Y te juro, Gerardo, que seré tuya, y te daré tanto amor como mereces, y yo necesito para ser feliz. Luego, las cabezas quedaron muy juntas, casi pareciendo una sola. Más tarde, cuando tía Leonor penetraba en el palacio, llevaba en la boca la dulzura infinita que Gerardo Laureu dejara en ellos un momento antes.
VI
La víspera de la boda. Hedy, tendida en la cama, con el cuerpo de lado, los ojos fijos en el techo y en la boca un cigarrillo que se consumía solo, oía la charla de Leonor, cuya maternal dulzura ocasionaba más dolor en su alma. —No sé lo que piensas hacer para no convertirte en esposa de Rafael Romeral, pues el día se aproxima y la papilla del palacio está dispuesta para recibirte. —Mi padre lo sabe. No lo ha creído, pero mañana comprobará que soy igual que él. —¡No! Ante aquel grito, el cuerpo de la muchacha se incorporó. —¿Qué te sucede, tía? ¿Es que mi padre es tan malo? Cierto que yo lo creo así, pero es mi padre y he de quererlo por encima de todo. Dime, tía: ¿qué piensas? ¿Es que crees que papá no oculta en su ser una sola fibra sensible? La mano de Leonor fue a posarse sobre su frente, tratando de refrescarla. —No lo sé, Hedy. Me duele que seas como él. Hay veces en que pienso que es cruel. —¿Mi padre? —Sí. —Dime lo que te hizo, Leonor. —Eres muy joven, querida. No sabrías comprenderlo. Después, un silencio que interrumpió la tía para decir como en un susurro:
—Tan pronto te cases, me iré, Hedy. —¿Tú? —Sí. Voy a casarme también. En aquel momento, el timbre del teléfono oyóse insistente, privando a Hedy de lanzar aquel grito de extrañeza que afluía a sus labios. Miró a su tía, que sonrió tristemente, y sin abrir los labios, alcanzó el auricular acercándolo a su oído. Al oír la voz que llamaba al otro lado del hilo el rostro bonito tuvo una leve contracción, como si la pena que roía su alma saltara toda a sus ojos húmedos. —¡Hola. Oscar! —saludó con voz inexpresiva—. Creí que ya te habías ido. — ... —¿Mañana al mediodía? — ... Sonrió entre dientes. —Hoy no puedo adelantarte nada. Espera a mañana. La respuesta llegó vibrante hasta los oídos de tía Leonor, que hizo un esfuerzo para no arrancar el aparato de manos de su sobrina, pues veía claramente que aquella charla era una tortura para la muchacha. —¡Vente conmigo! No esperaré a mañana, Hedy. —Piensa que habrá da pesarte, Oscar. — ... —Bien —repuso con voz que a tía Leonor se le antojó bronca y dura—. Vete. ¡Todo se acabó! Y colgó, dejándose caer sobre la cama, sacudida por fuertes sollozos.
—¿Qué te ha dicho Oscar, Hedy? —¿No lo has oído? —Todo, no. —Se va. No quiere esperar a mañana. —¿Cómo ha de esperar si vas a ser la esposa de otro hombre? —¡No lo seré! —gritó incorporándose en el lecho—. ¡Diré que no en la capilla; diré que lo aborrezco, que le odio! La boca de Leonor distendióse en una sonrisa amarga. —Sé que no lo harás, Hedy. Te faltará valor. No le faltaría, no. Ella, que se conocía bien, no ignoraba que dentro de su cuerpo se ocultaba un mundo de fuerza, impulsado quizá por el inmenso amor que sentía por Oscar. —No me faltará, tía —dijo, fríamente—. Amo a Oscar apasionadamente y seré de él, por encima de todo. Si no, no me caso con nadie. Es bonito vivir de un recuerdo, me has dicho una vez, pues viviré de él y seré feliz. —Sentóse en la cama e inquirió—: ¿Con quién te vas a casar? —Me caso con Gerardo Laureau. Siempre estuvo enamorado de mí. —Pero tú no le quieres. —Te equivocas, Hedy. Sé que aprenderé a quererlo. —¿Y te irás con él? —Tan pronto te cases. —¡Oh, tía! —gimió angustiosamente—. ¿Vas a dejarme precisamente cuando más he de necesitarte? —Es preciso, Hedy. Aunque te dijera los motivos que me impulsan a ausentarme de esta casa, no sabrías comprenderme. Sólo puedo decirte que me iré, porque
quiero ser feliz al lado de un hombre bueno. Hedy mordióse los labios con fuerza. —Dime, tía —pidió con voz entrecortada—. ¿Gerardo Laureau es el hombre que te inspiró amor cuando apenas contabas quince años? —No, querida. Durante toda mi vida, hasta ahora, estuve queriendo a un hombre a quien creí bueno y leal. Me equivoqué. Por él renuncié a la felicidad, por él sacrifiqué mi juventud... Hoy quiero emprender una vida nueva con el corazón limpio y sano, que por entero se lo daré a Gerardo. Hizo una pausa que Hedy no interrumpió. Después prosiguió lentamente: —Amando se aprende, querida nena. Se aprende a vivir y distinguir el verdadero amor de una morbosa pasión. Hace mucho tiempo, oí comentar algo sobre el sufrimiento y la experiencia, y me pareció absurdo. Hoy no lo creo así, comprendiendo que no es preciso vivir para adquirirla. El sufrimiento nos la proporciona, quizá por eso yo la tengo. voy a seguir un camino nuevo, consagrando mi vida al amor de un hombre franco y cariñoso, que me lo dará todo, y a quien corresponderé con mi alma entera. Hedy se hallaba sentada sobre la cama, con las piernas encogidas, la cabeza inclinada y un cigarrillo apagado entre sus dedos agarrotados. —¿Quién fue ese hombre, tía? —preguntó sin mirarla. Leonor hizo un gesto vago. —!Qué más da! Hoy sólo es una sombra del pasado. No representa más que eso para mí. —¿Le has dicho a mi padre que te casabas? Y al hacer la pregunta, los ojos profundos fueron a clavarse escrutadores en la faz impasible de Leonor, como si quisiera leer en ellos y llegar a lo más profundo del alma de su tía. Pero no lo consiguió. Leonor permanecía con la vista fija, ensimismada, como si nada de aquello le afectara. Hedy encogióse de hombros, diciéndose que una vez más había entendido
torcidamente a su tía. Había creído comprender que entre su padre y Leonor hubiera algo de mucha trascendencia, pero ahora desechaba tal idea, volviendo a conducir su pensamiento a su propio dolor. —Papá se disgustará cuando se entere que nos vas a dejar. ¿Se lo has dicho, Leonor? —Ni se lo diré. Ya lo sabrá mañana. —Me alegro que puedas ser feliz, querida tía. Pero no voy a negarte que siento tu marcha. Mañana, cuando más he de necesitar de ti, me veré sola y abandonada. Ignoro cómo se van a desarrollar tus cosas, pero si puedo decirte que, suceda lo que suceda, mi pensamiento estará siempre a tu lado, y si necesitas mi apoyo lo tendrás. La respuesta de Hedy fue seca, pero rotunda: —Si Oscar no viene mañana a recogerme, no sé lo que haré. —¿Piensas que vendrá? —Tengo esa esperanza. —¿Y si te equivocas? Se encogió de hombros. —Probablemente me matará papá, pero es igual. ¡Debe de ser maravilloso morir por amar!
VII
El día amaneció espléndido. Lucía el sol con esa transparencia que habla de espiritualidad y pureza. También la silueta grácil, envuelta en luces y gasas, arrancaba a los numerosos invitados una exclamación similar: «¡Parece un sol diáfano, como si fuera una virgen o un ángel..., todo puro, toda ella espiritual!» La carita que el velo dejaba al descubierto mostraba una expresión entre cansada y decidida, como si dentro del cuerpo bonito, un algo tembloroso, se cerniera un mundo de rabia y resolución a la vez que una pena infinita. Avanzaba lentamente por entre el cordón que formaban a ambos lados del templo los distinguidos invitados, del brazo de su padre, cuya figura esbelta y fuerte parecía desafiar al mundo entero, llevando en su rostro una expresión triunfante, como si gritara el fin feliz de la batalla. Tras ellos, el novio y Leonor, la madrina temblorosa y exquisita, dejando ver en sus ojos húmedos un ansia loca y un miedo espantoso. Los invitados, todos de la más rancia nobleza, fueron colocándose en el reducido templo del palacio, ante cuyo altar, lujosamente engalado, se postraban los novios en medio de sus padrinos. Nadie suponía el drama que se inculbaba en el corazón de la linda novia, a quien todos creían la más feliz de las criaturas. Los ojos de Hedy, clavados en el rostro puro de la imagen que presidía el altar, imploraban misericordia, fuerza, valor. Todo lo que le era preciso para llegar al fin que se propusiera y cumplir el juramento que se hizo a sí misma. Lo hallaba. Necesitaba hallarlo para demostrar a su padre que por sus venas corría la misma sangre violenta que la suya, pero más que nada, deseaba ser libre y correr, volar hacia el hombre que era toda su vida.
En medio de su dolor y nerviosismo, una sonrisa sarcástica floreció, casi imperceptiblemente, en sus labios apretados uno contra otro, recordando quizá el telegrama recibido antes de formar la comitiva y que había estrujado entre sus dedos crispados.
«Te desea un mundo de felicidad tu amigo, ”Oscar”
Estaba fechado en Barcelona la noche anterior. ¿Era todo aquello lo que el hombre amado le deseaba, el ser por el cual iba a cometer un acto censurable, una acción que tal vez Dios y los hombres no le perdonarían jamás? «¿Y si al fin, ante aquel altar engalanado y refulgente hiciera entrega de su vida a Rafael Romeral, cuya figura altiva y cínica se arrodillaba próxima a ella?», preguntábase. ¡No! De hacerlo así, hubiera ido empujada por el despecho, pero nunca por amor hacia el hombre que en distintas ocasiones burlóse de ella, posponiéndola ante cualquier cantante sin escrúpulos. Además, ante todo lo mezquino se hallaba su dignidad y su amor. Su vida también que pedía dulzura y comprensión, no el cinismo que él había de ofrecerle. Se estremeció. El sacerdote estaba ante ellos, mirándolos con sus ojillos vivos e inteligentes, sonriendo algo imperceptiblemente a la linda novia, la muchachita que en más de una ocasión viniera a postrarse ante el confesionario para poner en los oídos santos su dolor y alguna vez... su felicidad. Un silencio impresionante se cernió en la capilla. Tan sólo la voz dulce del padre oyóse queda, pero clara y profunda: —Rafael Romeral, ¿quieres por esposa a Eugenio Pimentel? —Sí, quiero. El cuerpo de Leonor fue sacudido violentamente al sentir cómo la voz del sacerdote hacía las mismas preguntas a Hedy, cuya boca vio fuertemente apretada, mientras a sus ojos se asomaba una expresión refulgente que a fuerza
de moverla el dolor, se convertía en dos gruesas lágrimas que el ardor de la piel secó nada más haberse deslizado del párpado. —Eugenia Pimentel, ¿quieres por esposo a Rafael Romeral? Esta vez la respuesta no salió pronta y rotunda. Transcurrieron varios segundos que causaron nerviosismo entre los invitados, cuyos ojos quedaron presos en la figulina blanca que altiva y serena se arrodillaba entre la fornida estampa del padre y la altiva del novio. En la expresión del primero, todos apreciaron algo que jamás fue patrimonio del financiero afortunado: temor. Se le vio nervioso e inquieto, con los ojos puestos en la boca del sacerdote quien aún tuvo ánimos para hacer la pregunta un algo más alto, como si deseara terminar con la tensión que se cernía en el templo: —Eugenia Pimentel, ¿quieres por esposo a Rafael Romeral? Los ojos de Hedy se abrieron mucho, tanto que parecieron salirse de las órbitas. Mostraron un brillo desusado en ella. Después la voz sonó vibrante y clara en los callados ámbitos: —¡No! El sacerdote se estremeció, mirando ansiosamente la carita pálida que parecía implorar y aún volvió a hacer la misma pregunta, como si deseara hacerle comprender a su amiguita, que allí, ante el altar, había de dar una respuesta adecuada al acto que se estaba celebrando. —Eugenia Pimental, ¿quien...? La voz profunda de la muchacha rota en un sollozo que pudo contener, le interrumpió ahogadamente: —¡No, padre! ¡No quiero! Se puso en pie y miró en alerredor sin detenerse en ninguno de aquellos rostros que atónitos la contemplaban. Serena y firme, pero mordiéndose los labios hasta manchar los dientes con dos gotas rojas, y cerrando las manos cruzadas sobre el pecho palpitante, cruzó las naves del templo, yendo a postrarse en el último rincón de la capilla, próxima a la pequeña puerta de la sacristía.
Nadie había salido de su estupor, cuando ya el sacerdote, sin dejar de sonreír beatíficamente, dio principio a la misa. Todos permanecieron callados. Juan Pimentel quedóse quieto y estático, mirando el altar con torvos ojos. Tía Leonor, con la cabeza inclinada sobre las palmas abiertas, sentía como un ansia loca de correr al lado de su sobrina, le atenazaba el alma, pero quedóse allí, preguntándose qué sucedería cuando la comedia cesara y los invitados marcharan cada cual a sus domicilios y padre e hija se hallaran frente a frente, chocando tal vez por primera vez verdaderamente, sus caracteres violentos, que, precisamente por ser muy parecidos, había de ser imposible contener la furia que dominara a ambos, ya desposeídos de la careta con que los dos se cubrían. Él, para hacer daño e infelices a los que lo rodeaban; ella, para buscar su dicha, defendiéndola de la tiranía de aquel padre egoísta. Rafael Romeral no se había movido; parecía una estatua con ojos fulgurantes, adonde se asomaba una llama de odio y deseo de venganza. Entretanto, los invitados mirábanse unos a otros como si se interrogaran. Hedy Pimentel permanecía arrodillada en la última nave, con las manos cruzadas sobre el pecho, y en los ojos una serenidad impresionante. Cuando el reverendo hubo dado fin al Santo Sacrificio de la Misa, la novia recogió con una mano la larga cola, tomando luego la dirección de la sacristía. Entretanto, Juan Pimentel conducía a sus invitados al salón donde se hallaba dispuesto el «lunch», sin haber dejado de sonreír, ni denunciar la terrible lucha que se cernía dentro de su corazón rebosante de ira. Rafael Romeral no pudo soportar la humillación. Subió a su auto, perdiéndose en una populosa calle. Durante mucho tiempo no se supo de él. Mientras Juan Pimentel sonreía forzadamente en medio de sus asombrados invitados, que no concebían de dónde sacaba aquel hombre fuerzas suficientes para representar la comedia, Hedy se quedaba quieta ante el cura que había sido para ella el mejor amigo.
* * *
Los ojos vivos del sacerdote la miraban entre interrogantes y enojados. —Has hecho mal —reprochó sin esperar que Hedy tomara la palabra—. Esto dice muy poco en favor tuyo, y hasta es muy posible que en adelante sufras el desprecio de tus semejantes. —Defendía mi felicidad. —¡Ay, hijita! ¿Sabes tú dónde se halla esa felicidad? —Al lado de Rafael Romeral, ¡no! —¡Quién sabe, pequeña! Además, había otros medios de librarte del compromiso. Esta acción de hoy te servirá para crearte odios y algo más que no quiero pensar, chiquilla. —¡No me importa, padre! —¿Estás segura, Hedy? —¡No lo sé! Y dejóse caer sobre una butaca, con la cabeza entre las manos, sacudida por fuertes sollozos. —Te hace bien el llorar, nena —dijo posando su mano en la cabeza angustiada —. A veces es preciso que las penas se dilaten por mediación de las lágrimas. Llorar, además de ser saludable, libera a las criaturas doloridas. Pero eso ya no es preciso, pequeña. Ahora ese llano no hace más que afearte, había de ser antes, cuando todavía no te habías postrado ante el altar donde la Virgen estaba sabiendo lo que ibas a hacer y te censuraba. ¡Si antes de esto hubieses hablado conmigo, Hedy! —reprochó blandamente—. Cuánto mejor hubiera sido. —Se lo he dicho, padre. Pero usted, como papá y tía Leonor, no me han creído. —Me lo has dicho, queridita. Pero no en confesión, como era tu deber. —No pensé en nada.
—Lo piensas ahora, y ya es tarde. Se irguió entre estremecida y suplicante. —No estoy arrepentida, padre —dijo, resuelta—. Si tuviera que hacerlo de nuevo, daría la misma respuesta. —Mucha pasión hay en ese cuerpo, Hedy, y es preciso que la domeñes con mano recia y segura. Tú lo harás, nena, en la forma que yo te diga. Que tía Leonor te lleve con ella. —Ante la mirada interrogante, añadió sonriendo—: Lo sé todo y algo más que tú tal vez ignoras e ignorarás. Como te decía, ve con ella y no quieras comprometerte con ese otro hombre por el cual has cometido una mala acción. Durante un año sacrifícate. No quieras que te hable de amor, no permitas que te acompañe, ni le hagas partícipe de tu resolución. Al cabo de ese año, cuando tu sacrificio por Dios sea completo y ya no quede en ti una partícula de rencor hacia nadie, ¿oyes, Hedy?, ¡hacia nadie!, ven a mi lado, y si él te quiere, te seguirá y entonces yo te casaré. Para que el sacrificio sea verdaderamente sacrificio, has de luchar con ese amor que te atenaza el alma, y dominar el deseo de correr a su lado y entregarte al placer de una pasión. —¡Padre! —No te asustes, pequeña. A fuerza de vivir mezclado con miles de almas, he aprendido a estudiarlas. Sé lo que deseáis, por qué luchan miles de infelices (tú estás hoy comprendida entre ellas), para terminar todos del mismo modo. La vida es un soplo, Hedy, sólo comparado con la Eternidad. —Por eso mismo, padre, porque es un soplo hay que vivirlo de prisa y sin... Detuvo con un gesto brusco sus palabras. —¡No blasfemes, Hedy! Vives en un gran error. Por eso mismo, como tú dices, porque es un soplo, hay que saber vivirlo, pero no para gozar en, este mundo con famosos placeres, sino para ganar el cielo y que esa Eternidad no sea un infierno. Has de pensar en esto durante ese año que te concedo, para hacerte perdonar el daño que has hecho hoy a un hombre que, aunque sea un cínico y un degenerado, es un alma que algún día tomará el mismo camino que tú, si es que antes no tratas de confiarte a Dios ganando su perdón. Ahora vete, Hedy. Cumple al pie de la letra mis consejos, y, sobre todo, no dejes de pensar nunca, ¡nunca! en la Eternidad.
Los ojos femeninos, anegados en llanto, se posaron tiernamente en la faz emocionada del sacerdote. Después, buscó la mano rugosa y la besó repetidas veces. —¡ Gracias, padre, gracias! —dijeron sus labios, temblorosos. —Llevas mi bendición, hijita. Vete a casa, y cuando tu padre se enfurezca, pues bien lo conozco, nada respondas que sirva para ofender. ¡Es tu padre!
VIII
Transcurrieron algunas horas antes de que Juan Pimentel penetrara en la alcoba donde su hija, sentada en una butaca, permanecía silenciosa y abstraída, con la cabeza inclinada sobre el pecho y en los ojos humedad de lágrimas. Tía Leonor habíala abrazado en silencio, sin haber hecho un reproche, mirándola tan sólo con ojos dulces y penetrantes, pero sin abrir los labios que, plegados en un rictus indefinible, posábanse en la mejilla satinada, pálida y húmeda, en aquel fin de mañana que tanta amargura le estaba ocasionando. —Ahora he de dejarte —dijo Leonor, posando sus manos en los hombros que aún cubrían las gasas tenues de su traje de novia, y buscando con insistencia los ojos que la celosía de los párpados suaves ocultaban remisos—. Gerardo me espera en la calle próxima. Hedy mordióse los labios, como si quisiera detener el efluvio de palabras atropelladas que acudían a su boca. Tuvo deseos de decirle lo que significaban los consejos del sacerdote, pero no se atrevió, por temor a que tía Leonor tratara de llevarla con ella y ello hubiera sido igual que que destrozar su viaje feliz en compañía del hombre que en adelante había de ser todo y lo único para ella. —Adiós, tía —repuso tan sólo, hurtándose sus ojos—. Serás dichosa, tía, porque lo mereces. —No lo sé, pequeña. Voy al encuentro de la felicidad, eso sí. Pero ignoro si podré hallarla. Después la besó en la frente, al tiempo de hacer un esfuerzo para contener las palabras que acudían a sus labios, tan sólo dijo con aquella dulzura que movía todos sus actos: —He de esperar, Hedy. Los invitados están desfilando y tu padre no tardará en enfrentarse contigo. Espero, Hedy —repitió—, creo que necesitarás de mí. Me tendrás en la habitación contigua.
Quedóse sola, y allí estaba ya frente a su padre, cuyos ojos, fulgurantes y fieros, se clavaban en ella, como si quisiera fulminarla. Durante unos minutos, ambos permanecieron frente a frente, sin abrir los labios, midiéndose sólo con la mirada, que en aquellos momentos parecían dos saetas. —¡Si te matara, Hedy! —Es mejor, papá. —¿Y lo dices? ¿Aún te atreves a convenir que estás mejor muerta? ¡ Ah, Hedy, con qué placer te hubiera visto desaparecer para siempre! ¿Sabes, hija? Desde hoy has dejado de ser para mí algo querido. ¡Te odio, muchacha! —Siempre me has odiado. La sacudió por los hombros, zarandeándola como si fuera una muñeca. —Sí, es cierto. Te odié siempre, porque tu presencia me traía el recuerdo de la otra mujer repugnada que me entregaron para juguete de mis caprichos. —No te entiendo, papá. Ante aquella serenidad que no esperaba, la sangre de Juan Pimentel se le atropelló en el rostro, come si le estremeciera un arrebato de locura. Cogió entre sus manos la carita angustiada de su hija y hundiendo sus ojos en los de ella, manifestó con los dientes apretados y una rabia indescriptible: —Cierto, no la quise. Me casé con ella porque tu tía Leonor, esa orgullosa e hipócrita mujer que muestra en su rostro una sonrisa falsa, me la entregó cuando apenas contaba yo veinte años y todas mis ilusiones eran felices, eran ilusiones... Eso es. Desde entonces fui un ser ficticio, sin aliciente. Caminé por la vida como un autómata, y ahora que de nuevo tú frustras mis planes, siento los mismos deseos suicidas que en aquella noche en que tu tía Leonor me dijo que su amor era de otro. ¿Dónde se halla ese otro? —gritó fríamente, mirando en derredor can ojos extraviados—. ¿Dónde? —Una risotada que a él mismo amedrentó, hizo eco en los ámbitos—. Ahí la tienes sola y sin compromiso, sin ese dueño cine decía tener.
Por la mente de Hedy cruzaron, como un relámpago, ciertos hechos que entonces le pasaran por alto, y en aquella mañana comprendía su significado. Su padre se engañaba respecto a tía Leonor. Aquella sí tenía dueño. Un hombre bueno y honrado que había de respetarla y hacerla feliz. Pensó, en medio de su dolor, que a Juan Pimentel aún le faltaba por sufrir el golpe más recio, quizá el verdadero golpe, ya que su hija, a fuerza de aborrecerla —él lo aseguró, aunque su sentimiento fuera bien diferente—, significaba poco en su vida. Los hechos sucedidos no afectaban su corazón, sino su amor propio de padre. Lo que Leonor le reservaba era diferente, aquello sí había de destrozar el músculo que él aseguraba insensible desde los veinte años, pero no era así: era sensible, padecía y sentía como los demás, lo que sucedía tan sólo es que se hallaba destrozado, y fue precisamente el desamor de la mujer querida quien destrozóle, y ahora de nuevo había de lastimarlo, pero no haciéndole un daño superficial, no. El verdadero daño, el que había de destruir su poder de hombre y su amor propio de varón. Tía Leonor se hallaba en pie en el umbral de la puerta, enfundada en un trajecito de viaje que hacía más estilizada su figura frágil y delicadamente femenina, mostrando en sus ojos una expresión entre serena y retadora. —¿A qué vienes? gritó el hombre, yendo hasta ella. —¿Qué buscas? ¿Qué quieres? —A Hedy —repuso fríamente—. Vengo a buscar a Hedy para llevarla conmigo. Por el rostro viril cruzó una ráfaga indefinible, aunque Hedy, apoyada desfallecida en los pies de la cama, se dijo que parecía locura. —¿Contigo? ¿A dónde? Leonor irguióse ante él. Sus labios bonitos se entreabrieron en una sonrisa sarcástica. —Me voy con el dueño, que desde hace muchos años me espera, Juan. No te irás!
—Sí, Juan. Durante toda mi vida permanecía obsesionada con una ilusión fija, dolorosa, con un recuerdo que no me dejó vivir con tranquilidad, robándome felicidad, no dejándome margen para disfrutar de mi juventud... Hoy todo se acabó. Voy a casarme. Voy a ser feliz. Hedy, replegada ahora contra la esquina de la alcoba, observó cómo las manos de su padre se crispaban tras la espalda y el rostro viril de facciones enérgicas, duras y enrojecidas en aquel momento, se inclinaban hacia su tía, cuyo cuerpo permanecía erguido y desafiante. Por primera vez, Hedy comprendió todo lo que la marcha de su, tía significaba para su padre, y tuvo pena de él, una pena que le roía el alma, llegándole a sus ojos hasta anegarlos en llanto, haciendo que su boca se apretara duramente, mientras a su mente acudía una resolución que por momentos, según ellos continuaban zaheiriéndole, se hacía inquebrantable, llegando a ser una obsesión casi dolorosa. —¿Qué has hecho, Leonor? ¿Sabes lo que significa eso? ¿Te das cuenta de la forma en que vas a entregarte? Se aproximó mucho a ella, taladrándola con sus pupilas desafiantes, en aquellos momentos inyectadas en sangre. —Has sido mía, Leonor —dijo, crudo y bronco, hundiendo sus ojos en los claros que permanecían impávidos, pero brillantes de lágrimas, lágrimas que calladas se deslizaban por los párpados abatidos, rodando lentas por la mejilla hasta ir a fundirse con el aliento de fuego. —Ya nadie podrá disfrutar aquellos momentos que me concediste a mí —añadió, con los dientes apretados y en los ojos una expresión de locura—. Vas a engañarlo. Pero yo iré a su lado, le diré que me perteneces, que tu lugar es éste, que... No pudo más. Posó sus manos con rudeza y unos deseos destructores pintados en el rostro morado ahora, a fuerza de contener el furor. Hedy comprendió que Leonor iba a quedar reducida a la nada si consentía que las manos de su padre, hechas garfios en aquellos segundos de locura y desesperación, si antes ella no se colocaba entre ellos, impidiendo que los deseos de su padre se cumplieran implacables.
—¡Papá! —gritó, corriendo a su lado, posando sus manos en ambos pechos jadeantes. En el de él, que parecía hinchado y pronto a estallar. En el de Leonor, que contenía la respiración, como si fuera a ahogarse en el suspiro de ansia que la atenazaba—. ¡ Repórtate, papá! Entra en razón. Deja que la tía se marche. Tiene derecho a ser feliz. Juan se volvió a ella, sin haber soltado los hombros de Leonor, clavando en los suyos sus ojos destructores. —¿También tú? — gritó desesperadamente, dejando que su habitual ecuanimidad cayera rota y maltrecha—. ¿Y eres mi hija? ¡ Idos las dos! — añadió, soltando a Leonor y retrocediendo con pasos vacilantes—. Me quedaré aquí solo. ¡ Ya no me importa! La muchacha abrazóse a sus rodillas. —¡ No, papá! —musitó, sacudida por los sollozos—, Yo no te abandonaré. Quedaré a tu lado, siendo para ti lo que nunca fui. Jamás llegué a imaginar que tu sufrimiento, además de ser reconcentrado, fuera tan intenso y doloroso. Hoy comprendo que te quiero más que nunca. Sí, papá, estaré siempre a tu lado. ¡Siempre, siempre! A medida que hablaba atropelladamente, sus brazos se cruzaban sobre el cuello fuerte, atraiéndolo apasionadamente, hasta apoyar la cabeza batida contra su pecho palpitante. Él permanecía quieto, silencioso, quizá por primera vez comprendía lo que Leonor, la mujer que hoy se iba con otro, representara para él. Y el ansia, que al someterse a prueba despertaba apasionadamente dentro de su corazón pidiendo lo que ella no quería darle. Pues ya nada más pediría, que se fuera, que gozara de la felicidad que él quizá ya no supiera darle. ¿Suplicar? ¡Jamás! Que se alejara para siempre, que nunca más se presentara ante sus ojos. —¡ No te aflijas, papaíto! —pidió la vocecilla entrecortada de la hija, mientras sus manos acariciaban la cabeza viril que impasible se recostaba en su pecho, como si se hallara inconsciente, igual que si ya no sintiera y nada le afectara—. Los dos en esta casa también seremos felices. Te querré mucho, papá, te rodearé de dulzura y nunca más sentirás la falta de otra mujer... ¡Qué tonterías estaba diciendo! Y lo más curioso era que no lo ignoraba. Pero
qué otra cosa había de decir si nada le salía, si sus frases las movía el nerviosismo y el dolor de ver cómo el rostro querido se quedaba impasible, retratando una angustia inenarrable a la vez que una desesperación infinita. Leonor fue retrocediendo lentamente hasta quedar detenida en el umbral de la puerta, expresando en sus ojos una mirada indefinible, como si una lucha interior se desarrollara en ella. Miró luego las dos figuras que, muy juntas, permanecían calladas, vueltas de espaldas, hacia ella, y una sonrisa tenue entreabrió sus labios. Sintió cómo una oleada de ternura le pinchaba en el alma, a la par que su dolor le hacía daño, entremezclándose con las ideas que a borbotones acudían a su cerebro. Tuvo deseos de correr y estrecharse contra aquel pecho que, pese a todo, era su vida... “No lo quiero, le aborrezco y me repugna”. Eso había dicho en presencia de Gerardo Laureau, el hombre bueno que, una vez más, había de sacrificarse, renunciando al amor de Leonor Cuesta. Nada era cierto. Las frases de él, que salieran inflamadas de despecho y dolor, le habían descubierto todo lo que durmiera durante algún tiempo en su corazón, y que en aquel momento despertaba pidiendo lo que era suyo y le pertenecía desde infinitos años. Comprobando también que aquella misma acción, que tachara de cruel, fuera movida por el mismo amor irrazonable que a ambos dominara. “Tú no has pecado, fue él quien pecó...” ¡Mentira! Fueron los dos, porque ambos lo sintieron, porque los dos lo disfrutaron. Miró largamente las figuras inmóviles, retrocediendo más, hasta pisar el pasillo reluciente. Después dijo, quedo y con un algo de apasionada dulzura en la inflexión suave: —Adiós, queridos. Como impulsado por un resorte, Juan Pimentel se puso en pie. No se movió, pero sus brazos se alargaron hacia adelante, y la boca que jamás suplicara pidió apasionadamente: —No te vayas, Leonor! ¡ No me dejes! Ella sonrió. Dejó en el rostro descompuesto una larga mirada indefinible y cerró la puerta, desapareciendo.
Fue entonces cuando Juan Pimentel, el hombre que jamás supiera del resquemor de una lágrima, dejóse caer sobre la cama de su hija, sacudido por un convulso sollozo. —¡Papaíto! Nada más. Quedóse allí, de pie, ante la figura estremecida, con los ojos clavados ansiosamente en la cabeza que se ocultaba entre los brazos, y en la boca una sonrisa de sarcasmo y dolor. Entretanto, en la calle solitaria un hombre esperaba anhelante la silueta grácil que se aproximaba lentamente. Pero lo que ignoraba Gerardo Laureau era que un nuevo dolor había dé romper para siempre sus esperanzas.
* * *
—¡ Leonor! —susurró Gerardo, abriendo la portezuela del auto—. ¡ Cuánto has tardado! ¿Y el equipaje, querida? La muchacha torció el gesto en una mueca rara. —Me quedo, Gerardo —repuso, cerrando la portezuela y quedando de pie ante ella—. He comprendido que Juan Pimentel, pese a todo, es, fue y será todo en mi vida. —¡ Leonor! —No me preguntes por qué es así, pues no sabría responderte. Sé tan sólo que lo quiero, que jamás dejé de quererlo, y que si me entregué fue empujada por ese mismo amor. —¿Así, Leonor? Ella sonrió imperceptiblemente. —Dicen que el amor es así —dijo entre dientes—. Nunca lo creí hasta hoy, pero
no es tarde. Creo que voy a casarme con él, Gerardo. Pues, además de ser mi deber, es mi anhelo. El hombre mordióse los labios, mientras a sus ojos asomaba una expresión dolorosa, pero nada dijo que resultara una respuesta. Era un hombre bueno y honrado, un hombre que amaba, y cuando ese amor es sano, sin mancha de doblez, ha de saber tener una reacción similar, pues la lógica estaba allí, mostrada con sencillez por mediación de la boca apretada de Leonor Cuesta. Había sido de Juan Pimentel, el hombre que amaba apasionadamente, pues que continuara siéndolo si hacia él no le empujaba otra cosa que un cariño fraternal y un agradecimiento infinito. ¿Agradecimiento? Leonor lo estaba diciendo: él no lo creía así. La había querido como un hombre sabe querer: con sus egoísmos y sus pasiones, pero nunca con renunciamiento. Aquél llegaba porque tenía que llegar, porque ella lo imploraba, porque en medio de todo lo estaba exigiendo. De otra forma, jamás renunciaría. Además, aquello no era renuncia. Era su deber. —Has sido muy bueno conmigo, Gerardo. Te estoy muy agradecida, pero... —No continúes, Leonor. En estas cosas, el agradecimiento no existe. Te pedí que fueras mi esposa porque te quiero, porque me gustas, porque sé que a tu lado hubiera sido feliz. Si no te quisiera ni me gustaras, te dejaría ir, Leonor, como dejo a otras muchas. Por eso te repito que el agradecimiento no existe. —Entonces, Gerardo, sólo puedo decirte que te recordaré siempre como a un amigo, el mejor. —Retrocedió unos pasos, limpiando una indiscreta lágrima, y añadió—: Te deseo mucha felicidad, tanta como quiero para mí. Él tuvo deseos de gritar que la felicidad sólo la hubiera adquirido al lado de ella, pero nada dijo. Conformóse con estrechar fuertemente la mano que la alargaba y dejar en su rostro una mirada larga y húmeda. Luego Leonor sólo vio, a través de sus pupilas empañadas, una estela de polvo espeso y grisáceo.
* * *
En la alcoba de Hedy todo continuaba igual. Ella estaba de pie ante el lecho donde su padre permanecía tendido y callado, como si fuera una cosa insensible, mirando hacia adelante sin ver nada, ni tener noción de las horas que transcurrían. Fue al abrirse la puerta cuando Hedy volvió el rostro y vio a su tía que, con la boca entreabierta y los ojos dulces, brillantes de apasionamiento, penetraba en la estancia, avanzando lentamente hasta detenerse ante el lecho donde Juan Pimentel permanecía inmóvil. —¡Tía! —susurraron los labios de la muchacha, casi sin abrirse. —Vete, Hedy. He de hablar con tu padre. La chiquilla cogió entre las suyas las manos de Leonor, apretándolas muy fuerte sobre su pecho. —¿Te quedas, tía? Leonor movió afirmativamente la cabeza. —¡ Gracias, tía! Él te necesita. Después desapareció, cerrando la puerta tras de sí. Leonor contuvo la respiración. Mil encontradas sensaciones se revolvían dentro de ella. Primero la claudicación de él, su abatimiento, el sufrimiento que leía en aquel silencio denunciado por el rendimiento absoluto... La entrega tal como era, como sentía, sin ocultar nada. Entregándose al dolor exento de fingimiento. Ahora todo él era suyo. Lo veía en la angustia retratada en aquellos ojos que, vueltos hacia ella, la miraban como si en realidad no la reconociera. En la boca plegada que hablaba de un dolor inenarrable. Callada y estremecida, sintiendo cómo la sangre hacía daño al correr atropelladamente por sus venas, fue despacito hasta sentarse a su lado. —¡Juan! —llamó en voz baja, cogiendo con sus dos manos la cabeza morena que se abandonó en su regazo—. No te dejo, Juan. Estoy aquí para siempre... He comprendido que yo también te necesito en mi vida... —Después casi en su
mismo oído, en un susurro enloquecedor—: ¡ Quiero casarme contigo y ser feliz! Transcurrieron varios segundos antes que Juan comprendiera el significado de aquellas palabras. Hundió la mirada de sus ojos de fuego con los otros que, rutilantes, se le entregaban, y alzando la cabeza, musitó, bajito, con voz profunda y bronca: —Vete, Leonor. Ahora ya me has vencido; ya lograste que mi amor fuera todo tuyo, no sólo de hechos, sino de obras... ¡ Como tú has querido! Vete y no me tortures más. —No me iré. Me has pedido que me quedara y como lo estaba deseando, aquí estoy y para siempre, para que me adores y hasta si quieres para que me mates entre tus brazos, y me dejes chiquita, chiquita... —¡Leonor! —Sí, Juan, un día me hiciste tuya... ; quiero seguir siéndolo. El rostro de Juan Pimentel resplandeció. Irguió el cuerpo atlético y, cerrando desesperadamente el cuerpo frágil entre sus brazos, hundió sus ojos terriblemente apasionados en los otros bonitísimos. —No te dejaré chiquita, Leonor, no te dejaré... No terminó. Buscó los labios estremecidos, que besó con ansia, desesperadamente. —Yo sí que me veo empequeñecido ante la grandiosidad de tu alma. —Es que es tuya, Juan, siempre lo fue. —Dime que me perdonas, Leonor —murmuró posando con avaricia los labios en la garganta suave que ya siempre sería suya y jamás se le negaría. —¡ Te amo, Juan! Creo que eso lo dice todo. Volvió a besar los labios que se le entregaban apasionadamente. —Dime que sueño, adorada.
—Sí, Juan, sueñas. Me parece que yo también sueño —susurró por lo bajo, estrechándose entre aquellos brazos que siempre fueran su anhelo.
IX
Leonor, sentada en un diván, hacía punto en una primorosa labor, posando una que otra vez los ojos en la puerta por donde había de aparecer su marido. Hacía un mes que se habían casado y un mes que era intensamente feliz, como jamás llegara a imaginar, como ni había soñado... Él era maravilloso, algo brusco tal vez, aunque en esa brusquedad viril se hallara quizá su mayor atractivo. Sin embargo, pese a que su felicidad era inmensa, infinita, algo existía dentro de aquella casa que le privaba de ser enteramente dichosa. Su sobrina..., aquella chiquilla linda y buena que mostraba en el rostro una expresión melancólica, inyectadas sus palabras de tristeza, y hasta su andar se hacía vacilante, como si el mundo entero se desplomara sobre sus hombros. Habían transcurrido dos meses desde aquel día en que tantas y tantas distintas emociones les proporcionara a ambas... ¿Después...? ¡ Ya no quería ni recordarlo ! El doctor le pinchaba el alma, cuando con la imaginación leía las crónicas malévolas que insertaron los periódicos locales en aquellos días, y algunos más de los que siguieron. —¿Merezco esto? No. Leonor sabía que no lo merecía, pero tampoco dejaba de comprender que el mundo era así, y ya nadie podría cambiarlo. La voz de la chiquilla al interrogar a la estremecida tía, parecía romperse en un sollozo que a fuerza de ser contenido producía en la boca aquel sabor agrio que iba a crispar luego sus labios en un rictus amargo. —Nunca nos ofrecen lo que deseamos ni lo que debe ser, hijita; siempre han de zaherirnos con aquello que más nos afecta y nos duele. —¿Es que hice algún mal, tía? —No, querida. Si has hecho mal fue sólo para ti.
—Para mí no, puesto que lo hubiera repetido; no estoy arrepentida. —Lo sé, Hedy. —¿Y me censuras? Leonor sonrió cariñosa. —No, pequeña, no te censuro, aunque reconozco que había otros medios para deshacerte de Rafael Romeral. —Dime cuál. La tía calló. Nada podía decirte. ¿Qué otro medio había si Juan Pimentel en aquel entonces no razonaba? ¡Si fuera ahora! —Callas, tía —reprochó la chiquilla con amargura—. Tú. también censuras mi acción. —No. Pienso tan sólo que hubiera estado mejor la huida con el hombre que amabas. —Entonces no me repudiaría un puñado de hombres incomprensibles, sería todo el mundo que me conociera. No, Leonor, hice mejor así para Dios y para mí. Mi conciencia está tranquila. A Rafael se lo había dicho, no me creyó, como tampoco tú ni mi padre me creísteis. Al decir aquello las manos de Hedy crispábanse sobre el periódico donde en grandes caracteres titulaban la crítica de esta manera: La muchacha que se arrepintió ante el altar, o bien: Hedy Pimentel desdeña a su novio en la iglesia... Después las preguntas formuladas con segunda intención: ¿Un nuevo amor? ¿Quién es el verdadero amor de Hedy Pimentel? ¿Dónde se halla Oscar Decher? Y aquellas preguntas escritas con doblez producían en la muchacha un doble dolor, un dolor inmenso, inenarrable. Los días que siguieron fueron angustiosos para Hedy y los que la rodeaban. Llegó un momento en que la vista de los periódicos le producía horror y fue entonces cuando Leonor, estrechándose en aquellos brazos que ahora eran las cadenas más dulces para ella, pidióle, oculta la cabeza en el pecho viril:
—Has de procurar que los periódicos desaparezcan de esa casa, Juan. Y Pimentel besaba apasionadamente aquellos labios que le enloquecían, prometiendo todo lo que ella deseaba. También él era diferente. El cariño a su hija se acrecentaba a medida que los días transcurrían, y el amor de Leonor se hacía mayor. —Sufre, Juan —susurraba. —¿Y tú, adorada? —Por ella. —No quiero que sufras ni tú ni ella. Quiero que todo sonría en esta casa. ¡Todo, todo! ¿Las crónicas? Déjalas, ya callarán. Hed tiene que ser feliz. ¡Ha de serlo! Pero no era así. Hedy hubiera sido feliz si Oscar Decker hiciera su aparición en escena, conteniendo las lenguas viperinas, ya que ella, contra todo y sobre todo, se hubiera entregado en aquellos brazos que la apasionaban, pero no era así: Oscar continuaba oculto sabe Dios dónde, sin que su presencia hiciera feliz a la chiquilla. Aquella mañana Leonor vio cómo la puerta del saloncito se abría, dejando paso a Juan Pimentel, cuyo rostro de facciones enérgicas mostraba ahora una dulzura insospechada en aquella brusquedad y fiereza anterior. —¡ Adorada! —susurró, yendo hasta ella y apretándola muy fuerte contra su pecho—. ¿Por qué tan sola? ¿Y Hedy? —En su cuarto. —¿Todavía? —Estoy disgustada, Juan; Hedy está acabando consigo. Pienso que debiéramos hacer algo. —¿Y qué?
—Es lo que no sé. La contempló arrobado. Seguía tan bonita como siempre, tan dulce y espiritual como jamás había dejado de serlo, más que nunca quizá, puesto que ahora se le mostraba tal como era, sin doblez ni reticencias. Ahora era ella y... Resultaba maravillosa. —Déjame besarte, Leonor, después puedes continuar con el tema de Hedy. —¿Pero es que no te lo di todavía? ¡Es imperdonable, querido! Y él —pobrecito hombre—, se volvía loco apretando sus labios contra los de ella, que una vez más se le entregaba apasionadamente. —Ya está bien, amadísimo —musitó posando sus manos cariciosas en los cabellos negros—. Dime qué es lo que haremos con Hedy. —¿Qué te parece si nos tomáramos unas vacaciones? —¿Lo dices en serio? —¿Pero es que hablo alguna vez en broma? Mira, la quietud de un paraje solitario nos sentará muy bien. Tengo una casita en cierta aldea de Valencia. ¿Qué te parece? Podríamos ir a la capital siempre que se nos antojara. Además el chalet es bonito, alegre, cómodo: carretera hasta él... ¡Ea! Vete a decirle a Hedy que mañana nos iremos en el auto, dispuestos a disfrutar dos meses despreocupados. —Tengo que darte un beso —sonrió feliz, viendo el deseo en los ojos de él. —Eres maravillosa. Ya en presencia de Hedy, dijo Leonor, acariciando la cabeza abatida que se inclinaba sobre el libro: —Tu padre y yo hemos pensado ir a pasar dos meses a un pueblecito próximo a Valencia. —¿Yo me quedo?
—¡ Por Dios, Hedy! ¿En qué estás pensando? Iremos los tres. —Bueno. —¿Lo acoges así? —Si supieras, tía, que todo me es indiferente. —Hoy, porque eres una campesina, pero mañana ya no será así. La juventud cambia como el tiempo en verano: tan pronto llueve como hace sol. Hedy sonrió. No quiso decirle que para ella siempre estaba lloviendo. —¿Te animas, Hedy? —¿Por qué no, si vosotros lo deseáis? —Eso no es respuesta. Has de ir con gusto; de no ser así, nos quedamos. —Confieso que me encanta desplazarme, pero no voy a negar que me es indiferente un lugar que otro. —Pues si te es tan indiferente, iremos al pueblo. ¡ Estoy segura que te encantará! —¿Lo conoces tú? Leonor tuvo que reír. Cierto que no lo conocía, pero no menos cierto que si a Juan le gustaba, a ella le apasionaría. —No lo conozco —confesó, sin dejar de sonreír—. Pero tu padre me habló de él. —Naturalmente, si a Juan Pimentel le gusta, a su esposa... —También —terminó susurrante, mirando ante sí como hipnotizada, como si aún lo tuviera delante y se hallara correspondiendo a sus besos. Hedy se le aproximó por la espalda, cogiéndola tiernamente los hombros esbeltos. —¿Sabes, tía? Si encontrara un hombre como mi padre no dudaría en unir mi
vida a la de él... Tiene que ser maravilloso ser querida como tú lo eres. Los ojos de Leonor se humedecieron. —Si, Hedy; tu padre es maravilloso; por eso yo le quiero tanto. Estoy segura de que encontrarás un hombre que te adore de la misma manera que tu padre me quiere a mí. —Sólo Oscar podía quererme de esa manera y ese... —Vendrá a buscarte, ya lo verás. Hedy movió la cabeza de un lado a otro. Lo dudaba, pero, aun así, dentro de su corazón quedaba una pequeña esperanza. A la mañana siguiente el elegante automóvil de Juan Pimentel tomaba la carretera que les conducía a Valencia.
X
Allá, en Barcelona, un hombre sentado tras la gran mesa de despacho leía diariamente los periódicos, en los que se vapuleaba malévolamente la acción de Hedy Pimentel. —¿Y para estay me rogaba que esperase? —rugía asustándose de su propio eco, cuyo zumbido le hacía daño—. ¡ Ah, Hedy, eso es lo que yo no esperaba de ti! —¿Sucede algo, hijo? —inquiría la madre, cuando el muchacho penetraba en el piso, con los ojos inyectados en sangre y en la boca una media sonrisa de amargura—. ¡ Sufres, Oscar! —No tiene importancia, mamá. —Piensa todo lo contraria, querida. —¡ Qué más da! —Ella, Oscar? El muchacho se encogía de hombros ocultando luego, ya sin poder contener el dolor, la cabeza entre las manos crispadas. —Nunca imaginé que llegaras a quererla tanto. —Ni yo. —¿Ahora sí? —Cuando se pierde algo es cuando verdaderamente comprendemos el significado de su valor. —¿Con Hedy Pimentel te sucedió eso? No respondió. Clavaba los ojos en las letras apretadas, dejando asomar a sus ajos
unos deseos destructores. La censuraba a ella, sí; pues antes de proporcionar el grotesco espectáculo debiera de haber medido y meditado las cosas, haciendo gala de su voluntad por mediación de un “no”, pero a su padre, en la soledad de su intimidad, no allí en la iglesia, en presencia de un mundo hipócrita y cruel, que sólo esperaba un desliz de su prójimo para clavar en éste sus dientes afilados y morder con saña la fruta envidiada. —¿Sigues queriéndola? —Se puso en pie mirando con ojos extraviados las dulces facciones de la madre. —¡ Toda la vida! —mordió con rabia—. Aunque fuera otra la acción de Hedy, la seguiría adorando. Fue la primera mujer que me hizo estremecer y ya nadie sabrá igualar lo que ella me dio. —Pues vete a por ella. —¿Ir? ¿Qué dices, mamá? ¡Hedy ha muerto para mí! Lo decía con odio, con un deseo terrible de que las palabras que salían de sus labios apretados llegaran a su corazón, hincándose allí con saña, con dolor, y aunque aquel mismo dolor le hiciera daño, que fuera lo suficientemente tenaz para borrar el deseo que le atenazaba de correr hasta ella y apretarla entre sus brazos aunque la destrozara, convirtiéndola en nada... Sin embargo, no se cumplió su deseo... La seguía queriendo, la adoraría mientras viviera y tendría que ir a su lado aunque sólo fuera para verla de lejos. Recordaba los ojos bonitísimos, suplicantes, dulces y apasionados enloqueciéndole. La boca húmeda que tantas y tantas veces, en la soledad de la noche, había sido suya. —¿Olvidarla? ¡Jamás! ¿Ser de otra mujer? ¡Nunca! Ella era toda su vida. Pero aunque lo comprendía así, una rabia sorda le dominaba, y un deseo de tenerla, de verla en sus brazos rendida de amor, hacerla suya y después... matarla! Supo que se hallaba en Valencia y salió en aquella dirección en un día claro y luminoso. Pero él no lo vio. Veía sólo su rabia y su dolor, y eso no le dejaba margen para fijarse en nada más.
XI
—Es preciso que salgas, Hedy, pues te estás consumiendo sin motivo. ¿Crees que esa actitud es de una chica moderna, dinámica que antepone su voluntad por encima de todo dolor? —Yo soy muy antigua, papá. No soy ni dinámica ni moderna; voluntad no tengo ninguna. El padre se hallaba sentado sobre el césped, próximo a Leonor, que con la cabeza inclinada tejía nerviosamente. Hedy se balanceaba tranquilamente en el columpio, suspendido de dos árboles. Miró las dos figuras tan queridas y sonrió dulcemente. —Antes no eras así —intervino Leonor—. Es impropio del mundo amilanarse así por una cosa que pertenece al pasado. —Hay pasados que siempre son presentes. —Pero no deben serlo. ¿Para qué tenemos voluntad? ¿Dónde dejas tu amor propio de mujer? —¡ Bah! Entonces fue el padre quien se irguió furioso. —Hedy —dijo brusco y con un algo de aquella fiereza antigua que lo caracterizaba—. O coges el auto y te largas a Valencia con las chicas de al lado o te echo fuera de casa. Hedy parpadeó, nerviosa. —¿Lo dices en serio, papá? —¡ Si...! ¡ Qué diablo!
Un algo asustada, se bajó del columpio. —¿A dónde vas, Hedy? —sonrió Leonor con picardía alcanzando la chaqueta de su marido y haciéndole sentar de nuevo a su lado—. Eres un majadero —riñó en voz baja junto a su oído. —A llamar a Purista y su hermano: ellos me acompañarán. —Harás muy bien. —Tú lo has dicho, papá. Juan se alzó de nuevo, yendo a su lado y abrazándola estrechamente. —No te echaría de casa, Hedy —dijo tiernamente—. Pero es preciso asustarte un poquito para que te espabiles. —Ya lo sé, papaíto. Y voy a salir. ¿Sabes?, quiero disfrutar de este día tan maravilloso. Luego echó a andar camino del chalet vecino, mientras su padre se dejaba caer al lado de su esposa, apoyando la cabeza sobre el regazo de Leonor, quien acarició el cabello negro, musitando: —Eres... —Tu hombre —terminó, alcanzando la cabeza femenina hasta dejarla muy cerca de la suya. —Quise decir un salvaje. —Pero que sabe querer. —¡ Loco! —¡ Amadísima...! Momentos después aparecía Hedy. —Ya se han ido —dijo sonriente—. Creo que voy a ir sola.
—No te estrelles. —No ternas, tía; el volante y yo somos buenos amigos.
* * *
—¿Interesante la lectura? Un sobresalto inmenso, pero quedóse quieta, sin alzar la cabeza ni continuar leyendo. Hubiera sido imposible, sabiendo que lo tenía allí muy cerca, taladrándole quizá con sus ojos profundos y escrutadores. Tal vez como sus padres le pidieran, había ido a Valencia, pero nada más. Allí se hallaba, sentada ante el volante, en una calle de poco tránsito. El lujoso vehículo detenido próximo a la acera; ella con la cabeza inclinada sobre la revista que no leía. ¿Qué hacía allí? ¿Qué esperaba? Leer, esperar... a nadie; tan sólo pidiendo que las horas transcurrieran rápidas para volver al lado de sus padres diciéndoles que se había divertido horrores. Todo lo que le sucedía era grotesco y cruel, pero... ¡nada! Quizá ella lo había buscado así con objeto de defender su amor. ¿Lo había logrado? ¡ Ya se está viendo...! Oscar Decker sonreía entre dientes, apoyándose en la portezuela cerrada. —¿Tienes miedo a mirarme? Ahora sí levantó la cabeza, dejando sus ojos tristes, un algo vagos, en el rostro viril. —¡Estás más bonita que nunca! “—Durante un año no quieras saber de él. No permitas que te acompañe...” Los consejos del sacerdote acudían atropelladamente a su cerebro. Iban transcurridos sólo dos meses; faltaban diez para hacer con el perdón que
precisaba para volver al lado del viejo amigo. —¿Los acontecimientos te dejaron muda? Leyó ironía cruda, bronca, cruel, en la modulación burlona y satírica. Mordióse los labios. Nada repuso. Los ojos del hombre la veían más bella que nunca. El cabello, yendo contra la moda, se dejaba caer juguetón, largo, rutilante, cubriendo parte de la mejilla satinada. Los ojos, con aquella mirada melancólica que él no supo definir como tal, hacían más atrayente la expresión de su rostro bonitísimo. Hasta las manos que vio crispadas sobre la blanca rueda del volante, le parecían más blancas, más puras y acariciantes. —Vayamos a bailar un rato, Hedy —dijo de pronto con voz bronca, inclinándose más, con objeto de buscar los ojos que se le hurtaban. —¡ No! —¡ Ah! ¿Pero sabes hablar? —No quisiera saber, Oscar, pues de otra forma estoy segura de que nunca te diría todo lo que mereces. —¿Es que merezco yo algo? Los ojos bonitos chispearon. —¡ Tanto, tanto! —¿Por haber dicho un, no bochornoso ante el altar? —¿Es que me reprochas? —No tengo por qué hacerlo, Hedy. A última hora nada me importa. Sólo puedo decirte que si yo fuera Rafael Romeral, te mataría o habías de decir que sí, quisieras o no quisieras. —Es que si Rafael Romeral tuviera valor para hacerme decir lo que él quisiera, yo no me aproximaría al altar firmemente resuelta a decir que no, ya que
entonces le hubiera amado. —Y reconoces que hiciste mal. —No —gritó ya, sin poder contenerse, al tiempo de oprimir el pie con nerviosismo y rabia en el acelerador—. Si lo hice así fue por tu amor. Hoy ya no lo hubiera hecho, Oscar. Eres odioso y te desprecio. Oscar quedóse con la palabra en la boca, pues que el vehículo se perdía raudo en la amplia calle
XII
—¿Te das cuenta? Desde aquella tarde, Hedy baja todos los días a Valencia y parece que lo hace a gusto. —No lo creo, Juan. Cada vez que regresa trae en el rostro una mueca de desencanto. He pensado no forzarla más: que haga lo que quiera. —¿A dónde ha ido hoy? —Tomó la dirección del monte. Quedaron callados y muy juntos, con los ojos puestos en la loma y las manos enlazadas. Allá arriba, en lo más alto del monte cuajado de verdor, se hallaba tendida Hedy, con los ojos hundidos en el horizonte empurpurado y las manos cruzadas tras la nuca. Enfundábase en una faldita de cretona y el busto lo aprisionaba con una blusita blanca oprimiendo cariciosa las carnes tibias y palpitantes, dejando ver el cuello que había sido nítido y transparente, hoy un algo tostado, haciendo más tentadora la piel tersa. La cabeza bonita la envolvía en un pañuelo de múltiples colores y en los ojos bonitísimos la expresión melancólica que hacía más hermoso y atractivo su rostro de facciones delicadas. Se tendía sobre el césped. Miraba ante sí, pero nada veía: su mente, sus ojos y hasta su corazón se hallaban presos en su propio dolor; en lo que Oscar le dijera, allá en Valencia, recostado con indolencia en la cerrada portezuela del auto. “Ya no me quiere”, se dijo sin abrir los labios, dejando que a su alma se agolpara un dolor inmenso. Lo había hecho por él; había consentido en enfrentarse con un mundo perverso,
había desafiado el odio de Rafael Romeral... ¿Y todo por qué? Por amor desmedido, por luchar por un cariño que entonces creía franco y constante, y hoy comprobaba que no lo merecía. En las tardes siguientes se desplazaba a Valencia, pero no para detener el auto en una calle cualquiera; lo hacía para vagar constantemente de una lado a otro sin apearse del lujoso vehículo, recorriendo calles y calles hasta que la noche extendías callada, y entonces de nuevo regresaba al hogar donde encontraba la felicidad de aquellos dos seres que tanto y tanto habían sufrido. —¿Es que ella también, tal vez por analogía, había de verse precisada a padecer las mismas torturas que padeciera Leonor...? Años y años sin desfallecer, sin protestar, mordiendo sola el dolor y las muchas desesperanzas; no dejando ver la lucha inmensa que se desarrollaba dentro de ella... No hubiera podido. Tendría que ser imposible contener el ansia de correr a su lado y estrecharse en sus brazos, pidiendo que la quisiera... o que la matara. Ladeó un poquito el cuerpo, encendiendo un cigarrillo que fumó con fruición y deleite, mientras una de sus manos jugaba inconsciente con las briznas de hierba. “Te odio y te desprecio”... Eso había dicho, pero no era cierto. ¿Cómo había de serlo si era toda de él y su pensamiento lo llamaba constantemente y hasta el corazón al palpitar era un alarido de protesta...? “Ven, ven”, parecía decirle, con amor y desesperación. Apretó los ojos con ira y frunció la boca, fumando más de prisa. Oscar no merecía que le recordara; había sido cruel y bajo, no reconociendo la lucha que ella sostuviera consigo misma para atreverse a humillar a un hombre en la iglesia, precisamente por defender su cariño, por alcanzar el amor de él y vivir a su lado todas las maravillas que le prometiera. “—Si yo fuera Rafael Romeral, te mataría o habías de decir que sí, quisieras o no quisieras”, le dijo. ¡ Qué poco alcance tenía Oscar Decker al hablar de aquella manera! ¿Es que no comprendía que por eso precisamente no amaba a su prometido? Si él tuviera valor para obligarla, nunca hubiera dicho que no, ya que entonces lo hubiera amado antes de aproximarse al altar. Amaba del hombre su energía, su fortaleza física y moral, su valor viril, todo lo que Oscar tenía y a Rafael le faltaba.
—¡ Cuánto he tenido que andar para encontrarte! Ante aquella voz la muchacha se incorporó presta, quedando sentada en el césped, con los ojos vueltos hacia el rostro pálido que no sonreía, y en la boca una pregunta mordaz, que formuló, dejando en ella toda la rabia que su meditación le proporcionara. ¿Es que te interesaba encontrarme? —Eso es lo que no sé —repuso fríamente, sentándose a su lado y limpiando el sudor que perlaba su frente—. Salí en mi auto y llegué al pueblo sin saber que deseaba detenerme en él. —Es algo incoherente esa explicación. —No es explicación, chiquilla, es la razón que me doy a mí, no para que tú la escuches. —Y, sin embargo... —La has escuchado— terminó con rabia—. Es igual, Hedy —añadió brusco—. Vine porque estabas tú; si no fuera así, ni me encontraría en Valencia ni subiría a este monte arrostrando todo obstáculo. —Siempre creí que para ti no existían esa clase de obstáculos. —Pues los hay, tú fuiste uno. —¿Yo? —Te has interpuesto en mi camino, cuando más ansias tenía de ser feliz. —Yo no te impedí que lo fueras. Él rió mordaz. —Pero me robaste tranquilidad, me enloqueciste, y ahora, aunque me jurara a mí mismo, imponiéndome la obligación de ser feliz al lado de otra mujer, hubiera sido imposible, puesto que tú eres la única que deseo y quiero. —¿Lo confiesas?
—¡ Dios! —rugió, alargando los brazos y prendiendo los hombros bonitas que temblaban, la furia y la pasión que se desprendía de aquellos ojos de fuego—. Te he dicho que me enloqueces, pero es poco eso, no es exacto; la verdad es, Hedy, que me voy a marchar, pero antes sabré lo que es un minuto de felicidad a tu lado. —¡ Ahora si estás loco, Oscar! —Por ti —barbotó desesperadamente, prendiéndola de tal forma sobre su pecho que la chiquilla no pudo moverse—. Jamás he deseado a nadie como te deseo a ti, y si no te consigo me moriré. Hundió la mirada de sus ojos profundos en las pupilas bonitísimas que se iban humedeciendo lentamente, musitando con inflexión bronca y ruda: —Ya lo sabes, Hedy, aunque intente aborrecerte, no lo consigo, y si prometo a mi otro yo no verte más, las piernas me llevan hacia donde tú estás, y ya mi corazón pide el tuyo y mi boca ansía tus labios, y mi alma... —No la nombres, Oscar, porque no la tienes —interrumpió con un hilillo de voz. Aquella vocecilla sonó desfallecida. Oscar no vio que las pupilas anegadas en llanto suplicaban, y que la boca linda y fresca temblaba perceptiblemente. Qué iba a ver si sólo tenía ojos en la cara: los otros, aquellos que definen el alma, habían desaparecido del cuerpo de Oscar Decker. En aquellos momentos no vio a su Hedy, la chiquilla dulce que gemía angustiada a través de un hilo telefónico, pidiéndole que no la abandonara; sólo veía a la mujer que le enloquecía; los ojos brillantes y el cuerpo palpitante que apretaba desesperadamente contra el suyo. ¿Lo demás? Dejaba de tener interés para él. —Sé bueno, Oscar —pidió en un ahogado sollozo. No podía serlo ya. Él lo creía así, pero lo cierto era que dentro de su corazón aún quedaba la fibra sensible que movía todos sus actos, menos aquél. La desesperación sí era cierto que no le dejaba razonar, pero... la boca de Hedy, ya muy próxima a la suya, fue poquito a poco, con palabras dulces, haciéndole comprender que su comportamiento era el de un canalla, similar quizá a Rafael Romeral.
—Has dicho que sólo me deseas, Oscar, y yo siempre creí que inspiraba en ti un amor sano y limpio, como todo amor que une dos almas. Él quedóse callado, hundiendo los ojos en los otros que muy cerca de los suyos parecían confiar en su caballerosidad. ¿Por qué confiaba si estaba firmemente dispuesto a dar fin a la comedia, y coger lo que le pertenecía, puesto que ella se lo había prometido? “No, te equivocas —le dijo una voz interior, tal vez la de su conciencia—. Hedy Pimentel te lo prometió todo, es cierto, pero no de esa forma equívoca, sino de otra, de aquella que, siguiendo una línea recta, llega al altar”... —¡ No ! —gritó, siguiendo el curso de su pensamiento, buscando ávido la boca que no encontró, ya que la palma temblorosa de la muchacha contuvo su ímpetu, sonriendo blandamente. —Te quiero, Oscar —musitó, con aquella ternura que ya por sí sola enamoraba —. Pero así, no. Vete y medita. Piensa en que me odias sin razón, en que te mandé esperar, en que tuve que decir “no” en la iglesia, para no ser toda la vida una mala esposa. En que papá me perdonó. En que el sacerdote me dijo que al cabo de un año él mismo me casaría contigo... Piensa más que en nada en que te adoro, pero no al Oscar que hoy exige indómito; quiero al otro, a aquel que buscaba mis manos con religiosidad, como si fueran dos cosas espirituales que te entregaban para hacer más puras... Silencio por parte de él. Cierto que la tenía muy apretado en sus brazos, con la carita húmeda muy cerca de la suya, pero no menos cierto que dentro de su corazón penetraba un bálsamo reconfortable, como si fuera una fuente de agua pura, barriendo generosa la turbia que enlodara sus fibras sensibles, haciéndolas duras y canallescas. —Sé bueno, Oscar —pidió de nuevo, dejando las palmas tibias en el pecho fuerte que jadeaba—. Te sigo queriendo como el primer día, pero vete, y cuando comprendas que puedes venir a mí limpio de todo rencor, seré tuya como deseas y de la forma que se te apetezca, pero siendo ya tu esposa. —¡ Ahora! —No. Deja que los meses transcurran, que yo vuelva al lado de mi viejo amigo y le cuente lo sucedido. Oscar la miró largamente. Después, como si le costara un esfuerzo inmenso, la soltó, al tiempo de ponerse en pie, quedando ante ella tembloroso y emocionado.
—Es cierto, Hedy, ¡soy un canalla! —No, Oscar —repuso, alzándose del césped y colocando sus manos en los hombros anchos—. Eres sólo un hombre lastimado que tomó las cosas por el lado trágico, sin comprender que al enjuiciar torcidamente los hechos, podías matar el amor de la mujer querida. —¿Y lo maté? —preguntó ansioso, clavando los ojos en la boca, que sonrió feliz. —No, chiquillo. Cuando el amor es de verdad y tiene raíces hondas, de esas que se hincan de una vez para siempre, no hay quien lo mate, exceptuando Dios, si nos lleva a su lado, y aun así, si allí se continúa queriendo..., ¡ tú serías mi amor! —¡Hedyt! —No me pidas nada. Vete. Cuando te sientas de nuevo el Oscar Decker que me enamoró en la piscina de mi casa, vuelve; entretanto, trabaja y medita... —Ya soy otro, Hedy. —Dentro de unos meses sí lo serás, hoy aún no. Tomó la vereda. Él la siguió. —Escucha, Hedy. —No me hables, Oscar. Te tengo miedo. —¿Miedo? —Si —repuso, volviéndose y mirándole con franqueza que impresionó al hombre—. Si continuamos hablando claudicaré y no debo hacerlo. He prometido no permitir que me abordaras y ya he violado la promesa. La alcanzó por los hombros, oprimiéndola apasionadamente contra su pecho. —Luego te irás, Hedy. Pero ahora tienes que escucharme. Sólo dos días te doy de tregua, pues al cabo de los cuales, si es que no te casas conmigo por las buenas, te robaré. El sacerdote, el padre de almas que es tu buen amigo y lo será
mío, comprenderá lo que nos sucede y sabrá disculpar que hayamos violado una promesa. Ahora déjame besarte y después vete, que yo iré en tu busca mañana mismo. Y Hedy, la pobrecita Hedy, que se consumía de amor por aquel infeliz rencoroso, prestó sus labios, dejando que él la besara hasta hacerle daño.
* * *
Penetró en la salita, saltando alegremente. —¡ Ajajá! —exclamó el padre, soltando una carcajada feliz, al tiempo de guiñar sus ojos a la esposa, que, como él, rió dichosa—. ¿Es que el monte contenía hoy vitaminas o inyecciones de optimismo, Hedy? La chiquilla se plantó ante ellos, alcanzando con sus dos manos las cabezas queridas. —Contiene amor, papá, y esa es la mejor vitamina. —¿Quieres explicarte, Hedy? —Tenéis que ser buenos y salir esta misma noche para la ciudad en mi compañía. Mañana Oscar se nos reunirá allí. —¿Eh? —No te asustes, papá. Me ha buscado en el monte y... —No sigas, querida, lo demás se lee en tus ojos. —¿Por qué serán tan charlatanes? Y entonces Juan Pimentel, mirando arrobado a su mujer, dijo por lo bajo, buscando las manos de Leonor con mimo e infinita dulzura. —Los de todos los enamorados lo son.
Y a la mañana siguiente, como Hedy pidiera, se hallaban en la ciudad.
XIII
—Espera aquí. —Pero, Hedy, ¿qué tiene de particular que te acompañe ante el cura? —Quiero hablar con él a solas; después te llamaré. Sé bueno, cariño —pidió, mimosa, convenciendo al enamorado. —Bueno, pero no tardes mucho, ¿eh? —Te juro que no. Con paso elástico y elegante penetró en la sacristía, donde el sacerdote la esperaba, puesto que le había anunciado su visita por teléfono. Don Daniel le sonrió bonachonamente, alargando la mano, que ella besó con respeto y dulzura. —Creí que ibas a tardar menos. —¿Menos? El anciano rió con picardía. —Los corazones enamorados son enemigos de la espera. —No le entiende, padre. —Siéntate, querida —dijo, ofreciéndole una butaca y ocupando él la próxima—. Hoy hace tres meses que saliste de esta sacristía, prometiendo que en un año te abstendrías de dar oídos a... Oscar Decker. —¿Y bien? —Se los diste en cuentito se presentó a tu lado.
—¿Cómo sabe, padre...? —¡ Ah, pequeña! Eso es propio de estos infelices hombres que adivinan sin ver, porque sus ojos son los del alma y bucean en éstas hasta... Bueno, hasta adivinar lo que vosotros aún no habéis vislumbrado. —Entonces, padre, no es preciso que le comunique el objeto de mi visita. El venerable sacerdote movió la cabeza de un lado a otro. —Al contrario, amiguita. Quiero saber lo que deseas de mí, pues aunque no ignoro el compendio, desconozco los detalles —terminó con aquella fina ironía que se hacía dulzura en sus labios. —¡He violado la promesa! —¿Lo ves? Eso ya lo había adivinado. —Amo mucho, padre. —¡Ji, ji! —rió feliz—. Eso era de esperar, a juzgar por el “no” tan rotundo que espetaste ante el altar. La chiquilla se desesperó. —¡ Oh, padre! ¿Qué es entonces lo que voy a decirle? —Dime, nena, ¿venías sólo a participarme tu compromiso, a pedirme que te casara o...? —¡ Vine a saber si estoy perdonada! —¡Ajajá! Eso está mejor. —¿También lo adivinó, padre? —Sí, pequeña. He sido tu padre espiritual desde que has tenido uso de razón y no ignoro tu forma de pensar y sentir. Sí, Hedy, sabía que buscabas un perdón. —¿Lo tengo, padre?
Un silencio de segundos que a Hedy se le antojaron siglos. Luego don Daniel se inclinó hacia ella, diciendo: —Sí, Hedy, lo tienes; ya lo tenías cuando hace tres meses te vi salir por esta puerta. Las almas buenas siempre lo consiguen. Sé que has obrado empujada por las circunstancias y costándote un mundo de pena humillar a Rafael Romeral. Dime, Hedy, ¿has tenido presente a ese muchacho en tus oraciones? —Sí, padre. ¡Tantas veces! —Dios las ha oído, pues Rafael Romeral es hoy un hombre bueno, honrado, cumplidor de su obligación y médico de su alma. —¿Qué dice? —Así es, Hedy. Tu padre, pese a su adustez, lo buscó y lo trajo a mi lado... — hizo una pausa que ella no interrumpió, aunque le consumía la ansiedad—. Hablé con Romeral detenidamente, como lo hice contigo, más tal vez, puesto que precisaba más consejos... Tu padre me acompañó, enviándole a Nueva York, donde se halla al frente de su negocio de exportación. —¿Y es bueno? —Si, Hedy, es un hombre; antes no era nada. —Entonces, padre, estoy pensando que puedo ser feliz. —Cuando quieras. ¿Y tu novio? ¿Por qué no le has hecho pasar? Hedy se le que dé mirando entre irada y nerviosa. —¿Sabe que ha venido conmigo? —¡ Estaría bueno que no viniera, mujer! —Pero usted sabía... —Ya te he dicho, Hedy, que no sé nada; veo un poco más allá que vosotros, eso sí. Minutos después, Oscar se detenía ante el padre, cuyos ojillos penetrantes y un
algo guasones observaban detenidamente al futuro esposo de su amiguita. —Quiérela mucho, hijo; ella se lo merece.
* * *
Acodados en la borda, dos figuras muy juntas. La luna rielaba juguetona sobre la estela rutilante que el buque va dejando en el mar incoloro, donde se posan ahora los ojos de dos muchachos, que aquella misma mañana habían unido sus vidas en la misma capilla donde tantas y tantas luchas había sostenido Hedy en unos minutos, antes de atreverse a humillar a un hombre, para salvar y defender su verdadero amor. —Hace frío, Hedy. Un suspiro mimoso. —Se está tan bien aquí... —¿Sabes, Hedy? Me pellizco para saber si no estoy soñando. Lo miró apasionadamente. Sus manos cercaron el brazo querido, apretándolo contra sí. —No sueñas, Oscar. Yo soy yo; tú eres tú. Ambos estamos viviendo, no soñando. —¡ Hedy! —Es cierto, Oscar, hace frío. Llévame a donde quieras. Y él la llevó a un lugar maravilloso, que era la intimidad de aquel camarote blanco. Mientras, el buque continuaba surcando las aguas, y la luna, con su cara redonda, miraba, pero nada veía de lo que deseaba.
EPILOGO
Un año después, Hedy y Oscar regresaban de su viaje alrededor del mundo. En Barcelona les esperaban la madre del esposo, Juan y Leonor y un nuevo vástago, que Hedy apretó entre sus brazos, nada más haber pisado el muelle. —Hermanito —susurró apasionadamente, cubriendo de besos la carita rosada—. Dentro de muy pocos meses vendrá otro muñeco para que juegues. Después abrazó estrechamente a sus padres y a la madre política, que le había dado al hombre más bueno, cariñoso y apasionado del mundo. —¿Es cierto eso, Hedy? —¿El qué? Oscar, sentado ante el volante, repuso por ella: —Sí, Leonor, seremos papás dentro de muy poco tiempo; si no fuera así, no hubiéramos venido todavía. —¿Contentos? La mano de Oscar fue a cerrarse sobre la temblorosa de su madre. —Contentísimos, mamá. ¿Y tú? —Yo... Y los ojos húmedos de la señora Decker dijeron todo lo que la boca no podía decir por temblar emocionada. —Hemos visto a Rafael —dijo Hedy, cuando ya en el interior del piso se hallaban dando fin a la comida—. Es muy feliz. Se ha casado y tiene un nene precioso.
—¿Piensa volver? —Sí, papá. Le hemos invitado y prometió complacernos para el verano próximo. Nadie preguntó cómo había sido la entrevista, pero no era preciso, puesto, que los ojos de los esposos lo expresaban francamente. Había sido la de buenos amigos que saben perdonar y olvidar. Cuando a la noche Hedy se hallaba muy apretada en aquellos brazos queridos, dijo, con un hilito de voz: —Desde ahora dedicaré todos los minutos a esperar anhelante a nuestro hijito. —Y a quererme. —¿Pero no lo estoy haciendo? —¡ Hedy!
FIN
Lo hice por tu amor Corín Tellado
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