Ansiedad 2d585o

Índice Portada Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Créditos

Ada Miller

ANSIEDAD

Si disimula el engaño

el amor que no hay en ti,

¿qué importa haber daño en mí,

si yo conozco el daño?

Nunca llegue el desengaño,

pues mejor me está vivir

engañado, que morir

celoso y desesperado.

P. Calderón de la Barca

1

Hernán Fouché metió la mano entre los cabellos y rascó nervioso el cuero cabelludo.

Miraba a Marie con expresión angustiosa.

—¿Estás segura? —preguntó una vez más.

Marie lo estaba.

Hacía tiempo que venía ella rumiando aquella decisión y, decidida ya, no creía que hubiese forma de disuadirla.

Era una joven alta y delgada, de rojizo pelo y ojos verdes enormes. Tenía una boca grande, de gordezuelos labios, unos dientes blancos e iguales y una sonrisa a medias que nunca se sabía lo que ocultaba debajo. Había una gran decisión en su mirada, y en aquel instante miraba a su hermano con expresión tranquila, pero aguda, firme, absolutamente decidida.

—Me largo, Hernán —repitió con brevedad—. No soy capaz de permanecer en Vesoul una hora más —mostró el saco de viaje y la máquina fotográfica que le colgaba del cuello—. Ese es todo mi patrimonio. Me largo a descubrir el mundo y empezaré por París. Tomaré el tren que cruza por Vesoul a medianoche y

mañana estaré en París —metió los dedos en el bolsillo superior de la camisa tipo masculino y sacó algo—. Mira... Aquí tengo el billete.

Hernán volvió a rascar la cabeza.

Era un tipo nervioso, flaco y alto, de mirada lánguida. Contaría a lo sumo veinticinco años y su cabello espigoso parecía partirse en una raya en medio cubriéndole los ojos de un pardo desvaído.

—No cabe duda —continuó Marie—, que eres un buen, hermano. Has pagado mis estudios de periodista y eso te lo agradeceré toda la vida. Pero una vez la carrera terminada y especializada en reportero gráfico, no querrás que me quede en Vesoul escribiendo estúpidas crónicas de sociedad. Me habitué a las grandes ciudades, a la noticia fresca, a la fotografía espectacular... Aquí sólo podría retratarte a ti detrás del mostrador de tu ferretería, al boticario haciéndole el amor a la beata que, si bien está deseosa de acostarse con él, se hace la remilgada. Al alcalde haciendo trampas en el Municipio y a los concejales alargando el dedo para colocar al preferido... desempleado. Por otra parte, no me gustan los chismes sociales, ni mi personalidad encaja en una ciudad tan pequeña, ni soportaría ahogarme en tu ferretería, ni sería capaz por mucho que me lo propusiera de escribir en el periódico local sobre si una calle está adoquinada, o si el basurero no ha recogido la basura, o si fulanita se casa con zutanito y cosas parecidas —miró en torno con su mirada serena y apacible—. Necesito horizontes amplios, calles enormes, rascacielos y motivos por los cuales pueda decir algo en mis artículos y mis fotografías.

Hernán no sabía rebatir aquellos argumentos.

Ambos por igual habían heredado aquella ferretería de su padre. Muerto éste siempre creyó que Marie se adaptaría a la vida pacífica de Vesoul, y esperó con

calma que terminase la carrera para que se reintegrará a la labor de cada día alternándola con su profesión en el periódico local.

—Aquí —dijo atragantado—, tienes tu parte.

A lo cual respondió Marie con firmeza:

—Si tienes algún dinero me lo das a cuenta, y si no soy capaz de mantenerme sola por esos mundos, te pediré más. Y cuando honestamente creas que he comido mi parte, me envías a firmar la liquidación, que muy gustosa lo haré.

—Nunca te liquidaré, Marie. Hoy eres joven, pero mañana puedes ser vieja y necesitar este negocio para vivir.

Marie soltó la risa.

—Si llego a vieja, que lo dudo, y tengo que vivir de este negocio y situarme pacientemente detrás del mostrador, prefiero tirarme al Sena, Hernán. Cada uno es como es. Tú has nacido para, dependiente. Tú no tienes madera aventurera, tú te adaptas a una situación estable y nada más. Yo sería incapaz de esperar que la vida, la emoción, el interés viniera a mí sin salirle yo al encuentro. Por otra parte, no temas por mí. Tengo una profesión. Me gusta, es vocacional. No quiero sujetarme a un periódico determinado. Haré mis fotografías y las venderé a las agencias. De momento mi meta es París, pero mañana puede ser Roma o España. Ya sabrás de mí.

Hernán sintió que le sudaba el pelo.

No tenía más hermana que ella. Y no pensaba casarse por el momento, por lo tanto, se iba a quedar muy solo. Él era un tipo pacífico, tranquilo, sosegado, y Marie era todo temperamento, emoción, intranquilidad y desasosiego.

* * *

Se fue silenciosamente hacia la trastienda y volvió con un puñado de billetes que, silenciosamente, alargó hacia Marie.

—Toma, para los primeros meses. No puedo persuadirte para que te quedes. Conociéndote, sé que sería inútil. Lo siento, Marie. Créeme que lo siento. Pero si algún día vuelves derrotada, ten por seguro que te recibiré con el mismo entusiasmo que si vinieras triunfal.

Marie tomó el dinero y lo ocultó, hecho un ovillo, en el fondo del pantalón de pana parda.

—Si vuelvo será porque guste de volver —dijo resueltamente—, pero nunca ni triunfal ni derrotada. No voy a buscar el triunfo, Hernán, ni la derrota. Voy a vivir y eso es mucho ya de por sí. Aquí tendría que vegetar y contar las miles de horas y miles de días iguales y eso no se ha hecho para mí. No busco triunfos espectaculares ni me creo capaz de aceptar derrotas lastimeras. Sólo busco realizarme como mujer y como periodista. Voy a hacer algo útil a la humanidad y aquí sólo haría vivir tranquila para mí misma, pero me agobiaría este tranquilidad, terminaría por ahogarme.

—Es hora de cerrar —dijo él, angustiado—. Iremos a casa, comeremos y luego yo mismo te acompañaré a la estación.

—En modo alguno —cortó Marie, resueltamente—. Cierra si quieres y vayamos a casa a comer algo. Pero no me acompañes a la estación. Me parecería a mí misma ser una inútil. Por otra parte, ya ves que mi equipaje es exiguo.

—Es lo que veo. Si es eso todo lo que llevas, resulta demasiado poco.

—Dos mudas, dos pares de zapatos, mis cuartillas y mis bolígrafos y los carretes para mi máquina. Todo lo demás me sobra.

Y como Hernán la miraba desconcertado, añadió, riendo:

—Pienso montar un laboratorio en París y revelar yo misma mis fotografías — palpó el bolsillo donde llevaba el dinero—. Será lo primero que haré, Hernán, con este dinero que me has dado. Alquilar un apartamento y habilitar una alcoba sólo para laboratorio. Luego, buscar la noticia en la calle. No pienses que busco gloria y triunfos. Creo que nunca van a interesarme. Pero haré lo que me gusta hacer y eso es importante.

—Aquí podías casarte un día cualquiera —dijo Hernán, cohibido—. Encontrarías marido y formarías una familia...

Marie rompió a reír con desenfado.

—Tampoco busco el matrimonio, Hernán, ni la familia. La familia es uno mismo y te aseguro que es más que suficiente. No me siento tan maternal cómo para parir un hijo, ni espero que el amor condicione mi vida. Ya te he dicho que el viaje por este mundo es demasiado corto para convertirlo en una monotonía amorosa o familiar. Eso queda para ti. Cada uno siente y piensa como es. Tú sí tienes madera de casado y de padre. Y de tendero. Yo no podría adaptarme a tales costumbres, demasiado monótonas para mi temperamento inquieto.

—Pero un día te enamorarás...

Marie pensó que eso ya le había ocurrido en alguna ocasión.

Pero no había pasado de ser una simple sacudida y todo había quedado en nada.

—El día que me enamore de veras y necesite la compañía masculina de verdad, no dudaré en aceptar mi destino —dijo resuelta—. Pero de momento sólo tengo un amor —y mostró la máquina que le colgaba del cuello—. Esto.

Hernán caminó delante de ella por las escaleras interiores hacia la vivienda.

Marie fue tras él dejando el saco de viaje junto a la puerta.

Vestía pantalones de pana pardos bastante estrechos. Unas botas de fina piel de medio tacón y media caña, una camisa tipo masculino color gris con dos bolsillos superiores y una chaqueta de gruesa lana de varios colores. Vestida así

parecía masculina, pero cuando se daba la vuelta ante ella resultaba de un feminismo sorprendente, por el color verde de sus ojos, por los rojizos cabellos lacios y largos, por el trazo de su cara de rasgos exóticos y por los dos menudos senos, túrgidos, que casi le saltaban de la camisa.

Hernán, al llegar a casa, empezó a abrir alacenas y sacar queso, jamón, vino y pan.

—Es pronto aún, Marie. El tren no pasa por la estación de Vesoul hasta bien entradas las dos de la madrugada.

—A las siete en punto estaré en París —dijo ella—. A menos que el tren lleve retraso, que no suele ocurrir.

—¿Has hecho algún trabajo importante en el tiempo que estuviste estudiando la carrera? —preguntó él, mostrándole la comida e invitándola con un gesto a que comiera.

Marie se sentó ante la mesa y soltó la máquina, que quitó por la cabeza. La dejó a un lado y atacó el queso.

—Por supuesto que hice cosas interesantes y que vendí a buen precio. Tengo un teleobjetivo que capta la imagen a muchos metros de distancia. Considero que esto es una profesión libre y ello me da tranquilidad y satisfacción. Me interesa por igual la noticia política como la escandalosa. En una ocasión capté a una dama, esposa de un político importante, en su propio baño, desnuda y saliendo de la bañera. Por aquella fotografía me pagaron casi una barbaridad. Y en otra ocasión «cacé» a una artista de cine muy nombrada haciendo el amor con su

amante de turno. Fue sorprendente lo que yo gané por aquella fotografía. Tengo una agencia —añadió al tiempo de comer—, que me paga lo que yo pida por fotografías eróticas...

Hernán se revolvió inquieto.

—Pero tú no harás eso.

—Yo soy reportero gráfico —dijo Marie, tranquilamente, dejando de comer—. Me largo un rato a la cama. Hernán. Pondré el despertador para que suene a la una. Con llegar a las dos a la estación, no pasará el tren sin recogerme a mí. No te levantes —añadió amable—. Dame un beso, y hasta la vista.

—¿Te bastará ese dinero? —preguntó Hernán.

Marie se encogió de hombros.

—Si no me basta ya te pediré más. Pero creo que es suficiente. Adiós, Hernán, si se te ocurre casarte, que se te ocurrirá, mándame la invitación para tu boda. Yo te enviaré mi nueva dirección.

* * *

Hacía frío y caía un rocío pegajoso y húmedo.

Marie levantó el cuello de la chaqueta de lana y hundió una mano en el bolsillo, mientras sujetaba con la otra el bolso de viaje.

Colgando del cuello llevaba la máquina y en el hombro un bolso bastante deslucido. No miraba en torno. Había poca gente en la estación y ella se apoyó contra una columna esperando que el tren llegara, se detuviera poco más de cinco minutos y prosiguiera su rumbo.

Sintió el característico silbido y vio las luces rojas y amarillas apareciendo. El tren era largo y parecía bufar. El mozo de estación andaba con una luz roja de un lado a otro. Las luces de la pequeña estación seguían iluminadas. De momento, y para toda la noche, era aquél el único tren que cruzaba y el último hasta el día siguiente a media mañana. Ella prefería el de la noche, porque así adelantaba tiempo. Pasaba la noche de viaje y llegaba con las primeras luces a París.

El tren se detuvo con un bufido y unos cuantos pasajeros descendieron. Un señor cargado con una maleta enorme, tirando de una mujer joven aún. Una señora mayor con un perrito en brazos y un joven militar. En la estación no subió nadie excepto ella. Asió el bolso y se introdujo dentro del tren. Por haber viajado mucho durante su carrera, sabía la forma de sacar un billete de segunda clase y «perderse» en un departamento de primera que estuviera vacío.

Cuando ya el tren emprendía de nuevo la marcha, buscó un apartamento solitario.

Todos estaban ocupados en segunda y sólo allí, en una esquina junto a un viejo gordo que roncaba, se hallaba, seguramente, su asiento correspondiente.

No entró.

Esperó que pasara el revisor y le picara el billete. Y cuando le dijo «tiene usted asiento allí», ella se hizo la tonta.

El tren haría dos o tres paradas rápidas hasta París y raro era que a aquella hora subiera nadie.

Pasó del vagón de segunda al de primera y decidió buscar un lugar donde poderse tender y dormir lo que quedaba de noche.

Todo parecía ocupado.

Sólo en un apartamento había un señor de unos sesenta años, dormido, con un periódico doblado en las rodillas.

Marie pensó que el viajero no iba ni a percatarse de su entrada, así que traspasó el umbral, dejó el bolso en una esquina y sin quitarse la máquina que colgaba de su cuello, se acomodó en espera de que avanzara la noche y pudiera buscar un lugar más apropiado a su interés.

El hombre, apenas ella se sentó, abrió un ojo y después el otro. Movió su humanidad y se quedó mirando a la joven con expresión bobalicona.

Tenía los ojillos pequeños, como ratoniles, y una boca grandota y sonriente.

Marie ya conocía a los picaros noctámbulos que hacían como que dormían en los trenes, esperando hallar un plan.

—Se nota que viajas sola —dijo el hombre.

Marie no movió un músculo de su rostro.

—O no —replicó ella.

—¿No viajas sola?

—Con mi bolso —y lo mostró indiferente.

El hombre se levantó y dejó caer el periódico al suelo. Se fue a sentar, junto a ella de forma que sus muslos blandos se pegaron a los duros de Marie. La joven le miró interrogante.

Él abrió la boca de lado a lado diciendo con sonrisa almibarada:

—Seguramente que te gustaría tomar un caramelo.

Marie no se inmutó demasiado. Separó el muslo y dijo con lentitud:

—No me gusta el dulce.

La mano del tipo resbaló como al descuido hacia el muslo de Marie.

Esta miró aquellos dedos blancos y blandengues y estuvo a punto de darle un puntapié. Pero esperó un poco más. A ella le gustaba sentir nuevas sensaciones y aquel tipo era curioso, algo juvenil de aspecto pese a sus buenos sesenta años.

—Voy a cerrar la puerta —dijo él—, a esta hora ya nadie sube. Y el tren no se detiene hasta dentro de una hora.

Dicho lo cual se levantó y la cerró con suma precipitación.

—Cuando giró la cabeza vio a Marie con el bolso en la mano y levantada.

Alzó una ceja.

—¿Qué haces? ¿Es que te vas?

—No me gustan los recintos cerrados —dijo secamente.

Él pareció menguarse.

—Bueno, si quieres, abro, pero... ¿no estaríamos mejor cerrados? Seguramente que te gustaría dormir.

—Me gustaría —dijo Marie, impertérrita, conociendo las intenciones del maduro viajero.

—Pues, hala, tú en ese asiento y yo en éste. ¿Qué te parece?

Marie le miró fijamente:

—¿Por cuánto tiempo?

—¿Qué dices?

—Que por cuánto tiempo se quedaría usted ahí quieto en su asiento y dormido.

—No suelo dormir demasiado. Sufro insomnio, pero te miraría a ti dormida.

alargó la mano temblona hacia los senos femeninos, que rozó apenas.

Marie no se retiró, pero miró duramente al individuo.

—Si no se está quieto -—farfulló—, le rompo la mano. Me parece que es fácil de romper.

El hombre retiró un poco los dedos. Tenía la respiración jadeante y los ojos parecían saltarle de las órbitas. Estaba excitado.

Marie decidió apagarlo de una vez y sin preámbulos dijo:

—Soy lesbiana...

—Oh...

—De modo que si me deja en paz se lo agradeceré.

—¿Lesbiana, lesbiana?

—Del todo.

—¡Qué lástima! Con esa cara. ¿Cómo te pueden gustar las mujeres?

—¿Y cómo le pueden gustar a usted también?

—Yo soy un hombre.

ya su mano había caído desmayada a lo largo del cuerpo mirando a Marie como si fuera un animalito de rara especie.

—Olvídese. ¿Duermo o me largo?

—Por una vez puede gustarte un hombre, ¿no?

—Puede, pero usted no.

Él se precipitó hacia ella e intentó abrazarla, pero Marie le dio un empellón y lo tiró contra el asiento, dejándolo medio tendido y con las piernas fláccidas apenas sosteniéndole los pies en el suelo.

—Yo elijo mis parejas —dijo Marie, secamente—. ¿Permite?

Como la postura le parecía grotesca, caló la máquina y le hizo una fotografía.

—¡Oh! —exclamó él—, ¿Qué haces? ¿Es para hacerme chantaje? ¿Es que le vas a dar la foto a mi mujer? ¿Me conoces?

—No sea ingenuo —dijo Marie, cerrando la máquina y asiendo el bolso—. Es posible que ni siquiera la revele jamás.

—No te marches, mujer. Podíamos pasar un rato agradable.

—Sin duda lo pasaría usted.

—Te aseguro que las chicas, a mi lado, lo pasan divinamente. Y si quieres dinero..., te lo doy.

—¿A cambio de qué? —preguntó Marie desde la puerta, que descorría con una sola mano.

—De tumbarte aquí, debajo de mí.

Marie se alzó de hombros y se dirigió al pasillo cargando el bolso de viaje.

Fue cuando tropezó con algo o alguien.

Era un hombre no muy alto, pero sí fuerte e interesante. Tenía la sonrisa a flor de piel y mostraba unos dientes blancos e iguales, dentro de una tez morena.

—Perdón —dijo él y cruzó por delante de ella rozándola con su cuerpo.

Marie tuvo como un leve estremecimiento, pero el hombre, no más de treinta años, se fue pasillo abajo y Marie vio que entraba en el servicio.

Sujetando su bolso, se fue pasillo abajo buscando un lugar solitario. Lo encontró al final del vagón y pensó que allí podría dormir a pierna suelta.

Lo hizo así y se tendió en el asiento, dejando él bolso a sus pies y sin deshacerse de la máquina que colgaba sobre su pecho.

* * *

No había dormido aún, pese al sueño que tenía, cuando se descorrió la puerta y apareció el hombre joven que ella misma había visto perderse en el servicio.

—¡Vaya! —exclamó él—. Tengo compañía.

Marie echó los pies al suelo y le miró, alzando la cabeza.

—¿Estaba usted aquí?

—Pues sí —replicó él—. Iba solo y dormido.

—Oh, lo siento. Me marcho.

Él sonrió, campechano.

—Puedes quedarte —dijo—. Tenemos dos asientos bastante grandes para dormir independientemente.

—¿No molestaré?

La miraba con fijeza.

—Por supuesto que no.

—¿Se apea pronto?

—No. Voy a París. Me llamo Marcel.

—Yo, Marie.

—De acuerdo, Marie, será mejor que te acuestes de nuevo. Yo también me voy a echar.

—Llevo billete de segunda y me he colado hasta aquí con el fin de descansar un poco.

—¿Vas lejos?

—A París.

—Pues puedes quedarte. Yo viajo con billete de primera y nadie vendrá a molestarte. No obstante, si sube alguien de aquí a París, no tendré más remedio que aceptar al que llegue. Pero si tú permaneces quieta y callada, no creo que a estas horas el revisor ande picando billetes.

—Le vi en su garita al pasar. No —aceptó—, no creo que pierda el tiempo visitando todos los vagones.

—Sí, es perder el tiempo, y la noche se hizo para dormir.

Vestía un traje de pana tipo deportivo de color marrón. Camisa sin corbata de un tono cremoso y se apreciaba el vello a través de la camisa abierta.

Era un tipo rubio, de no muy largo pelo, pero tampoco rapado, tenía los ojos azules y vivos de un azul fuerte. Sus manos eran finas, de largos dedos desprovistos de sortijas, y tenía, en conjunto, un aspecto muy varonil.

Se diría que era un tipo sereno y sosegado y que carecía de las turbias inquietudes del sujeto del otro vagón.

Marie volvió a sentarse y colocó mejor el bolso hacia un lado.

—Si no llevas dentro nada que pueda romperse —dijo Marcel—, puedes muy bien ponerlo de almohada. Yo viajo mucho y suelo hacerlo. Busco una cabina solitaria y duermo casi todas las noches.

Y como ella se callaba, Marcel, ya sentado enfrente, alargó el dedo y mostró la máquina.

—¿Qué haces con eso?

—Fotografías, naturalmente.

Él rompió a reír.

Tenía una risa franca y larga.

Sus carcajadas resonaban como miles de centellitas juntas.

—Eso es obvio. ¿Para qué se quiere una máquina fotográfica? Mira —y mostraba en la red un equipo entero de fotografía.

—¿Tú también?

—Suelo usarla con frecuencia. Es mi oficio.

—También el mío —dijo Marie.

Él la miró, escrutador:

—¿De veras? ¿Qué fotografías tú para que hagas lo que crees que hago yo?

—De todo. Soy reportero gráfico.

—Ah.

—¿Tú..., no? ¿Es por afición?

—No, no. Es mi oficio. Contrato gentes...

—¿Gentes?

—Para que posen para mí. Si quieres pasa por mi estudio mañana y ves qué cosas hago —le entregaba una tarjeta que sacaba del bolsillo interior de la chaqueta de pana—. Vivo donde dice ahí. Y si eres reportero gráfico, tal vez me ayudes en alguna ocasión.

Como Marie callaba, él sacó un cajetilla del bolsillo y se la alargó.

—¿Fumas?

—Sí.

—Pues fuma —y ofreciéndole lumbre, añadió—: ¿Vas contratada a París?

—No.

—La vida no es fácil allí.

—Lo sé. Estudié en París.

—Y por lo que veo vas a buscar fortuna...

—No. No me interesa la fortuna. Voy a buscar trabajo. Pero tampoco me interesa un periódico fijo. Prefiero trabajar a mi aire.

—Yo soy periodista como tú —dijo él-—, y también especializado en reportero gráfico, pero eso da poco dinero y me emancipé. Hago lo que me gusta y lo que me produce más dinero.

—¿Y qué cosa es lo que da más dinero?

Marcel fumó, encogiéndose de hombros.

—De momento tengo montado un estudio en París. Ve por allí cuando gustes. Aprenderás bastante. Yo hago películas que luego exporto a todas las partes del mundo.

—¿Películas?

—Digamos eróticas.

—Oh...

—Eso da dinero —murmuró Marcel con seguridad—. Mucho. De momento estoy empezando y llevo hechas unas cuantas que me quitan de las manos. Ya sabes, ¿no?

—Pues no...

—Es muy fácil. En principio me costó encontrar gentes que se prestaran a ese oficio, pero ahora ya tengo clientes fijos y pasan por mi estudio y posan de distintas maneras. En cuanto a la perfección del acto sexual en sí —añadió—, sucedáneos, sí que hacen, pero yo exijo actos auténticos y con todo rigor. Hay chicas estupendas que saben hacer su labor, pero donde más tropiezo es con los hombres. Yo creo que el hombre en sí, y en situaciones semejantes, resulta demasiado tímido.

Como Marie le miraba sin pestañear, él añadió:

—Lo más difícil de todo es la distribución, por eso ando viajando tanto esta temporada. Voy de un lado a otro buscando compradores. Ya tengo los suficientes, ahora sólo me queda producir.

Y siguió fumando recostado indolentemente en el asiento, con los párpados algo entornados, contemplando a la joven...

2

—Si un día quieres hacer algo para mí, te lo agradeceré —dijo Marcel al cabo de un rato de extraño silencio—. ¿Llevas alguna muestra de lo que haces?

Marie se apresuró a abrir el bolso y extrajo unas cuantas fotografías.

—Usas un mal papel —comentó Marcel contemplando el trabajo—. Lo importante es la técnica y el papel. Te voy a mostrar unas cuantas mías y verás la diferencia. El papel que se usa juega una importancia vital en estos casos. En principio —y abría su saco de viaje sin dejar de hablar—, yo también usaba mal papel porque carecía de dinero. No daba el negocio para mucho. Después empecé a vender pequeñas revistas eróticas y como salían muy bien, empecé a hacer algún dinero. Fue cuando descubrí que hacer películas cortas producía dinero. No es yo pretenda ser millonario—añadió, mostrándole unas cuantas fotografías pornográficas—. Lo único que pretendo es sobrevivir y prefiero hacerlo lo mejor posible. Soy cómodo, perezoso, me gusta la buena comida y el lujo. ¿De qué forma conseguir todo eso?¿Esperando la noticia muerto de frío en el aeropuerto o aporreando la máquina en una oficina para que luego inserten en el periódico el artículo y te obsequien luego con una sonrisa indulgente, una carcajada o un halago? No. No va eso para mí.

Marie contemplaba las fotos, sorprendida. En efecto, el papel era superior y las posturas totalmente eróticas. Mujeres desnudas, hombres como llegaron al mundo. Dos mujeres con un hombre. Dos lesbianas solas...

—No te escandalizarás, ¿verdad?

Ella sonrió apenas.

—No demasiado.

—¿Algo sí?

Y ya se había sentado junto a ella para ver a su lado las fotografías.

—Un poco. Yo hice fotos de varias cosas, pero nunca pillé a dos lesbianas así.

—No son precisamente edificantes sus posturas —rió él, campanudo—. Ni tampoco excitan al amor, pero hay a quien les agrada —sacudió una de aquellas fotografías murmurando—: ¿Sabes cuánto me dieron por los negativos?

—No tengo ni idea.

—Una fortuna. Con ese dinero hice yo mi primera película y pude pagar a los protagonistas. Mira, el negocio es sencillo. En apariencia parece inalcanzable, pero después de una corta experiencia, te das cuenta de que no tiene nada de particular ni de difícil. Todo es cuestión de paciencia, y de saber encontrar la necesidad...

—¿La necesidad?

—De los demás. Estudiantes sin un franco, esposas desengañadas, hombres con ansias de lujo... Esas debilidades de los demás, sirven para que por una cantidad módica, posen y hagan cuanto les dices.

Ella sonrió y le devolvió las fotos.

—Procuraré usar un buen papel para el futuro.

—Es lo esencial. La fotografía luce el doble más. Si usas mal papel se convierten en estampas de medio franco.

—He vendido alguna y usaba ese papel.

—Pero si usas este otro las venderás mucho más caras. Oye, ¿te espera alguien en París?

—No.

—Es decir, que vas a abrirte camino tú solita.

Marie se creció un poco.

—¿No pensarás que soy una novata?

—Yo qué sé. ¿Has hecho el amor alguna vez?

—Sí.

—¿Cuándo empezaste?

—No lo sé. Lo único que sé es que nunca me he sentido con ganas de repetirlo con la misma persona.

—Si quieres —dijo él sin rodeos— lo hacemos tú y yo. No creas que yo lo hago con cualquiera. Soy bastante remilgado para esas cosas. Yo creo que estoy un poco harto. Veo tantas cosas de ésas al cabo del día... Pero contigo me gustaría —le había deslizado los dedos por entre las piernas y la miraba a los ojos con ansiedad—. Tienes una cara preciosa. Ninguna chica de las que posan para mí se parecen a ti. Nunca vi ojos más bonitos que los tuyos, ni boca más fresca.

Se la estaba besando ya.

Con sumo cuidado y más sosegado que excitado. Le introducía la lengua entre los labios, mientras una mano le acariciaba los senos.

Marie sintió una excitación sorprendente.

Nunca le había ocurrido.

A los dieciséis años llegó a París dispuesta a matricularse en la escuela de periodismo y a los seis meses se había acostado con un compañero, un tipo que del acto sexual sabía poco más o menos lo que ella, que no sabía absolutamente nada.

Después, a los dieciocho, cambió con otro, y así hasta que terminó y se reintegró a su hogar con su hermano. En Vesoul jamás buscó compañías masculinas. No es que las necesitase imperiosamente, pero, en cierto modo, estaba habituada a ello y le costaba prescindir de tales momentos.

En aquel instante, ante Marcel, Marie quedó algo temblorosa, pues nadie había usado con ella aquel cuidado maduro que utilizaba él para hacerla suya.

No la hizo suya de inmediato. La acarició un largo rato con cautela y sumo cuidado y cuando llegó el momento, Marie se estremeció de ansiedad, en mudas, pero hondas convulsiones.

—Eres de una sensibilidad extrema —dijo él—. Parece como si fuera la primera vez...

Ella no le dijo que era la primera vez que ocurría exactamente así, y alzando los brazos le rodeó el cuello, mientras él se agitaba sobre ella. Cuando los dos se miraron a los ojos, Marcel dijo, pensativo:

—Desde luego, es mejor que te vea poco. Eres una muchacha que cala y yo no quiero problemas sentimentales, pues tengo mucho que hacer.

Luego, tranquilos ambos, él preguntó:

—¿Nunca has estado interesada por un hombre determinado?

—No.

—¿Ni un poco?

—Nada.

—Pero has hecho el amor muchas veces...

—Por supuesto.

Marcel se apoyó en un codo y la miró, pensativo.

—Eres una chica preciosa —dijo con lentitud—. Y muy sensible. Te has estremecido de los pies a la cabeza, pero creo que por dentro más que por fuera.

A mi nunca me ocurrió eso con una chica. Ni tampoco tuve demasiadas ganas de ver a una determinada por segunda vez. Y, en cambio, creo que me gustaría verte a ti por mi estudio.

—Iré un día cualquiera.

—¿Te ocurre a ti igual?

No quería que le ocurriese.

Ella iba a París con un objetivo y éste era trabajar, no a emparejar ni a ligar con un hombre determinado.

Sin esperar su respuesta, que iba a ser ambigua, Marcel dijo:

—Al amanecer, si quieres, repetimos. Ahora estoy cansado. Ayer mañana apareció en el hotel una de las camareras. Era bonita y joven. Se puso a hacer piruetas ante mí y no tuve más remedio que llevarla a la cama. Era como un potro salvaje y pensé que me descomponía. Pero merecía la pena estar con ella.

Poco a poco y hablando así, se fue durmiendo.

Marie mantuvo los ojos cerrados, pero la verdad era que no dormía.

Pensaba en Marcel. Era un tipo fogoso y hábil. Ella no había tropezado en la vida con un tipo así. Pero al mismo tiempo le daba miedo, y pensó que lo mejor era escurrirse por el pasillo y largarse a otro apartamento, con el fin de que él no la encontrara allí por la mañana.

Ella no quería ataduras y Marcel podía serlo por su forma de ser. Ella buscaba en la vida una entera libertad, y ligada a un hombre ya no sería libre como pretendía ser.

Se sentó con cuidado echando los pies al suelo y se quedó mirándole. Seguía durmiendo.

Tenía cara de niño grande, sensible y placentero.

Él había dicho que ella calaba; pero él también calaba en ella.

Podía ser debido a que siempre había dado con muchachos imberbes que hacían el amor por primera vez y su inexperiencia no podía dejar un grato recuerdo.

De todos modos, lo mejor era escapar e irse a su vagón de segunda.

Metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó la tarjeta de Marcel. Por un segundo estuvo tentada de abrir la ventanilla y tirarla. Pero lo pensó mejor y la dejó donde estaba.

Decidida a defender su libertad, asió el bolso de viaje, lanzó una nueva mirada sobre el hombre dormido y se perdió pasillo abajo sujetando la máquina contra el pecho.

Pasó de vagón en vagón hasta la segunda clase y allí buscó un rincón entre un grupo de jóvenes que cantaban y tocaban la guitarra.

Se sentía deprimida y por primera vez temerosa. Había escapado de la felicidad y no le pesaba. Aquellos jóvenes tocaban sin cesar y ella, sentada, cerró los ojos y se fue quedando dormida. Los jóvenes eran seis, tres chicos y tres chicas y cantaban canciones melódicas que adormecían, de forma que Marie, entre canción y guitarreo, permaneció mucho rato con los ojos cerrados.

No temía que Marcel la buscase. Al fin y al cabo, él mismo lo había dicho, no quería problemas sentimentales. Y ella tampoco.

Al amanecer, el tren llegó a su destino y Marie asió el bolso y se lanzó a la estación. Había mucha gente, pero a eso ya estaba ella habituada, de modo que con su escaso equipaje avanzó resuelta sin mirar a parte alguna y buscó un taxi que la llevara a la pensión donde solía parar.

No iba a quedar allí demasiado tiempo. El justo para situarse en un apartamento a su aire y manera.

El sueño en el tren había sido poco y sobresaltado, de modo que, cuando llegó a la pensión, pensó que se desnudaría y se pondría a dormir después de darse una buena ducha.

La patrona era joven y bien parecida, melosa y servicial, pero Marie ya sabía del pie que cojeaba.

No es que hubiese estado allí desde que inició la carrera, pues había frecuentado muchas pensiones en aquellos años, pero sí había estado lo suficiente para conocer las debilidades de aquella mujer.

Se llamaba Mauren y no contaría más allá de los treinta años, morena de tez y de pelo y con un andar sinuoso y algo varonil.

Al ver a Marie en la puerta se le iluminó el rostro, apresurándose a quitarle el bolso de la mano.

—Ya pensé que no volvías por aquí.

—Hola, Mauren —saludó Marie, desenfadada.

—No sé si tu cuarto estará ocupado, Marie. Pero te puedo ceder el mío.

Claro.

Marie ya sabía que se lo cedería de muy buena gana, pero ella no trataba tales asuntos ni los aceptaba, y Mauren ya lo sabía por experiencia.

—¿Quieres el mío, Marie? No te cobraré.

Marie la miró de mal talante.

—Claro que me cobrarás, Mauren. ¡A tu manera!

—¿Y no te gusta?

—Nunca he probado.

Mauren mojó los labios con la lengua. Se acercó a ella y dijo, en voz baja:

—Prueba una vez...

Marie le arrebató el bolso de la mano y dijo, enojada:

—Ya conoces la respuesta, Mauren. Lárgate con tu lesbianismo, y si no me das mi habitación, me voy a buscar otra por aquí cerca.

Mauren tiró del bolso y, malhumorada, se fue pasillo abajo.

—Eres una terca...

—Soy lo que soy y no quiero ser otra cosa. O me das mi habitación para mí sola o me largo. De modo que no avances más.

—Te daré una habitación —farfulló Mauren—. Eres una desagradecida.

—Siempre te he pagado, de modo qué nada nos debemos.

—No quieres mi cariño.

—Mauren, busca por ahí quien te lo dé y le das el tuyo. Yo no quiero eso. Soy mujer por encima de todo y te aseguro que me gustan los hombres.

Mauren se volvió con furia.

—Así los odio yo a todos.

—Será mejor que me digas qué habitación me das, porque me estoy cansando.

Mauren había llegado ante una puerta y la empujó con el bolso de mala gana.

Entró en el cuarto donde había una sola cama, y las persianas echadas impedían que asomara la luz de la calle. No había aclarado aún el día, y Mauren apretó un botón. Una luz mortecina que invitaba al sueño iluminó la estancia.

-—Supongo que tendré el baño libre —dijo Marie, despojándose de la máquina y asiendo el bolso para sacar una bata de felpa—. Me daré una ducha.

—Yo te acompañaré. No podrás frotarte tú sola la espalda.

Marie, con la bata en la mano, alzó la cara y miró a Mauren con dura expresión.

—¡Si ya me conoces! Si sabes que conmigo no tienes nada que hacer, ¿por qué sigues en tus trece? Si mi brazo no alcanza a lavarme la espalda, me queda sin lavar y en paz. No estoy sucia, de modo que como ya me has servido, aquí tienes el dinero de la habitación y te largas a otro sitio.

Mauren vestía una bata larga y se notaba que estaba desnuda debajo. Hizo que se le separara la bata y mostró sus muslos mórbidos y morenos.

—Vamos, Marie, sé comprensiva.

—O te largas o me largo yo. Una de dos, Mauren. ¿No tienes ya experiencias suficientes conmigo sobre eso? Sabes cómo pienso sobre el particular.

—Espero que estés hoy aquí y que mañana te largues -—dijo Mauren con

sequedad.

—Esperas muy bien, porque voy a vivir por mi cuenta y donde guste.

—Con hombres —farfulló Mauren, más enojada aún.

—Con quien quiera y como quiera. Es mi vida y puedo hacer de ella lo que me acomode. Buenos días, Mauren.

—Oye...

—Buenos días, te digo.

Con la bata sobre el brazo se largó pasillo abajo.

Mauren giró malhumorada y se fue al suyo, mientras Marie se desnudaba y se metía, placentera, bajo la ducha.

Pensó en Marcel. En sus caricias, en cada partícula de su cuerpo, estremeciéndose al evocarlo. Sacudió la cabeza y procedió a restregarse con fuerza como si así quisiera o pretendiera despejar la excitación que le producía aquel recuerdo.

Salió de la ducha y su cuerpo chorreante se perdió en la bata de felpa. Era esbelta y tenía las carnes prietas, excitantemente juveniles y en un momento creyó sentir una honda convulsión, como si Marcel aún estuviera dentro de ella.

Era raro aquello.

Raro para ella, que había hecho el amor bastantes veces sin que jamás quedara en su cuerpo ni en su mente un recuerdo tan profundo.

Desnuda bajo la bata, salió del baño y se perdió pasillo abajo.

Se encontró con Andy. Era un tipo de unos cuarenta años, de porte arrogante y mirada aguda. Le conocía de haber estado en la pensión otras veces. Sabía que era representante de comercio y que madrugaba mucho.

Se la quedó mirando, como atisbando su desnudez bajo la bata.

—Pensé que ya no estabas por aquí —dijo, meloso—. ¿Cuándo has llegado?

—Hace una hora escasa.

—Oye, esta tarde regresaré temprano de mi recorrido. Tengo dos entradas para ver una revista de desnudos. ¿Te interesa? Te invito de muy buen grado.

Andy era un tipo lascivo y pegajoso. Muchas otras veces la había invitado, ella nunca había querido ir con él y jamás hubiera podido explicar las causas exactas de sus negativas.

Era un buen mozo y aún joven y tenía pinta de espléndido y arrogante y muy masculino. A pesar de lo cual, a ella nunca le había atraído.

—Tengo mucho que hacer, Andy. No voy a poder.

—Siempre dices igual y después te veo por cualquier esquina haciendo fotografías aunque sea a una paloma indefensa.

—Hacer una foto a una paloma, a veces, tiene su encanto —dijo, para irse por la tangente.

Andy se acercó a ella e intentó deslizar los dedos bajo la bata, pero Marie le dio un leve empujón.

—No me digas que nunca te ha tocado nadie —farfulló él.

—No te lo estoy diciendo. Pero sí te digo que me toca quien yo quiero, que es muy diferente.

—¿Qué tengo yo para ti, que así escapas de mí?

Marie, la verdad, no lo sabía. No obstante, pensó que después de haber vivido con Marcel aquellos instantes en el tren, iba a serle difícil hacer el amor con otro hombre.

Andy quedó con la mano en el aire y ella se perdió en su cuarto.

Dobló la ropa y la puso sobre una silla. Después se quitó la bata y empezó a friccionarse vigorosamente con colonia, de tal modo que la piel se le puso enrojecida.

Después sacó un cepillo del bolso y procedió a cepillar su largo cabello rojizo mojado. Desnuda como estaba enchufó el secador y se secó el pelo. Después, sí, después fue a relajarse en la cama y abrió las piernas como si Marcel fuese a aparecer de un momento a otro para caer entre ellas...

Cerró los ojos.

Jamás cosa semejante le había ocurrido.

Aún si ella fuera una novata, una ingenua...

Pero ella era mujer desde los dieciséis años. Y la primera vez que fue con aquel estudiante compañero que estuvo viendo durante más de un año, sintió hacia él una absoluta pasividad.

Llevó la mano al pelo y lo alisó maquinalmente, y luego, como estaba muy cansada, se quedó profundamente dormida. Despertó a media tarde y decidió que saldría a buscar un apartamento donde instalarse por su cuenta.

Dejaría de ir por la pensión y de ver a Andy y escuchar sus insinuaciones, así como de la persecución de Mauren, que la tenía hasta la coronilla.

No encontró el apartamento aquella tarde y por la noche comió en un restaurante sencillo y sacó del bolsillo la tarjeta de Marcel.

¿Y si fuera?

Seguro que lo encontraría en su casa. No estaba lejos de allí.

Sacudió la cabeza. No, no quería ataduras de aquel tipo, de modo que decidió irse a un cine...

* * *

No se fijó siquiera quién tenía al lado.

La película era erótica, con mucho de pornográfica. Ello le hizo pensar en Marcel y en el trabajo que aquel hacía para sobrevivir.

El recuerdo de Marcel era como si le clavaran una espina en el cerebro y ello producía como un pesar o un callado tormento, porque no se Sentía libre como cuando se despidió de su hermano.

Sintió que unos dedos se deslizaban por su muslo despacio, como temerosos.

Miró.

Vio a un joven, casi imberbe, que le sonreía como pidiéndole disculpas o como si solicitara permiso para proseguir en su búsqueda.

Marie pensó que no iba a retirarle la mano. Tal vez aquel o evitara que ella continuara pensando en el hombre del tren.

O evitara asimismo que fuera en su busca.

El joven, alentado por la suavidad femenina, deslizó sus dedos por entré los muslos y una de sus manos, como temerosa, se metió por la camisa abierta de Marie.

Esta no dijo palabra.

Se levantó de un salto y salió del local sin volver la cabeza.

Durmió mal aquella noche y a la mañana siguiente salió de la pensión dispuesta a encontrar lo que buscaba para instalarse. Lo encontró en un barrio comercial de mucho tránsito y no lejos de la dirección de Marcel.

Se despidió de la pensión aquella misma noche y procuró poner entre ella y Mauren toda la distancia posible. La lesbiana tenía una amiga con ella y parecía muy complacida. Incluso no le dio importancia a la marcha de Marie.

Tardó más de una semana en instalarse. Dispuso el laboratorio para revelar y ampliar y gastó todo el dinero que le dio su hermano. Y como en sus cálculos no entraba solicitarle más, decidió empezar su trabajo.

Hubo de romper muchas cartulinas antes de sacar fotografías que mereciesen la pena y empezó a usar el papel del cual Marcel le había hablado, con lo que logró unos negativos aceptables. Empezó entonces a funcionar a su aire distrayéndose así y olvidando aquel encuentro en el tren, así como su ansiedad.

El camino no era fácil y para sacar una buena fotografía política, escandalosa o sexual, perdía mucho material. Y carecía de dinero...

Escribió algún artículo que otro, que vendió para sobrevivir. Vendía las fotos en las agencias y como en la que ella vendía habitualmente no pagaban bien y abusaban de sus necesidades, decidió hacer un trabajo concienzudo y fue a ofrecerla a otra agencia más importante.

La foto era la de una respetable dama de la alta sociedad bailando con un artista

de cine, lo cual daba motivo más que sobrado para una noticia sensacional.

—Me llamo Louis —le dijo el encargado de la agencia—. ¿Qué me traes?

—Yo me llamo Marie y soy reportero gráfico. Mire este negativo y luego dígame...

El llamado Louis era un tipo joven, de unos treinta años, bien parecido y muy atildado. Miró a Marie antes que echarle una ojeada al negativo.

—Oye, ¿tienes plan para hoy?

Marie no tenía plan ni dinero.

Pensaba que si aquel tipo la invitaba a comer, se iría con él de muy buena gana.

—¿Qué dice del negativo?

—Después. Dime, ¿tienes plan?

—No.

—Te invito esta noche.

—De acuerdo. Mire el negativo —pidió Marie terca, pues pensaba que si se lo compraba, haría la fotografía, cobraría un buen precio y no tendría necesidad de salir con él.

Louis lo acercó a la luz y lanzó un silbido.

—¿Dónde te has hecho con esto?

—En una sala de fiestas.

—Es lo más sensacional que he visto en tres meses. Te pago por ella una vez revelada... —citó una cantidad.

Marie, que se las sabía todas y no por haber nacido así, sino por haber aprendido con todos los tramposos que pertenecían a las agencias, le asió el negativo y lo introdujo en el bolsillo del pantalón.

—Ni hablar.

—Oye, escucha. Está muy bien pagado.

—Cualquier periódico me da lo que pida por esa foto y el articulito que puedo escribir debajo.

—Oye, mujer, sé razonable.

—Tres veces más y te lo doy.

—Tú estás loca.

—De acuerdo. Entonces hasta más ver.

—Eh, eh, ven acá. Quedamos en que comíamos juntos.

—Y estoy de acuerdo, pero antes hemos de tratar este asunto. O compras a un precio razonable o no te doy la foto ni la noticia.

—Dame el negativo —y abrió un cajón— a cambio del doble de lo que te dije.

—Tres veces más y te lo entrego.

—Oye, no seas necia —y de súbito con suave acento—: Eres preciosa...

—Eso me lo dices después que hayas pagado.

Louis dudó unos segundos.

El negativo era sabroso. La noticia, sensacional. Cualquier periódico pagaría por ello una cantidad más que respetable.

—De acuerdo —farfulló—. Toma tu dinero.

Marie lo contó y lo metió en el bolsillo del pantalón.

—¿Dónde te puedo encontrar? —preguntó él.

—A las diez en mi casa —y le dejó una tarjeta encima del mostrador.

—Espero que por la noche me des la diapositiva.

—Eso es lo convenido.

—Yo ya te pagué.

—Yo te daré la diapositiva.

Y se fue a comer porque tenía hambre.

A la noche fue Louis a buscarla y empezó a husmearlo todo.

—Mi jefe dice que hagas más de ésas. Te las pagamos todas al mismo precio.

—Eso según sea la noticia. Ando a la caza de una gran dama de la alta política que sé que engaña a su marido con el chófer.

—¿Qué dices?

—Lo que oyes. Cuando tenga la noticia y la foto, te la vendo. Pero al precio de seis veces más... Louis arrugó el ceño. —Eres muy exigente. —Por eso sobrevivo...

3

Louis era un tipo que parecía muy masculino, aunque a la hora de la verdad resultaba mediocre, según opinaba Marie.

Se acostó con él. Era necesario para mantener vivo el interés de la agencia Y a falta del jefe, quien mandaba en ella era Louis. No aportó nada nuevo a la ya existente experiencia de Marie. Uno más. Ni peor ni mejor. Sencillamente, uno más.

Resultaba monótono, casi frío. Hacía el acto sexual como si ella fuera un mecanismo, lo cual reafirmó más en Marie su deseo ferviente, cada día más, de ver de nuevo a Marcel.

Podía ocurrir, y esto lo pensaba ella de vez en cuando, durante aquellas breves relaciones con Louis, que Marcel, en el tiempo, se convirtiera también en una absurda monotonía. Pero necesitaba probarlo para saberlo.

Sus relaciones con Louis no fueron demasiado largas. Dos meses todo lo más, y eso porque ella aún no se consideraba bien afianzada en el trabajo que habitualmente entregaba a la agencia. Empezó a escabullirse en los lujosos restaurantes, camuflando la máquina entre sus echarpes. Vestida con cierto lujo resultaba infinitamente más atractiva que vestida de hombre. Hizo fotografías de envergadura en aquel tiempo y cuando la agencia ya la buscaba a ella sin necesidad de buscar ella a la agencia, soltó la amarra que la sujetaba junto a Louis.

—Te siento distante —le dijo Louis un día.

Y tanto que lo estaba.

Ella buscaba otra cosa en aquel goce sexual. No el puramente material. Y junto a Louis, era imposible sentir nada más.

—Lo vamos a dejar, Louis —le dijo aquel día.

El hombre dio un salto.

—¿Qué dices, mujer?

—Que ya no nos interesamos.

—Louis se puso rojo como la grana.

—A mí me interesas tú más cada día. No sé lo que yo te interesaré a ti.

No quería herirlo.

Le había ayudado a abrirse camino en la agencia, a que le pagaran por las fotos y artículos más que nadie y justamente lo que valían.

—Como un amigo, sí.

—Marie, yo te quiero para casarme contigo.

Marie sí que dio un salto.

—¿Qué dices? ¿Casarme yo?

—¿Por qué te asustas así?

—Porque yo no me caso.

—Es el fin que persigue toda mujer.

—Toda mujer. ¿Es que yo seré diferente? Porque la verdad es que no persigo el matrimonio.

Louis la miró boquiabierto.

—¿Es que no te interesa el matrimonio, la familia, los hijos, todo eso...?

—Yo vivo mi vida, a mi manera, pero sería incapaz de serle fiel a un hombre, y de infidelidades tengo yo montones de negativos. Yo no vivo en una mentira, Louis. Yo vivo verdades como puños. Las vivo como me gusta vivirlas y el matrimonio es una verdad que a mi manera, y desde mi experiencia me gusta respetar. Y para no hacerlo prefiero no casarme.

—Yo podría mantenerte como a una reina.

—No soy reina, Louis. Soy un reportero que le gusta la lucha de cada día. El peligro, la aventura. El día menos pensado me aplasta la cara algún guardaespaldas de esos políticos o las mujeres que yo persigo. Pero si ese día llega, no me gustaría dejar solo a un huerfanito.

—Tomas a broma el amor...

No lo tomaba a broma.

Es que no lo sentía.

Louis no era un amante excepcional. Era sólo un amante sin ningún resquicio amoroso pasional. Pasaba por su vida como antes pasaron otros y se daba cuenta de que si se aferraba a él, era para no toparse con Marcel de nuevo, para escapar de la tentación de ir a su estudio.

—Vivo con una hermana —decía Louis, que jamás, hasta entonces, había hablado de sí mismo—. Está soltera y lleva mi hogar como si fuera propiamente mi madre. Tú podrás seguir trabajando y yo también. Seremos felices, Marie.

—¿Estás plenamente seguro de que a mi lado tú eres feliz?

Louis la miró asombrado.

—Mucho.

—¿Y si yo te dijera que a tu lado yo no siento apenas la felicidad?

—¿Quieres decir que yo no llego a tu sensibilidad?

—No, exactamente.

—Oh.

—Lo siento, Louis.

—No puedes dejarme así, a un lado como si fuera un apestado. Yo te amo.

—¿Qué es el amor? —preguntó Marie pensativa—. Yo jamás lo sentí.

Pero mentía.

Una vez, algo parecido había sentido. Un gran placer.

Un gran goce íntimo, como salido de las mismas profundidades de su entrañas. Pero todo fue fugaz. Un visto y no visto. Un ser y no ser. No había sido sólo físico.

Algo quedaba dentro. Él lo había dicho: «Es por dentro lo que sientes más que por fuera». Era verdad.

* * *

No dejó la agencia aquel mismo día, pero a fuerza de oír las reiteradas ansiedades de Louis, un día decidió cambiar de agencia. Lo que sirvió para que aquél y su propio jefe, pasaran por su apartamento a reclamar noticias y fotografías sensacionalistas.

Como Louis no consiguió nada, fue el jefe quien se desplazó.

Era un tipo distinto a Louis. Se llamaba Alain, contaría unos cuarenta años,

estaba casado y tenía dos hijos. Era de pelo castaño y ojos pardos, de mirar agudo, penetrante.

Marie, que lo conocía sólo de pasada y de cobrar de su mano el dinero que le debían, al verse en su propia casa con él delante, se agitó a su pesar. Una súbita y honda excitación la embargó, pero esperó a que él dijera algo:

—Tus líos con Louis me tienen muy sin cuidado. Allá tú y él y todo lo que os traigáis entre manos, pero yo necesito que sigas suministrándonos diapositivas —miró en torno—. Tienes un bonito apartamento y sin duda haces diapositivas muy buenas. Me gusta tu trabajo. Lo vendo bien y gano dinero como para pagarte a ti, incluso más.

Se acercaba.

Marie, que vestía pantalones cortos y una blusa holgada sin nada debajo, se quedó algo envarada.

Alain disparó sus dedos y asió un seno femenino.

—Es duro y menudo, me gusta —sentenció cínicamente.

Marie se agitó y se separó un paso de él.

—¿Qué deseas ahora? ¿A mí o a las diapositivas?

—Me parece que las dos cosas.

—No me gusta traicionar a nadie —farfulló—. Tienes esposa e hijos.

—Mis hijos son felices y mi esposa es una mujer desapasionada.

—Tus problemas me tienen sin cuidado.

—Es que no te los estoy contando —dijo Alain riendo—. Sólo trato de tocarte, porque de repente siento que me gusta hacerlo.

—¿Y si yo no quiero?

—Probemos.

Reía.

Tenía una risa simpática y Marie se sintió como algo ligada a él.

No sabía en qué sentido ni por qué. Pero sin duda alguna, físicamente se sentía atraída. Era como si dentro de ella creciera una íntima curiosidad de medir el

rasero pasional de aquel tipo que reclamaba su trabajo y al estar junto a ella, se olvidaba del trabajo para reclamarla sólo a ella.

—Tu trabajo, me gusta —dijo Alain acercándose más— pero me parece que tú me gustas más. ¿Cómo es que no te vi hasta ahora?

Marie dio un paso atrás y quedó pegada al respaldo de un sillón.

Alain dio dos hacia adelante y su poderoso cuerpo quedó pegado a ella.

—Espero —dijo Alain riendo— que estés preparada contra mis espermatozoides pues tengo mujer e hijos y no quiero bastardos.

—Eres un cerdo...

—Que por la razón que sea te gusta un rato largo —y soltando una risa desenfadada, al tiempo de asirla por la nuca, añadió—: Se me antoja que Louis es un mal amante.

—Es un memo.

—Y tú no eres una mema, por supuesto.

—Yo soy una mujer.

—Quiero saber hasta qué extremo.

—¿Y si no me da la gana?

Pero Alain le tenía ya la boca junto a la suya, y su lengua se deslizaba ondulante por sus labios.

—Te la está dando —dijo quedamente.

Marie cerró los ojos y pensó intensamente en Marcel, el chico que hacía películas eróticas y que de eso vivía como un reyezuelo.

Los dedos de Alain la acariciaban ácidamente. Le desabrochaban los cortos pantalones, mientras la besaba en la boca.

La empujó suavemente hacia el canapé y cayó allí con ella.

Cuando penetró en ella, lanzó un gemido.

Para Marie no era Alain, era Marcel, con la única diferencia de que Marcel estaba dentro de ella constantemente y Alain, tras unas bruscas convulsiones,

sintió el placer y se olvidó de ella.

Se levantó, satisfecho y triunfal.

—Eres una chica estupenda, Marie. Volveré por aquí.

Ella no quería que volviera.

Le atraía, pero no era eso lo que buscaba. Y si huía del estudio de Marcel era porque tenía miedo de perder su libertad. Con Alain todo era físico y no temía nada.

Pero aun así prefería que Alain se fuera cuanto antes.

Él la miraba complacido.

—Espero que me lleves esas diapositivas que vas recopilando por ahí. Son buenas e interesantes. No sé cómo haces para buscártelas, pero que las encuentras es obvio. Y que nosotros las necesitamos también.

—Te llevaré diapositivas interesantes, siempre que evites que Louis me dé la lata.

Alain rió, campanudo y abiertamente:

—De ese sapo me encargo yo. Pero yo sí vendré. No vuelvas por la agencia, porque seré yo quien venga a recoger el trabajo. Eres un sol de mujer, Marie.

* * *

Para evitar a Alain, a Louis y a todo lo relacionado con ellos, se fue un fin de semana a Vesoul.

Necesitaba sentir junto a ella cierto aire familiar, y si bien recibía esporádicamente cartas breves de su hermano, poco o casi nada sabía de su vida.

Hernán la recibió de sorpresa y como algo cohibido.

—Por lo que veo ganas dinero —le dijo él a media voz—. No has pedido nada más.

—Gano lo suficiente para ir viviendo y es lo único que me interesa. ¿Qué tal tú por aquí?

Se dio cuenta de que Hernán tenía algo que no se atrevía a decir.

Tuvo que adivinarlo.

—Hernán, ¿es que piensas casarte?

El hermano se puso rojo de vergüenza, como si casarse fuera un delito.

—Pues...

—¿Es así?

—Verás, es que yo...

—Me la presentarás —dijo Marie sonriente.

Hernán parecía respirar mejor.

—Estaba solo, Marie. Comprende.

—¿Qué tengo que comprender?

—Pues eso, que estaba solo, que la vida en esta soledad es triste. Aún si

estuvieras tú aquí...

Marie le cortó con una sonrisa amable y afectuosa.

—Estuviese o no estuviese yo aquí, para el caso es igual, Hernán. Yo nunca podría llenar los huecos que hay en tu vida sentimental. Haces bien en casarte.

—No sabía cómo decírtelo.

—¿Por qué? ¿Es que ella no es merecedora de ti?

—Oh, sí, sí. Es Margaret, la hija del médico Dubois...

—Un buen braguetazo que has dado, Hernán.

—¿Qué dices, mujer?

—No, nada. Me alegro.

—Ya la conoces, ¿verdad?

Claro, claro que la conocía.

Era una beata, pero no hizo ningún comentario. ¿Que se casaba con ella? Pues hacía muy bien. La fortuna del médico era importante y Margaret una chica guapa y lista. Los dos, en la ferretería, se las ventilarían muy bien.

—Yo he pensado —decía Hernán, ajeno a lo que pensaba su hermana— liquidarte. Si es que a ti no te importa, Marie. Me refiero a la liquidación de la herencia de nuestros padres.

Marie pensó que tal vez con aquel dinero pudiera poner un estudio mejor y despistar a Alain, el cual, dicho de paso, seguía viéndola y le atraía físicamente, aunque cuando se separaba de él, sentía un odio mortal precisamente por atraerla físicamente.

—Margaret es una chica de buenas costumbres —decía Hernán, convencido.

Marie no estaba tan segura como su hermano, pero no lo sacó de su error.

—De modo que me caso la semana próxima.

Eso sí asombró a Marie.

—¿Quieres decir que te ibas a casar sin avisarme?

—No, no.

—Hernán, te casas la semana próxima..., ¡y no me habías avisado!

Él enrojeció y Marie recordó entonces con lucidez absoluta que jamás fue amiga de Margaret. Mejor que la liquidara, y cuando llegara el momento de la boda procuraría decir que se iba en crucero hacia el Canadá o donde fuese.

—Tengo todo dispuesto para llevar a cabo la liquidación —tartamudeó Hernán.

Lo cual hizo suponer a Marie que Margaret y su padre tenían mucho que ver en el asunto. No pensaba discutirlo con Hernán. Ella tenía su profesión, su vida y todo lo demás, lo que llegara de cola, que llegara por donde le diera la gana.

—Te firmo cuando gustes, Hernán —dijo para tratar de tranquilizar a su hermano.

Y además era verdad.

Ella no se moría por el dinero.

Con tener para vivir y además lo que ganaba ella, le sobraba incluso.

No pensaba ahorrar. Jamás entró en sus cálculos hacerlo. Para eso había estudiado y trabajaba. No podía pensar en el futuro. Es más, en su mayor intimidad se preguntaba si en realidad existía el futuro para alguien. No obstante se daba cuenta que sí existía para Margaret y su padre, e incluso para su hermano. Allá se fueran al diablo la ferretería y la casa que conjuntamente les había dejado su padre al morir.

—Lo he tasado todo en...

Nombró una cifra que a Marie no le pareció excesiva. Ya sabía que entre Margaret, el padre de ésta y su propio hermano le robaban, pero tampoco pensaba discutirlo.

—Tienes que firmar ante notario -—dijo Hernán como empujando las palabras con el puño— y entonces ya no tendrás nada aquí...

—No pensaba reclamarte un solo franco, Hernán —dijo ella con su abrumadora sinceridad—. Me lo das porque quieres.

Su hermano se lo dio ante notario, como dijo. Ella fue al banco al día siguiente e hizo la transferencia a París. Aquella misma noche se marchó un poco o un mucho asqueada.

Como tenía dinero fresco y no demasiado poco, viajó en coche-cama y se pasó la noche durmiendo, evocando sin querer aquella otra noche que fue una de sus odiseas más interesantes, y por la que había rehuido hallar de nuevo a Marcel.

Cuando llegó a París se dio una ducha y andaba por la casa desnuda, con una felpa encima cuando sonó el timbre.

¡Alain!

No pensaba abrir.

Aquel hombre movía todas las fibras físicas de su ser, pero ni una sola sensible. Y no estaba dispuesta a aceptar aquella atracción que removía cada deseo de su persona, pero que dejaba inmóvil las sensibilidades más profundas de su persona moral.

El timbre siguió sonando un buen rato y cuando dejó de hacerlo, Marie se sentó y miró ante sí con cierta tristeza.

Estaba sola.

Hernán tenía ya una compañera o iba a tenerla y después de entregarle el dinero que según él le correspondía por la herencia recibida de su padre, no se preocuparía ni de invitarla a su boda. Unicamente, de paso, le había preguntado si no asistiría, ella inventó un puesto viaje por medio mundo, condicionado a sus exigencias como reportero.

Al día siguiente dejó el apartamento y se cambió a otro, dejando incluso el laboratorio que tan bien montado tenía.

Poseía dinero, no demasiado, pero sí suficiente, de modo que se entretuvo más de una semana en montar su nueva vivienda.

Estaba ubicada cerca de la de Marcel.

Lo vio uno de aquellos días, a distancia.

Tenía un coche despampanante y lo aparcó a pocos metros de su vivienda, yéndose directamente a los estudios que tenía montados en los bajos del edificio próximo.

No había cambiado nada. Era el mismo hombre de siempre, unas veces vestido de una manera y otras de otra, pero arrogante, no demasiado alto, rubio y con sus ojos azules penetrantes.

¿Por qué tenía ella que recordar tanto a aquel hombre y lo que ocurrió entre ambos?

* * *

Se deshizo de la agencia de Louis y Alain.

No temía a Louis, que pasó por su vida sin pena ni gloria, pero sí temía a Alain.

El placer que experimentaba a su lado era como una enfermedad incurable. Y como podía pasar sin él cuando no lo veía, poner tierra por medio era lo mejor.

Después de ver a Marcel de lejos, desde su ventana, cuatro o cinco veces, decidió marcharse de viaje a Canadá.

Una vez instalado su nuevo estudio, con la máquina colgada al cuello y su saco de viaje, se fue sin pensarlo más.

Pasó un mes delicioso.

Casi místico.

Ni amores, ni ligues, ni hombres. Sola, con la máquina en ristre buscando una noticia más recreativa que escandalosa.

Se olvidó de un montón de cosas y al regreso de aquel mes, en el avión, se sentó al lado de un joven barbudo y bien parecido que parecía estudiante.

—Me llamo Mac —le dijo—. Estudio Geológicas. ¿Y tú?

—Soy periodista.

—Bonita carrera. Me gusta. ¿Haces algo para algún periódico determinado?

—No. Trabajo por mi cuenta. Realmente, soy reportero gráfico.

—Yo —dijo él feliz— vengo de disfrutar una beca. Es tuve Un año fuera. Regreso a Francia casi sin darme cuenta de que he estado fuera.

—¿Tanto te gustó?

—¿El qué?

—Vivir en Canadá.

—No. Pero tengo problemas familiares.

Marie pensó que no le gustaban los problemas familiares.

Los había tenido ella y los había soslayado.

Tampoco le interesaba que el joven le sacara viejas historias suyas.

Pero él decía en aquel instante:

—Me casé muy joven.

—Oh.

Y Marie, con aquella exclamación, le miró como si fuera un fantasma. No concebía el matrimonio. No estaba ella dispuesta a perder su libertad por un amor.

Es más, Alain le había dicho a veces que pensaba divorciarse de su mujer y casarse con ella. Pero ella huía de aquella sensación de debilidad. ¿Casarse?

No entraba en sus planes.

—Me divorcié a los nueve meses de haberme casado. Claro.

Todo ocurría así.

O había compenetración física y moral o no había más que un papel doblado que se firmaba ante un juez y todo quedaba roto.

¿Qué quedaba, pues, de la pareja humana? ¿Del sentimiento verdadero?

—Me siento solo y desolado.

Lo miró con curiosidad.

—¿Estabas enamorado de ella?

—Lo estaba.

—Te faltó ella, faltaste tú, o sin daros cuenta faltasteis los dos...

—Yo creo que faltamos los dos.. Todo se convirtió en una monotonía sexual.

—Claro.

—Lo dices muy segura.

—Es que es así.

—¿Cómo?

—Así de simple. No creo en el matrimonio.

—¿Ni en la pareja humana?

—En eso sí. Cuando un sentimiento impera, lo demás, firmas, legados, papeles, jueces, sobran.

—Vaya...

—¿Te asombra que diga eso?

—En cierto modo.

—¿Por qué?

—Por ser mujer.

—Seré feminista.

—¿Lo eres?

Rió.

Tenía una risa pronta y cada vez más madura.

Tantas vivencias.

Tanta experiencia.

Tanto vivido...

¿Qué quedaba de todo aquello?

Un goce sexual indescriptible, un nombre, un tren, una noche, un apartamento en aquel tren y un huir por temor a quedarse prendida del sortilegio.

—No lo sé, Mac.

—Tienes expresión triste, ida, como si buscaras algo.

—Lo busco.

—¿Qué cosa buscas?

—No lo sé.

—¿Te ayudo yo?

Se encogió de hombros.

—Podemos vernos en París.

Podían, pero tampoco tenía gran interés, de modo que cuando llegaron a Orly procuró despistarse de él. Era un conocido más. ¿Por qué otra experiencia?

¡Iban tantas ya!

Ninguna habla dejado huella, salvo aquélla.

Desde la ventana, de vuelta a casa, contempló absorta la casa, el estudio de Marcel.

Todo parecía muerto.

Como mudo, como solitario.

Imaginó a Marcel en el tren.

¿Con otra mujer?

Sí, quizá nunca volviera a recordarla a ella.

¿Por qué tenía ella que dejar pasar el tiempo y vivir como prendida de aquel recuerdo?

Era una necesidad.

Como llevaba muchos negativos interesantes de Canadá, procedió a darles vida. Cuando se convirtieron en diapositivas, pensó que no había perdido el tiempo. Las había de todos, los colores. Las escandalosas, de gente conocida en todo el mundo, y las recreativas, intelectuales...

Las fue seleccionando.

Unas para las agencias, otras para su archivo personal recreativo y constructivo...

4

El encuentro tuvo lugar en una cafetería del centro.

Ella vestía de mujer. Linda en verdad. Esbelta, femenina hasta asombrar y provocar. Sexy, con aquel aire algo ido, como si, como decía Mac, estuviera siempre a la búsqueda de algo...

Vio a Marcel recostado contra la barra. Tenía una copa en la mano y bebía a pequeños sorbos en tanto fumaba un largo cigarrillo. Marie se acercó sin más.

No era posible resistir la tentación.

También cabía en lo posible, y eso no se le escapaba a Marie, que Marcel ni la recordara. Había pasado más de un año, casi dos desde aquella vez. ¿Por qué tenía Marcel, tan habituado a vivir entre mujeres, que recordarla a ella?

—Hola —saludó.

Marcel volvió la cara y se le quedó mirando con una ceja alzada.

A Marie le pareció más rubio que nunca.

—Hola —replicó él, quitando el cigarrillo de la boca.

Se notaba que no la recordaba. Marie no sintió dolor, pensó que dado la vida de Marcel y las muchas mujeres que conocía todos los días, era lógico que se olvidase de una noche en un tren.

Y de la mujer que por unas horas le acompañó y

que, al fin y al cabo, escapó de su lado mientras él dormía.

—¿Quieres tomar algo? —le preguntó con esa sencillez de quien está acostumbrado a conocer mujeres y a invitarlas sin más—. ¿Una copa?

Marie se recostó a su vez en el mostrador y sacó un cigarrillo. Inmediatamente, Marcel sacó el mechero y le ofreció lumbre.

—Gracias —dijo ella, expeliendo una gran bocanada de humo, dejando así sus facciones medio difuminadas entre las espesas volutas—. Acepto la copa.

—¿Vermut?

—Vermut.

Lo solicitó al barman y se volvió hacia ella.

Vestía un pantalón gris sin raya, una camisa a cuadros y una chaqueta de lana, desabrochada.

—Seguramente que buscas trabajo —dijo Marcel—. Te lo puedo dar. Pago bien.

—¿Por hacer qué?

—Cosas... Ve por mi estudio —y metiendo la mano en el bolsillo del pantalón sacó una cartulina y, como aquella vez, se la dio—. Vivo aquí. Es decir, aquí tengo el estudio, yo vivo en el apartamento superior.

Marie no le dijo que era reportero gráfico.

Se sentía algo menguada y dolida, pero comprendía que Marcel no la reconociese. Después de casi dos años, ¿cómo un hombre como Marcel iba a recordar a una joven con la cual estuvo un rato de noche en un tren?

Y además, la chica que él había tenido con él en el tren vestía de hombre, y aquella vestía de mujer y resultaba bastante distinta.

—Eres bonita —ponderó Marcel—. Tienes unos ojos preciosos y una boca de

beso... Me recuerdas a alguien, pero no sé a quién exactamente.

—Para tipos como tú casi todas las mujeres somos iguales.

Él volvió a alzar la ceja.

—¿Es que me conoces? ¿Es que sabes lo que hago?

—Claro. Nadie desconoce al gran Marcel Jaque.

—Ah, de modo que venías al objetivo —rió él, divertido, como si ello le hiciera mucha gracia.

—¿Deseas trabajo? Si ya sabes a lo que me dedico, con tu cara y tu cuerpo te será fácil ganar dinero.

Le dolió la proposición y no por no creer merecerla dada su actuación junto a él, sino porque el olvido de Marcel parecía total.

—Será mejor que vengas conmigo al estudio —dijo Marcel al tiempo de depositar un billete en el mostrador. Asió a Marie por un brazo, sin esperar la vuelta—. Te enseñaré el estudio.

Marie fue dócilmente.

No pensaba hacer películas eróticas para Marcel, puesto que ella tenía su trabajo propio y con él ganaba más que suficiente para vivir, pero de alguna forma había que conectar de nuevo con él, y aquél era el momento.

—No me has dicho aún cómo te llamas —dijo él.

—Marie.

—¿Marie? —y se le quedó mirando de forma rara—. Conocí a una Marie en un tren. Deja que te mire. ¡Cielos! ¿Eres tú misma?

Marie se estremeció de pies a cabeza.

Que él la recordara como aquella Marie del tren, significaba mucho.

Tuvo como un poco de miedo porque se sentía libre como un pájaro y presentía que si reanudaba sus relaciones como Marcel, iba a perder su libertad.

—Marie, ¿eres tú? ¿De veras eres tú?

La asió del brazo y le hizo dar la vuelta.

Marie le sonrió a medias. Con más amargura que felicidad.

—¿Por qué te escapaste? Te evoqué mil veces... Ya te dije aquel día, ¿cuándo? Hace más de un año, casi dos. ¿Lo recuerdas? Te dije que «calabas». Que tenías no sé qué diferente a las demás mujeres.

Como ella permanecía callada y algo confusa, Marcel añadió con calor:

—Tengo el coche cerca. Iremos los dos hasta mi estudio. Ahora no estoy haciendo nada. He prosperado desde que te vi la última vez, Marie. Estoy haciendo películas algo mejores, y menos eróticas. Llevo dos cortos hechos que han ganado un premio, y cuando me haya forrado un poco más, haré un largometraje y a probar fortuna. A perderlo todo o a ganar mucho dinero. No sé realmente si estoy capacitado para hacer un largometraje, pero yo creo que después de todas mis experiencias, merece la pena probar.

Subían al coche y Marie se dejaba ir como un autómata.

* * *

No había nadie en el estudio aquel anochecer. Marcel empujó a Marie hacia el interior y le fue mostrando su equipo de primera calidad.

—Tengo una distribución fenomenal —le explicaba, yendo de un lado a otro con ella sin soltar el brazo femenino—. Lo que buscaba hace casi dos años era eso

precisamente, colocar mis películas. Ahora, en vez de ofrecerlas yo, me las solicitan para enviarlas por todo el mundo. Es un negocio redondo. No es que sea millonario, pero casi, y estoy satisfecho de mí mismo.

—¿Vives solo?

Él rió de buena gana.

—Yo nunca vivo solo. Si no es una mujer es otra, pero la soledad me abruma. ¿Subes a tomar una copa? Tenemos que recordar viejos tiempos. Marie —la miraba pensativamente—, puedes pensar lo que gustes, pero lo cierto es que durante mucho tiempo te eché de menos.

—Pero eso ya te pasó.

—¿Pasar?

—La ansiedad de verme.

Él llevó un dedo a la frente y reflexionó.

—Todo pasa en la vida —dijo gravemente—, pero cuando te tropiezas con una persona que te fue grata y que te dio un poco de felicidad, la recuerdas tan pronto la ves y la deseas con la misma fuerza.

Sus dedos le asían la nuca y así, con sumo cuidado inclinaba su alta talla y besaba a Marie en la boca acariciándole los labios con la lengua.

La tomó por la cintura con la otra mano y la apretó contra su cuerpo.

—Marie, tengo roce con muchas mujeres, pero tú fuiste para mí una cosa fugaz y no por fugaz menos especial. Ven, vamos a tomar una copa a casa. Dime —la apretaba por los hombros y la llevaba hacia el fondo del estudio, donde había unas escaleras de caracol ascendentes—: ¿Qué has hecho durante este tiempo?

—De todo.

—¿Has tenido más experiencias amorosas?

—Sí.

—¿No me has recordado a mí?

—Te he recordado.

—Vale, Marie, No entiendo cómo no te reconocí en seguida. Realmente, debí recordar tus ojos verdes y tu pelo espigoso. Es curioso en verdad que no te haya reconocido de inmediato.

—¿Te has casado?

—¿Casarme yo? —rió de buena gana—. Ni pensarlo. No soy de los que se casan.

—Tampoco crees en la pareja humana.

Marcel reflexionó.

—Según quién sea mi pareja. En ti hubiera creído, ya ves. ¿Por qué te escapaste aquel día? ¿Aquel amanecer? Yo te había dicho que te haría el amor antes de llegar a París.

Marie sonrió apenas.

Se sentía como pillada en falta.

—Prefería la libertad.

—¿Y sigues siendo libre?

—En cierto modo, sí. Soy compañera de mi máquina de fotografiar. Ahora vengo de Canadá.

—¿Ganas dinero? ¿Te has situado?

—No gano cantidades astronómicas, pero tengo agencias en abundancia que pagan bien mis trabajos. Además, tengo la oportunidad de hacer cosas para mi misma, lo cual me produce cierta satisfacción.

Llegaban al apartamento.

No era grande, pero sí muy acogedor y decorado con sumo gusto.

Cojines por los suelos. Paredes con tapices, cuadros de bastante valor. Sillones, mesas pequeñas por las esquinas. Pantallas de mesa y de pie...

—Es bonito —ponderó.

Marcel la miraba con sumo interés.

—Me gusta verte de nuevo, Marie. No sabes cuánto me gusta. No te escaparás esta vez, ¿verdad? Lo sentiría y te buscaría a través de las agencias. Necesito saber hasta qué punto me interesas. Eso de que yo recuerde a una mujer determinada con la cual tan sólo compartí unas horas, no es comprensible dado mi modo de ser.

La asía de nuevo por la nuca y con aquella sencillez suya subyugante le buscaba la boca.

Ella se agitó.

—Eres divina, Marie.

—Yo creo que debiera irme —dijo Marie, ahogándose.

—¿Por qué? ¿Qué temes?

No lo dijo.

Pero temía perder lo que más quería: su libertad.

No quería sentimientos hondos y Marcel podía calar en ella con aquel sentimiento del cual ella escapaba o, por lo menos, había escapado hasta entonces.

Marcel, ajeno a lo que ella pensaba, le había desabrochado el vestido y lo había dejado caer al suelo. Quedó Marie enfundada en una combinación preciosa, transparente. Marcel se quitó la chaqueta de lana y la camisa, y así se acercó de nuevo a ella, que cayó en el sofá.

—Marcel...

—¿Qué pasa, mujer?

—Es que...

Los dedos de Marcel, cuidadosos y ardientes, le recorrían el cuerpo, acariciándola con avidez.

* * *

Se aferraba a él con las dos manos cruzándole el cuello con sus brazos.

—Por favor...

—Sí, sí, Marie.

—Es que...

—Sé lo que es. Pero es mejor así. Tú déjame a mí.

Ella no pudo menos de gemir:

—¿Lo haces con todas igual?

Marcel no lo sabía.

Pero sí sabía que con ella tenía que hacerlo así.

Le salía de dentro, de lo más hondo. Para él significaba casi tanto tocarla y sentirla estremecer bajo sus dedos, como poseerla.

Retardaba la posesión con cautela, con goce, con sabiduría, que era tanta que Marie pensó que jamás había tenido intimidad con hombre alguno.

Por eso había escapado ella de aquel o.

Por eso había huido y había procurado conocer a otros hombres.

Cuando él decidió introducirse en ella se quedó quieto, como recreándose en aquella posesión que era la ansiedad de la joven. Después empezó a moverse con cuidado. Fue un orgasmo largo y profundo que, como aquella vez en el tren, produjo en Marie hondas y convulsivas sacudidas, de dentro más que de fuera.

Quedó junto a ella, acariciándola, diciendo cosas.

Mil Cosas.

Gratas, a media voz y buscándole los labios como para prolongar aquel momento con una ternura que era para Marie casi agobiante por lo que de auténtica tenía.

No supo cuándo huyó de él.

Se vistió y salió corriendo.

Marcel iba tras ella gritándole:

—O vuelves o te busco por todo París aunque gaste el último franco en la búsqueda.

Ella corría.

No era capaz de detenerse. No supo siquiera cuándo atravesó la calle y se vio caminando aprisa, con las manos apretadas sobre un bolso que se convertía en un ovillo entre sus dedos arañantes.

No volvió por el estudio de Marcel en toda la semana.

Se dedicó con ahínco a sus fotografías, y hacía cosas para sí más que para vender a las agencias.

Una noche, a finales de semana, alguien llamó a su puerta y ella se quedó algo envarada.

Había despistado a Alain y a Louis, por lo tanto, nadie sabía realmente dónde vivía.

Enfundaba sus pantalones cortos, dejando al aire sus mórbidas pantorrillas, y el blusón sin nada debajo, se acercó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

—Yo.

Marcel.

Se agitó cual si Marcel la estuviera poseyendo con aquella recreatividad agresiva y tierna al mismo tiempo.

Estuvo por no abrir, pero conociéndole a él sabía que era muy capaz de tirar la puerta abajo.

—¿Quién te ha dicho dónde vivo?

—Eso, ¿qué importa? Abre.

Soltó la cadenita y Marcel se precipitó dentro, cerrando él mismo.

La miró riendo.

Su risa de niño grande.

Sus ojos de mirar hondo.

—Tuve que recorrer todas las agencias, pero como me conocen, llegué a una que me dio tu nueva dirección. Por lo visto la cambias con frecuencia —miró en torno—. ¿Cómo puedes cambiar con tanta facilidad, costando tan caro un laboratorio?

Se desplomaba en una butaca y la contemplaba con los párpados entornados.

—Marie, ¿de quién huyes?

—No huyo.

—Sí huyes. ¿De ti misma?

—Es posible que si huyo de algo o de alguien, sea de mí misma.

—¿Qué buscas?

—No lo sé.

—Es lo peor que puede ocurrir —dijo él, sesudo—, ese desconcierto. Si yo te ofrezco la oportunidad de encontrarte a ti misma, ¿por qué sigues huyendo?

—Mi libertad es antes que nada.

—Anda, y la mía. ¿Acaso piensas que yo quiero perderla?

—No lo sé.

—Pues sobre el particular quédate tranquila. Yo soy un tipo que vive la emoción y la aventura, pero jamás se me pasó por la mente el ligarme tan profundamente que sólo un juez pueda desligarme. No entiendo ese tipo de uniones. Que las tenga que testificar un juez, me parece absurdo. O dos personas se desean y se quieren o no hay quien las una a la fuerza. ¿Es así o no es así?

—Puede que lo sea. Y de hecho creo que lo es. Pero sí yo me intereso por algo o por alguien, me molesta en grado sumo compartirlo.

—¿Qué quieres decir?

—¿Eres capaz de asegurarme que en una semana no has estado con otra mujer, en las mismas circunstancias que estuviste conmigo?

Marcel soltó la risa algo espasmódica.

—O sea, que tú huyes de los celos...

—De que lo que es mío y sienta mío, me lo lleve otra mujer.

—Exclusivista —se repantingó en el butacón y añadió—: Sí que estuve. Pero como contigo, no. Eso sólo lo siento contigo. Con mis modelos acabo en seguida. Tú eres algo especial para mí.

—O sea, que debo compartirte con tus modelos.

—Así es.

—Entonces, es mejor que te marches, Marcel.

—¿Marcharme?

—No sé si estoy en lo cierto o no, pero sí sé que si me tienes a mí, no puedes ni debes buscar a otra.

—Tú eres una acaparadora.

—Siento ser así.

—Ven aquí, mujer. No me seas quisquillosa.

Ella estaba hablando de veras.

No jugaba a palabras más o menos altisonantes.

Creía amar a Marcel, y amándole, no toleraba que él compartiera su vida con otra mujer.

O todo o nada. Una cosa era el pasado y otra el presente y el futuro.

—Marie, yo no te pedí que me amaras.

—Lo sé.

—Pues no me ames. Nos tomamos uno a otro y adiós muy buenas. Yo tengo ganas de tenerte a ti. Me gusta tenerte como jamás me gustó con otra mujer. Pero no acabo de entender tu sensibilidad, puesto que no eres ni una ingenua ni una tonta, ni es la primera vez que haces el amor con un hombre.

—Eso es cosa mía.

Y empezó a ir de un lado a otro del salón buscando no sabía qué cosa. No encontró nada porque Marcel la asió por una mano y tiró de ella.

La sentó sobre sus rodillas y la contempló pensativo

—Marie —dijo—, está mal que te enamores. Mírame como a cualquier otro hombre o mujer mira a su pareja amorosa, pero deja a un lado los sentimientos. Yo no soy perseverante, ni suelo serle fiel a una mujer. Lo nuestro

es grato y placentero y ambos, al poseernos, sentimos un intenso goce íntimo. Lo

descubrí el mismo día que te conocí en el tren, pero eso no quiere decir que seas mi única mujer.

Era doloroso oírle hablar así.

Pero tampoco podía pedir falsedad.

Él le asió la cara entre sus dedos y la tiró un poco hacia atrás. La besó en plena boca, posesivo.

Marie hubiera deseado dar gritos.

Y huir de él como en otras ocasiones, pera no era tan fácil.

Se quedó lacia en sus brazos y con ganas de llorar.

—Eres una personilla sensible, Marie —decía Marcel sobre sus ojos y sus labios —. ¿Cómo es que has rodado tanto, siendo cómo eres? ¿Cómo es que no te has enamorado del primer hombre que pasó por tu vida?

Eso era lo extraño.

Lo que ella no comprendía.

O podía ocurrir, y de hecho estaba ocurriendo, que Marcel fuera diferente a todos los hombres que conoció.

Con sumo cuidado, como si se recreara en el estremecimiento y la convulsión femenina, Marcel la fue despojando de su ropa.

—Marcel.

—Calla, tonta. ¿Qué mejor placer que vivir?

Súbitamente, la dejó en el diván y con brusca rapidez se desnudó quedando a su lado.

—Marcel, si yo te pidiera...

—¿Que te dejara?

—Sí.

—No podría dejarte ahora.

—Para siempre, aunque ahora te quedes.

—¿Que desaparezca de tu vida?

—Sí.

—No podré, Marie. Mientras no lo sienta, no podré, porque yo nunca voy contra mis deseos. Hasta la fecha he tenido aquello que he querido. He sabido la forma de procurármelo, y a ti te necesito. ¿Por cuánto tiempo?

—Eso digo yo —casi gritó Marie.

—No lo sé, Marie, no lo sé. No te lo puedo asegurar. Pero sí sé que me enterneces. Que mueves todas las fibras más sensibles de mi ser. Que poseerte a ti no es suficiente para colmar mis ansiedades. Tengo que tenerte así. Verte gozar, sufrir, llorar. ¿Por qué no lloras, Marie, si tienes ganas?

—Eres... un sádico.

La apretó contra sí.

No lo era.

Es que aquella muchacha tenía para él un encanto especial, aunque no creía que pudiera entregarle la exclusividad de su amor.

Él era un ave de paso. Tocaba aquí y allí y en todas partes.

En aquel instante estaba acariciando a Marie. Contemplaba arrobado su cuerpo desnudo, bien formado, esbelto. Sus piernas largas y sus muslos mórbidos y duros. Deslizaba sus dedos por entre ellos y llegaba como cauteloso a sus intimidades, provocando en Marie una terrible sacudida de ansiedad.

La poseyó así.

Despacio.

Como recreándose en la posesión, haciéndola larga, prolongada, placentera, con un placer que casi lastimaba.

Marie dejó caer la cabeza a un lado y todo su pelo se desparramó. Él hundió los dedos en aquel pelo.

Dijo quedamente:

—Maldita sea, Marie, tienes no sé qué.

Tenía sentimiento.

Para él, sí.

Para nadie más lo había tenido.

Pero si durante dos años no pudo olvidar el haber estado con él unas horas, era difícil que teniéndolo de nuevo se olvidara...

No podía soslayar de su vida aquellos instantes.

Creía, y creía bien, que formaban parte de la vida misma.

—Marie..., estás llorando.

Tenía los ojos húmedos, pero no quería llorar.

Por eso pasó los dedos por los ojos como si se diera a sí misma un manotazo.

Saltó de los brazos de Marcel y procedió a vestirse allí mismo.

—Marie, ¿irás a verme?

No.

No iría.

Saldría de viaje.

Le quedaba algún dinero, el suficiente para viajar y hacer sus fotografías, que podía vender en cualquier agencia sa.

—Marie, ¿me has oído?

—Sí.

—¿Qué dices?

—Vuelve tú, Marcel.

—¿Me odias?

—¿Odiarte...?

Y se le quedó mirando desconcertada.

5

—Odiarme, sí —dijo Marcel, al tiempo de meter la camisa por dentro del pantalón—. Odiarme por haber despertado en ti algo diferente.

Ella no quería claudicar.

—No creo que sea para tanto, Marcel.

—Así se hace, Marie. ¿Quieres que vivamos juntos?

—¿Cómo dices?

—Podíamos formar la pareja humana.

—Y tú poseyendo a tus modelos de paso...

—O a cualquier otra. Pero recuerdo aquello de la catedral y la capillita. Tú serías siempre para mí la catedral.

—Prefiero la independencia.

—Lo cual significa que en el fondo, piensas y sientes como yo.

—Es muy posible,

Pero ella sabía que no era así.

Que por primera vez en su vida se había enamorado de un hombre, y aquel hombre era Marcel.

Él, ajeno a sus pensamientos, buscando la chaqueta de punto que se puso, murmurando:

—Si tú no vas, yo vendré a verte.

Y con sumo cuidado le asió por la nuca y la miraba a los ojos.

—Es una necesidad de dentro, Marie.

—Pero me posees como puedes poseer a cualquier mujer.

Él se quedó pensativo.

La soltó y dio algunas vueltas por la estancia.

—He nacido así.

—¿Cómo?

—Solo. Procedo de un orfanato.A los quince años me escapé y aquí me tienes dando tumbos. Pero he logrado hacerme una posición y es posible que muy pronto me convierta en un buen director de cine.

—¿Nunca has tenido familia? —preguntó asombrada.

—No. Pero no me gusta que me compadezcan. Realmente no sé incluso si alguna vez la eché de menos. ¿La tienes tú?

—Un hermano casado en Vesoul.

—Algo es algo.

Se iba.

Desde la puerta aún la miró.

Lo hizo largamente, de una forma distinta a como miraba cualquier otro hombre de los que pasaron por la vida de Marie.

—No me creas un desalmado, Marie. Soy así, como soy. Seguro que si alguna vez pensaste en mí, pensaste mejor de lo que soy.

—No he pensado en ti —mintió.

—Jamás mujer alguna produjo en mí tanto interés, me rebelo contra ese interés. Pretendo que sea esporádico. Que no te hagas indispensable en mi vida.

—Es mejor, sí.

—Pero, sin embargo, te pido que vivas conmigo.

—¿Cómo se entiende eso?

Él se alzó de hombros.

—No lo sé. Ni yo mismo lo entiendo. Enterneces y conmueves. Las mujeres que he tratado hasta ahora iban al sexo. En ti parece que todo es emotivo, profundo, casi espiritual. ¿Ves el contraste?

—Adiós, Marcel.

—¿Me echas?

—Te digo adiós.

—Yo te digo hasta luego.

—Como gustes.

La miraba aún.

Fijaba los ojos en ella como si pretendiera grabarla a fuego en su retina.

Se fue al fin.

Marie, cayó sentada y metió las dos manos entre las piernas, apretando los muslos sobre ellas.

Sentía angustia y pesar y a la vez un raro placer.

¿Le ocurría eso a Marcel?

No. Era hombre.

Sabía buscarse otros placeres. También ella se los podía buscar, que a nada estaba sojuzgada ni sujeta, pero ya no podía.

¿Alain?

En modo alguno. ¿Louis? ¿Otros muchos que pasaron por su vida? No eran nada. Reminiscencias de pasados idos y que no volverían.

No dejó su apartamento, pero aquella misma noche, después de despedirse Marcel, ella hizo su saco de viaje, colgó la máquina al cuello y se fue. Sacó un billete para Bayona.

Una temporada allí le vendría bien.

En el aeropuerto de Orly, media noche ya, pensaba aún si hacía bien yéndose. Pero terca, temerosa, asustada de sus propios sentimientos tan profundos, prefirió una vez más poner tierra por medio.

Esperaba que con el tiempo se borrara aquel recuerdo, aquel anhelo, aquella ansiedad que tanto daño le hacía.

Ella jamás había amado a un hombre.

Se había entregado a varios, sí. No le dio jamás importancia al sexo. Pero a la sazón no era el sexo, era un sentimiento tan profundo como su propia vida y para ella, la vida era hondamente profunda.

* * *

Conoció a Tibi en Bayona, en una discoteca donde ella buscaba una noticia interesante, con su máquina colgada al hombro, cruzada entre el pecho.

Tibi era un tipo alto y flaco con modales afeminados.

No hubo trampa ni cartón.

Tibi no se anduvo con chiquitas.

Se lo dijo nada más decir que se llamaba Tibi, o que, al menos, así le llamaban todos los que le conocían.

—Soy homosexual —le dijo—. Y no tengo problemas. Soy rico.

—¡Mira qué suerte tienes!

—Nací así... ¿No te doy asco?

—Pues no. Allá tú con tus problemas.

—¿Tú no tienes problemas?

—Todo el mundo los tiene.

—Eso es verdad. Se me antoja que estás sola. ¿Quieres que te presente a alguien? Tengo buenos amigos.

—Que serán homosexuales como tú.

—No todos. Yo me desenvuelvo en ambiente selecto. Los hay que se van conmigo y otros que no se van, pero que no por eso dejan de ser mis amigos. Si eres muy femenina, te busco un plan.

—No lo necesito, Tibi.

—¿No? ¿Puedes pasar sin plan?

—Puedo —dijo secamente.

Tibi no se dio por vencido.

—¿Eres virgen? —preguntó Tibi, asombrado—. Con ese cuerpo y esa cara y tu independencia, me parece imposible que lo seas.

—Es que no lo soy.

—Entonces, ¿por qué no quieres que te busque un plan?

—Si lo deseo me lo busco yo.

Y se fue dejando a Tibi con la palabra en la boca.

Ya en el hotel empezó a contar con los dedos los días que habían pasado.

No le alcanzaban las dos manos. Iban ya para un mes.

¿Qué haría Marcel, entretanto?

La buscaría en principio, pero después se cansaría y se dedicaría a vivir su vida entre sus modelos y sus películas.

Pensó que debía buscarse un ligue. Un amigo de tantos como había por aquellos lugares preciosos de veraneo.

Pero no le salía de dentro.

Era como si de repente se convirtiera en una virgen y luchara a brazo partido con su virginidad para evitar perderla.

¿Qué clase de mujer era ella, que así tasaba los sentimientos? Nunca los acercó al sexo y, sin embargo, aquellos días eran como si los fundiera ambos en uno.

Los sentimientos y el sexo.

¿Qué era el sexo sin el sentimiento?

Logró buenas fotografías y noticias sustanciosas que vendió a buen precio y así

se fue pasando casi todo el verano. Dos meses y pico de aquel verano.

En noviembre regresó a París y se fue directamente a su apartamento.

Al abrir la puerta, ésta tropezaba con algo y Marie miró hacia el suelo.

Se inclinó asombrada. Había un montón de tarjetas bajo la puerta, amontonadas unas sobre otras y todas ponían algo, además del nombre de Marcel.

«He venido y no estás. »

«¿Dónde andas?»

Las recogió todas del suelo y fue a contarlas.

Eran cincuenta en total.

Decidida, asió de nuevo el saco de viaje y salió de la casa llevándose todas las tarjetas.

Volvía a huir de sí misma.

Aquella misma noche tomó el tren para Vesoul.

Sabía que en casa de su hermano todo sería diferente.

Había allí una mujer extraña para ella, y además no se llevaba bien con Margaret. Podían tener la misma edad, pero conceptos diferentes para vivir y pensar.

No rechazaba los de Margaret, pero ella era fiel a los suyos propios y pedía tan sólo que los demás se los respetaran.

No creía poder estar en casa de su hermano más de dos días, pero serían suficientes para pensar y reflexionar con respecto a Marcel.

¿Vivir como él decía?

Podía ser una solución.

Tener un hijo de Marcel podría ser, además, otra solución mejor.

Pero ella no podía traicionar a Marcel hasta ese extremo.

Porque entendía que sí tuviera un hijo de Marcel, éste se casaría con ella aunque

sólo fuera por legalizar la situación del hijo. Y eso no podía hacerlo ella a menos que no amara a Marcel, y le amaba demasiado, tanto que no volvió a pensar en otro hombre.

Por lo demás, le constaba que Marcel no había hecho con ella ninguna trampa. La había conocido, se había acostado con ella, pero sin ánimo de conquista.

* * *

Desayunó en la estación con el fin de no aparecer por casa de su hermano despertándolos.

¿Tendrían hijos?

Había pasado mucho tiempo desde que se casó Hernán. Podía, pues, tener un hijo.

No se carteó con él. Se dio cuenta que una vez despachada, se le ponía en la puerta con delicadeza, pero se le ponía. No entendía aún qué cosa buscaba ella en Vesoul. Tal vez un calor familiar del cual carecía, y que al tener relaciones con Marcel, empezaba a echar de menos.

Volvió a pensar en vivir con Marcel. En amancebarse con él. ¿Por qué no?

Sería sufrir el doble, porque iba a considerarlo algo suyo y Marcel, por su forma

de ser, seguiría siendo sin duda de muchas otras mujeres.

Allí sentada, abrió el bolso y sacó las tarjetas. Su existencia indicaba que Marcel no la había olvidado. Todas ponían algo: «Te quiero.» «Te recuerdo.» «¿Dónde andas?»

Así hasta cincuenta...

¿Qué podía pensar de aquello?

¿Qué Marcel sentía lo mismo que sentía ella?

Un reloj dio las nueve y Marie se levantó.

Vestía pantalones tejanos y una camisa tipo masculino bajo una chaqueta de punto larga y lisa, de color blanquecino.

Vesoul era una ciudad pequeña y todo el mundo la conocía.

Olvidó un poco la existencia de Marcel, imaginándose la sorpresa de su hermano al verla y la rabia de Margaret al tener que recibirla.

No iba a comerles nada ni a reclamarles cosa alguna.

Buscaba tan sólo consuelo a su desorientación, aunque sabía ya de antemano que no iba a hallar comprensión ni en su hermano ni en su cuñada. Y no porque Hernán fuera mala persona, sino porque estaba casado con Margaret y estaría a la sazón hecho a imagen y semejanza de su mujer, porque en el fondo, él era un pobre infeliz perfectamente influenciable.

Pensando en todo esto atravesó la ciudad saludando aquí y allí.

No se detuvo en su camino con nadie.

Al llegar ante la tienda, vio las persianas levantadas y las puertas abiertas y en seguida divisó a Hernán solo ante el mostrador.

—Hola, Hernán.

El hermano casi dio un salto, tal fue su asombro.

—¡Marie!

—¿Qué tal, Hernán?

Y posando su saco de viaje junto a ella, besó a su hermano, que se apresuró, nervioso, a salir del mostrador.

—Estás bien conservado, Hernán.

Él la miró parpadeante.

Fue tan poco diplomático que preguntó de sopetón:

—¿Vienes por mucho tiempo?

Horas, tal vez un día, pero no le dio la gana de darle aquella satisfacción a su hermano teniendo en cuenta el supuesto de Margaret, que sin saberlo, ya conocía.

—Depende, Hernán...

—Oye..., tengo un hijo.

—No sabes cuánto lo celebro. ¿A quién se parece?

Había una cierta ironía en su voz, que su hermano, sorprendido como estaba con la llegada de su hermana, no captó.

—Pues yo creo que a mí.

—Siendo Margaret tan hermosa, es una lástima que no se parezca a ella.

Hernán se revolvió, inquieto.

Miraba la indumentaria de su hermana y su viejo saco de viaje y la máquina colgada al hombro.

—Marie..., ¿qué te trae por aquí? Margaret..., está arriba.

Ya conocía los temores de su hermano.

Sin duda, Margaret no disimulaba ante su marido la animosidad que le tenía.

—Iré a verla y a conocer a tu hijo.

Hernán apretó una mano contra otra.

—Oye, Marie, ¿no quieres prepararte un poco antes de subir?

—¿Por qué, Hernán?

—Pues... verás... Yo..., bueno...

—Margaret es toda una señora. ¿Es eso, Hernán?

—Pues..., ya sabes. Es... es...

—No te preocupes. Ella es una señora y yo soy una intelectual... La diferencia es notoria. Pero a la vez soy tu hermana.

—Mira, Marie, yo..., si quieres dinero.

Era doloroso.

Hernán pretendía echarla cuanto antes.

Marie pensó un montón de cosas amargas a la vez, pero no dijo ninguna.

—Iré a ver a tu mujer, Hernán —dijo tan sólo.

Hernán, súbitamente, se le puso delante.

—Debiste avisar de tu llegada.

—¿Por qué?

Lo vio enrojecer.

Nunca dejó de ser un pobre hombre.

Marie pensó que su padre hizo mal metiéndolo en aquella ferretería sin conocer más mundo que el reducido de Vesoul. Ella tuvo mil oportunidades, en cambio, y no desaprovechó ninguna, y si en aquel instante estaba allí, era que de momento prefería dilatar su nuevo encuentro con Marcel.

—Seguro que has fracasado en la vida, Marie —dijo Hernán, titubeante.

—¿Fracasado? No por cierto. Yo no soy nunca una fracasada. Siempre tengo recursos para seguir sobreviviendo, y más tranquila de lo que tú supones. No vengo a pedirte dinero, Hernán, si es eso lo que temes.

—-Yo... Entiende, Marie. Ahora estoy casado. Tú has renunciado a esta casa. Se te dio lo tuyo...

Marie sintió un profundo dolor, porque a sensibilidad nadie le ganaba.

Pero no lo demostró.

Sabía disimular.

—Todo eso lo sé. De todos modos creo que nadie puede quitarme el derecho a verte de vez en cuando. Entiendo que tienes esposa y ahora un hijo, pero no creo que por ello yo haya dejado de ser tu hermana.

Hernán volvió a enrojecer.

Se oyó una voz desde lo alto de la escalera.

—Hernán, ¿puedes subir?

Hernán parpadeó.

—Es Mag... —dijo, confuso.

—Pues vamos a verla, Hernán.

—¿De veras quieres verla?

—¿Por qué no? Y conoceré a mi sobrino.

—¿No tienes intención de arreglarte algo antes de subir?

Marie rió.

Una risa algo desgarrada.

—Yo soy yo, Hernán, con esta ropa o con otra nunca dejaré de ser yo.

Y subió antes que él.

Se topó en el vestíbulo con una Margaret ya vestida, elegante y muy señora de su casa. Sonrió. Nunca dejaría de ser una cursilona, pero si a Hernán le gustaba así, tanto mejor para todos.

-—¡Marie! -—exclamó Margaret como si viera visiones.

—Hola.

—No has avisado...

—¿Tengo que avisar para venir a casa de mi hermano?

—Que también es la mía.

Hernán, entre ambas, no sabía qué decir.

Por un lado estaría el cariño de su mujer, pero por otro, él siempre quiso a su hermana. Y si no era más efusivo con ella se debía a la poca simpatía que Margaret tenía a Marie.

—He venido a conocer a mi sobrino —dijo Marie, deseando salir corriendo. Y si aquel día salía, seguro que no volvía más.

—Está durmiendo.

Marie, a su aire, la seguía, riendo entre dientes.

El contraste era notorio.

Marie calzaba chirucas, esas botas de trapo con gruesa suela de goma, y atadas con unos cordones, vestía pantalones vaqueros descoloridos y su chaqueta de

punto hecha por ella misma y más larga por un lado

que por otro. Llevaba el rojizo cabello trenzado y asido con una goma tras la nuca y no había dejado su máquina fotográfica, que colgaba del cuello.

En cambio, Margaret vestía una bata larga de casa, estaba correctamente peinada y maquillada y calzaba elegantes chinelas de raso.

—No puedo abandonar mi tienda —dijo Hernán.

Nadie le hizo caso.

Margaret miraba y remiraba a Marie como si apestara.

—De modo —dijo ella, impertérrita— que no puedo conocer a mi sobrino...

—De momento no, y como supongo que no te quedarás mucho tiempo en Vesoul, no creo que tengas ocasión de verlo. No tengo habitación que ofrecerte. La tuya la hemos habilitado para el pequeño. Ya comprendes, ¿verdad?

—Me pregunto desde cuándo envidiaste mi desenvoltura —preguntó Marie, burlona.

Margaret se envaró.

—No me faltaba más que oír esto.

—Yo recuerdo tu tesitura en el colegio. Y cuando pasaste al instituto, no me perdonaste que yo te llevara a tus chicos.

—Pero...

—De todos modos, no te preocupes. Ya me voy. Venía ilusionada para ver a Hernán. Digas tú lo que digas y pienses lo que pienses, nos parió la misma madre.

—¡Dios nos asista, qué lenguaje!

—Ah, ¿sí? ¿Qué cosa es parir? ¿No es traer un hijo al mundo? ¿Qué más da que le demos un nombre que otro, si le demos el que le demos, es igualmente parir un hijo?

Reía al hablar.

—Tu forma de sentir y de pensar tan libertina no encaja en este hogar, Marie.

—Así de sencillo.

—Tal como es.

—De acuerdo. Venía con la ilusión de encontrar una familia. Pero ya veo que tú sigues siendo la misma muchacha resentida que nunca perdonó ser la segundona en todas partes, y lamento que mi hermano, tan sencillote y buenazo, se haya casado contigo.

—Pero tú sigues soltera. ¿Qué dices a eso?

—No seas necia. Baja de las nubes y piensa que si yo sigo soltera es porque quiero. Porque yo no creo en contratos matrimoniales. Yo creo en los sentimientos y no me digas que tú los sientes por tu marido. Tendrían que hacerte de nuevo, para que tú pudieras sentir.

Dicho lo cual giró en redondo y se deslizó por el salón, luego por el vestíbulo y después enfiló las escaleras.

Hernán estaba de nuevo tras el mostrador de la ferretería, temblando y medio encogido.

Sintió pena de él.

Se imaginó su vida íntima con Margaret.

Tendría que ser un verdadero desastre.

—Ya me voy, Hernán —dijo, y no quiso decirle que, al fin y al cabo, la había echado Margaret, porque ella se iba y no iba a verle más, y Hernán, mal que le pesara y tal como pensaba y sentía, estaba obligado a vivir con ella.

Él parecía un monigote.

La miraba desolado.

Más angustiado que feliz de que se fuera.

—Marie, si necesitas algo...

—No, no, Hernán.

—Puedo darte de la caja.

Ella sonrió.

Al fin y al cabo era un consuelo comprobar que su hermano, pese a todo, seguía

siendo su hermano.

—No, no, Hernán. Yo gano más que suficiente para vivir.

Y no añadió que si había ido allí era sólo para verlos, para sentirse en familia, para llenar aquel vacío que tenía en su vida.

Pero la solución no estaba en Hernán ni en Margaret ni siquiera en el niño recién nacido. Mal que le pesara, la solución estaba en Marcel.

—Te aseguro que puedo darte algo, Marie —parpadeaba Hernán, emocionado. Él quería a su hermana y le dolía verla llegar e irse de nuevo—. Marie... quisiera poderte ayudar.

—Tú no puedes, Hernán.

—¿Tienes algún problema?

—Realmente, tengo siempre problemas desde que salí de aquí, pero me los ventilo yo sola. No comprendo muchas cosas que pasan en torno a mí, pero siguen pasando y es eso lo que me desconcierta.

—¿A qué te refieres?

No lo dijo.

Se encogió de hombros y asió el saco de viaje.

—Adiós, Hernán...

—¿No te quedas un día, a comer, siquiera, con nosotros?

—Ya me has despachado hace tiempo. Ningún deber te liga a mí.

—Marie...

—Adiós, Hernán.

Y se fue presurosa, como si de repente le entrara mucha prisa.

6

No fue a su casa directamente.

Cuando de nuevo se vio en París, se sintió acongojada y sola. Nunca experimentó mayor congoja ante su propia soledad. Por eso se dirigió en taxi al estudio de Marcel.

Que saliera todo por donde saliera.

¿Qué buscaba ella de Marcel?

Fidelidad. No buscaba el matrimonio.

No creía en los lazos que atara un juez con unas cuantas frases solemnes. Pero sí creía en la fidelidad.

En dos seres de distinto sexo entregados a un sentimiento.

Por eso estaba ante el estudio de Marcel con su saco de viaje y su máquina colgada al cuello.

Empujó la puerta del estudio y oyó un grito desaforado diciendo:

—¡Cierren, por mil demonios!

Alzo la cara y vio los ojos azules de Marcel encima de una escalera, sentado y con gafas puestas, y una pareja haciendo el amor y otro hombre solo contemplando la escena.

Sin duda estaban filmando una de las películas de Marcel.

—¡Marie! —gritó Marcel desde lo alto—. Aguarda. Te he buscado como un loco, ¿de dónde sales? Ahora aguarda —añadió sin esperar respuesta—. Termino en un segundo.

Marie volvió el rostro.

Aquello era odioso.

¿Cómo podía Marcel sentir el amor en su pureza, trabajando en tales menesteres?

Marie no era ninguna mojigata, pero la escena era infame y se preguntó quién se complacería viendo tales cosas.

Porque ella sentía el amor, pero era muy distinto vivirlo que verlo así, vilmente comercializado.

La escena le dejó mal sabor de boca y se escurrió hacia la escalera, empezando a subirla sin mirar hacia atrás. Pensó que, en definitiva, el hombre que dirigía todo aquello nada tenía que ver con el Marcel que le hacía el amor a ella.

Subió las escaleras despacio, sin dejar de oír las órdenes de Marcel y ya en el apartamento, dejó el saco de viaje a un lado y se fue hacia el salón, incrustándose más que sentándose en un sofá.

Tardó en sentir los pasos de Marcel, subiendo.

Sin duda, para él, hacer aquellas cosas carecía de mayor importancia.

Vivía de eso.

¿Hasta qué punto podía influir todo aquello en la forma de ser de Marcel?

No lo sabía.

Pensó también intentar dominar a Marcel como Margaret dominaba a Hernán.

No era así.

Sacudió la cabeza.

No soportaba tal dominación.

Si realmente se amaba a un hombre, se amaba con todas las consecuencias y el dominar era una forma como otra cualquiera de renunciar al amor.

Se levantó al oír las despedidas y se acercó a una ventana.

Los que habían posado se iban envueltos en sus pellizas, tan tranquilos como si acabaran de realizar el más honorable de los trabajos.

«Es así, realmente —pensó—. Hacen eso como podían hacer cualquier otra cosa. Habían ganado un dinero y nada más. Seguramente alguno de ellos no habría comido hasta ganar aquel dinero con el que podría pagar su comida.»

¿Quién era el más culpable?

Ni el que lo hacía ni el que posaba, sino el que lo compraba para recrearse en sus suciedades, para encender sus pasiones o paliar en parte sus inhibiciones.

Miró ante sí y se preguntó qué hacía ella en aquella casa.

Venía a ver a Marcel.

Así, sin más.

A buscar su amor y su consuelo, y si fuera posible, su fidelidad.

¿Hasta qué extremo podía ser fiel Marcel?

Hasta ninguno.

Marcel era como era y se le tomaba como era... o no se le tomaba.

Ella necesitaba tomarlo.

Le vio de súbito en la puerta y se levantó como si la impulsara un resorte.

Marcel la miraba cegador, ardiente, ansioso.

—Marie —susurró—. Marie, has venido...

Corría hacia ella, la perdía en sus brazos, y como un loco empezaba a besarla y a deslizarle la lengua entre los dientes, mientras una de sus manos se escurrían por el pecho acariciándola...

Cayeron ambos juntos, enlazados en el diván.

—Te tengo que decir una cosa... —murmuró él.

Pero no se lo dijo.

era que la estaba queriendo.

De aquella manera suya.

Lenta, hábil, pausada, que causaba un goce infinito.

Se recreaba. Era su forma de hacer.

—¿Lo haces así con todas? —gemía Marie.

—No, no. Es algo raro esto. No..., contigo nada más. Contigo...

* * *

Vivía con él.

Ya no era posible escapar de aquella realidad.

Un día que Marcel hubo de salir de Francia rumbo a California, ella lloró.

Marcel la miraba asombrado y lastimero y a la vez profundamente emocionado.

—Nunca vi llorar a una mujer...

Claro.

No había visto muchas otras cosas.

Las vivía con ella, y ella jamás le preguntaba si le era fiel.

Ya no.

¿Para qué?

Amargarse, no.

Prefería ignorar la realidad.

—Tengo una película pendiente. Es de largo metraje, si me sale todo como espero tendremos que irnos. ¡Y dejaré para siempre esa bazofia de películas!

—¿Irnos?

—Los dos.

—¿Yo contigo, Marcel?

—¿Es que no quieres?

Quería, claro que sí.

Pero temía que Marcel no deseara estar a su lado constantemente.

Pero realmente lo estaba deseando.

Era como una necesidad física, moral, emotiva, profunda, que salía de lo más hondo.

Es más, viendo vivir a Marcel a su lado, ella pensaba que no era posible que él tuviera líos con otras mujeres.

Aquel día, él decía asombrado, viendo las lágrimas en los ojos femeninos:

—Marie, ¿por qué lloras?

Porque era sincera.

Quería serlo con él.

Lo era desde lo más hondo de su ser y prefería que Marcel lo supiese.

—Porque te vas solo.

—Volveré pasado mañana. Tomo el avión en Orly y estaré de vuelta en la noche

de pasado mañana. Pero dime, dime, Marie, ¿por qué lloras? ¿Sólo por eso?

—¿A quién vas a ver?

—A un productor de cine que me tiene citado. Deseo hacer, como ya te he dicho, un largometraje y dejar a un lado esa porquería.

—Lo que vi aquel día me dio asco, la verdad.

—Es todo comercial. Ni ellos ni ella sienten nada. Se hace, se vende, y el que siente es el que ve, por eso se paga caro. —Hizo una pausa y añadió—: Marie, no quiero que llores.

—No lo puedo evitar.

—¿Sabes que nunca vi llorar a una mujer?

—Ya me lo has dicho.

Le secaba las lágrimas con sus labios.

Ella se arrebujaba en su pecho y Marcel, cuidadoso, en aquel hacer suyo subyugador, la acariciaba lentamente.

Ella lanzaba un gemido.

—Marcel...

—Me costará estar separado de ti estos dos días.

—Llévame contigo.

—Eso no es posible, ahora.

Se separaba.

Le miraba desquiciada.

—¿Es que te llevas a otra?

Marcel la miró desconcertado.

Dijo de una forma rara:

—Marie, ¿qué dirías si te dijera que desde que nos separamos y fui a tu casa a verte y no estabas, no tuve líos con mujeres?

—Yo tampoco los tuve con hombres.

—Lo sé.

—¿Lo sabes?

—¿No es así?

—Sí, pero saberlo, ¿por qué lo sabes?

—Lo juzgo por mí...

La poseyó allí mismo, sobre la alfombra, tirado sobre ella convulsivo, agitado y ansioso. Aquella anhelosa ansiedad que no podía ya ocultarse.

—Eres toda mi vida —dijo quedamente—. Toda mi vida...

* * *

Se fue aquel mismo día y ella se quedó allí, esperando su regreso.

Estremecida, ansiosa, anhelante.

Era todo más fuerte que la vida misma.

¿Sería para Marcel un pasaje sin importancia, como eran sus películas eróticas?

Era lo que temía.

Pero, de madrugada, sonó el teléfono.

Se levantó desnuda como estaba y alzó el auricular.

—Diga.

—Marie.

—Tú...

—Ya estoy en San Diego. Mañana me entrevisto con el productor. Ve preparando

tus cosas. Nos venimos aquí por una temporada.

—Pero...

—¿No quieres?

—Marcel, tengo que decirte algo.

—¿Cómo qué?

—Te quiero.

—Lo sé.

—¿Y sabiéndolo estás tú tranquilo?

—Sí. Me has querido desde el primer momento.

Hubo un silencio.

Marie apretó el auricular con las dos manos.

—¿Y tú a mí, Marcel?

—¿Qué es el amor?

—Un sinfín de cosas pequeñas capaces de convertirse en montañas.

—Es verdad. Placeres íntimos, posesiones alternadas, convivencia, ansiedad, anhelos... Sí, Marie.

—¿Sí, qué?

—Que eso es el amor.

—¿Y lo sientes tú?

—Sí, creo que sí. Es más, cuando regrese, querré tener un hijo.

Ella se agitó.

Se conmovió hasta lo más hondo de su ser.

—¿Mío? —preguntó, atragantada.

—¿Y de quién, si vivo contigo?

—Marcel...

—Nunca me gustó tanto mi nombre como pronunciado por ti.

—Marcel...

—Dilo una y mil veces.

Lo dijo. Reiterativa.

Él susurró quedamente:

—Entras, calas. Calaste el primer día... Marie, ¿qué temes? Leo temor en tu voz.

—Que me seas infiel.

—Es que no puedo.

—¿No puedes?

—No. Nadie me sabe a ti. Tú eres como una llama que prende viva en mis sentimientos.

—En tus sentidos, Marcel.

—No —dijo él fervoroso—, en mis sentidos y en mis sentimientos... Nacen los hombres y nacen las mujeres, pero no todos los hombres sirven para todas las mujeres y viceversa. Tú y yo nacimos para vivir juntos, para crear la gran familia. ¿Casados? ¿Solteros?

—Sigue.

—¿Qué importa eso? Como quiera que sea, yo te necesito y teniéndote a ti noto, lo noté hace tiempo, no deseo nada más. Has calado. Eres como una llama siempre viva.

—Dilo otra vez.

—Una llama viva en mi vida.

—Marcel, ven pronto.

—Iré mañana. Llevaré el contrato firmado y después, tú te vendrás conmigo.

—Te quiero.

—Sí, Marie. Yo también te quiero a ti. Nunca pensé que un paria como yo mereciera el amor de una muchacha como tú. Gracias, Marie.

—¿Gracias?

—Por haberme ayudado a ver la vida de otra manera.

—¿Cómo la veías antes?

—No la veía. La vivía, que es muy distinto. Ahora la vivo, y la vivo a tu lado y cuando no estoy a tu lado parece que tengo calor en los pies y buscan la forma de volar hacia ti. Espérame en Orly mañana por la noche.

—Estaré allí.

—Mañana mismo te hago un hijo.

—Marcel, qué cosas tienes.

—¿Tomas algo para evitarlos?

—Sí.

—Pues deja de tomarlo. Quiero un hijo.

—Tuyo y mío...

—De los dos, sí, de esa unión nuestra.

—Adiós, cariño.

—Duerme tranquila. Estoy solo en el hotel. Te llamo. No podía aguantar más sin oír tu voz, Marie, ¿qué cosa tienes tú para encarcelarme así?

—Amor.

—Sólo eso...

—Y el placer que a los dos nos causa ese amor que sentimos.

—Te soy fiel.

—Gracias, Marcel.

—¿Por qué?

—Porque si me fueras infiel no sabría perdonártelo.

—Te lo soy. Eso es la unión verdadera de la pareja humana. Lo demás es todo cuento, legados, firmas, absurdo. Pero, de todos modos, me voy a casar contigo.

Marie se estremeció.

—¿Qué quieres... casarte?

—Quiero. Es lo que estoy pensando desde que vives conmigo.

Bruscamente cortó y Marie se quedó mirando ante sí como hipnotizada.

A la noche siguiente estaba en Orly.

Envuelta en una pelliza. Muerta de frío.

Sin máquina, sin saco de viaje.

Esperando el avión procedente de Los Ángeles.

No sabía si era ella o era otra formada desde sus comienzos.

Pero sí sabía que esperaba a Marcel y que aquel hombre significaba todo en su vida.

¿Qué había vivido ella hasta que aquella noche en el tren conoció a Marcel?

Nada.

Pasajes plácidos, absurdos, vacíos de contenido sentimental.

Era emocionante amar a Marcel. Entregarse, poseerlo, ser suya.

Era como una caricia interminable, que se prolongaba días y días, meses y meses.

Vio el avión y se agazapó en una esquina.

Le daba miedo su felicidad.

Lo que sabía de Marcel, lo que sabía de ella, ser la esposa de Marcel. Darle un hijo.

¡Un hijo de Marcel sería como un tesoro incalculable!

Vio que el aparato tomaba tierra y salió disparada.

* * *

Marcel descendía y la buscaba con la mirada. Se pegó a él cuando salió al exterior.

Silencioso, él le pasó un brazo por los hombros. La miraba a los ojos. Decía quedamente:

—He firmado el contrato. Es una película buena, saldré bien del asunto... —¿Y si no sales?

—¿Qué no haré yo con tu ayuda?

Se perdieron en el taxi y la estrechó en sus brazos cuando el vehículo emprendió la marcha. La cerró en su cuerpo.

—Un día lejos de ti, es como una eternidad —balbuceó ella.

—Calla.

—¿No puedo decirlo?

—Dilo, sí, dilo. Pero no hace falta. Mira cómo estoy...

La besaba en la boca y su lengua se deslizaba por sus labios y decía cosas a media voz.

Salieron del vehículo agarrados por los hombros y la cintura.

Cuando iban en mitad de la escalera él la detuvo.

—Marie...

Le miró anhelante.

—Dime.

—Te dije que quiero casarme.

—Bueno.

—¿Tú no quieres?

—Quiero.

Y su voz cobraba una fuerza vibrante.

—Tendremos hijos.

—Si, Marcel.

—Crearemos una familia de la cual me parece que los dos estuvimos faltos hasta ahora.

—Sí.

—Lo dices en voz muy baja…

—Pues grita.

No gritó.

Se pegó a él, subieron ambos despacio.

Cuando llegaron al apartamento, él le quitó la blusa.

—Tengo hambre de ti…

— Calla.

—¿Por qué?

—No sé.

—Yo si sé. Te da vergüenza. De repente te da vergüenza porque sientes amor sincero y verdadero. Marie — la voz de Marcel cobraba una fuerza vibrante—. Marie, querida…

Y la llevaba con él hacia el diván.

La poseyó allí.

A su aire, a su manera.

Lenta, contemplativa, recreativamente.

—Marcel…

—¿No te gusta así?

—No es eso

—¿Qué es, entonces?

—No sé.

—Tonta… Quiero tener un hijo.

—Y yo…

—Pudiste pescarme antes. Un hijo es algo sagrado. Hay que legalizar su existencia.

—No podía engañarte, Marcel. No lo soportaría.

—Por eso te quiero así. Porque sé cómo eres. Lo adiviné en el tren aquella noche. ¿Has olvidado la noche del tren?

—Nunca.

—Recuérdala siempre. Será como vivirla todos los días.

La vivían.

Se agitaba bajo él. Sentía la sensibilidad como saltando en pedazos y pegándose a sus carnes y a sus caricias y a aquellos besos que la lengua hacía más placenteros.

—Nos iremos a Los Ángeles la semana próxima. Pero antes nos casaremos.

—No me interesa casarme si para ti eso es un esfuerzo. Con vivir contigo tengo suficiente.

—Pero yo quiero casarme.

—Pues casémonos.

—¿Cuándo?

Se quedaban los dos absortos.

Vivían.

Era una delicia perderse allí en aquel ancho lecho, entregada al hombre que quería.

¡Casarse!

Sí, bueno, bien, pero lo esencial era amarse como se amaban.

Lo demás llegaría por añadidura.

Se pegaba a él y se convulsionaba bajo su cuerpo a la par que Marcel se apretaba contra ella.

Lejos quedaba Hernán y su esposa Margaret y la decepción sufrida.

Aquella era su vida.

Por encima de todo.

Del hijo que pudieran tener, del matrimonio que pudieran contraer.

El caso era sólo Marcel.

Su amor, su posesión, su ternura, su emotividad, aquella sensibilidad que desde un principio les unió a los dos.

—Te juro que jamás te seré infiel.

—Calla, Marcel.

—¿No me crees?

—Te creo.

Y se relajaba bajo su cuerpo para sentir más intensamente su posesión.

Ansiedad Ada Miller

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Primera edición en libro electrónico (epub): febrero de 2017

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